– Luego, ¿qué?
– La última noche que hablamos… por teléfono… me dijo que ya sabía dónde estaba.
– ¿Nada más?
– No.
– ¿Te pareció distinta?
– No lo sé… Bueno, sí…, algo extraña.
– ¿Seguía preocupada?
– Sí, pero no quiso…
Ya no pudo más. Le habían mantenido en pie casi a la fuerza. Ahora se les deshizo, se hundió en sí mismo de forma más que irremisible. Quedó sepultado por aquel horror tenebroso, aplastado por toneladas y toneladas de escombros llamados incomprensión, vértigo, miedo, soledad…
Julia recordó una frase de otro de sus profesores, Aniceto Monterde, el más viejo de todos los que les daban clases. Un auténtico cerebro, lleno de reflexión y saber. Les dijo: «Vosotros, los jóvenes, no sabéis lo que significa la muerte. No tenéis ni idea».
Lo estaban comprobando. David se había enamorado de Marta justo un mes antes de la tragedia. Pero nunca la olvidaría. Quedaría como un icono, un mito de su adolescencia, eternamente joven y hermosa. Una Marilyn Monroe o un James Dean incorruptos en la memoria universal.
– Lo sentimos, David -Julia le puso la mano en la rodilla.
– Dejadme, por favor.
– ¿No quieres que…?
– ¡No!
La impotencia les crispó, pero no pudieron hacer otra cosa. Se levantaron y se apartaron del banco, dejándole solo. Más solo de lo que nadie pudiera imaginar jamás, ni él mismo. Quien hubiese asesinado a Marta, también había asesinado una parte suya.
A los diez pasos, volvieron la cabeza.
David lloraba doblado sobre sí mismo mientras el mundo, inalterable, danzaba a su alrededor.
Capítulo 6
No estaban del mejor de los humores, ni se sentían con el mejor de los ánimos, pero comprendieron que detenerse era como ceder al mismo impulso que acababa de destrozar a David, y recrearse en un dolor que, no por ajeno, les resultaba ya menos impactante. En cuarenta y ocho horas, Marta y su mundo habían pasado a formar parte de ellos. Eso ya no podía cambiarse.
Necesitaban seguir.
Y allí estaban, en la puerta de una misteriosa organización llamada Fundación ASH, por delante de la cual Julia había pasado decenas de veces, yendo y viniendo por Barcelona, sin haber reparado jamás en su existencia.
Preguntaron por la persona responsable de las solicitudes de becas o de la junta que las concedía. La mujer que les abrió la puerta les observó sin alterársele el rostro y les preguntó si era para solicitar una beca, una ayuda o si era por cualquier otra causa. Entonces se identificaron como periodistas. De tanto repetirlo empezaban a creérselo. Y le aclararon que investigaban un caso policial.
Eso hizo que, cuando menos, la recepcionista arqueara una circunspecta ceja. Solo una. Debía de estar curada de espantos. Su aspecto difería del de las recepcionistas-escaparate de la empresa en la que prestaba sus servicios José María Ponce. Se trataba de una mujer de unos cincuenta años, rostro grave y talante muy profesional y entregado. Estaba acorde con la fundación para la que trabajaba, puesto que toda ella, la entrada, la recepción, los muebles, los cuadros, las paredes forradas de noble madera y los restantes objetos decorativos, destilaban un añejo regusto, un sabor pretérito, casi arcaico, aunque no exento de calor y paz.
Era como si un pedazo de bien, suponiendo que el bien tuviera forma y aspecto más o menos sólidos, estuviese allí en medio, colgado de las lámparas, o flotando en su apariencia gaseosa.
Aguardaron en una sala-biblioteca repleta de libros más o menos antiguos. La espera no fue excesiva: tres minutos. Seguían de pie, inspeccionando los lomos de aquellos libros, cuando se abrió de nuevo la puerta y la recepcionista les condujo hasta un despacho. Al otro lado de una mesa tan hermosa como el resto del mobiliario les esperaba, ya puesta en pie, una mujer más joven que la primera, como de cuarenta años. Vestía con esa nobleza característica de la gente adinerada y con clase, aquella que ha nacido en el seno de una familia con historia y tradición. Nada en ella era superfluo, la ropa elegante, el peinado minuciosamente esculpido sobre su cabeza, el discreto collar de perlas que ceñía su cuello, la hermosura de sus facciones, la bondad de su mirada no exenta de firmeza…
– Me han dicho que son ustedes… ¿periodistas? -preguntó tras estrecharles la mano y serles presentada como «señora Álvarez».
– Sí -Julia sonrió con el mayor de sus encantos, cruzando los dedos para parecer sincera y que ella no les pidiera una credencial.
La señora Álvarez no lo hizo.
– ¿Es para algo relativo a nuestra fundación? ¿Una entrevista? ¿Una encuesta?
– Trabajamos en un reportaje sobre una muchacha: Marta Jiménez Campos.
– Oh, sí -afirmó con medido énfasis, sin un destello situado por encima de su normalidad.
– ¿La recuerda?
– Ayudamos a muchas personas, especialmente a jóvenes -asintió la señora Álvarez-. Pero el caso de Marta por supuesto que lo recuerdo, por ella misma, ya que no pasa inadvertida, y porque ha sido una de nuestras aprobaciones más recientes. El viernes le enviamos la feliz noticia de que había sido aceptada en uno de nuestros programas y le había sido concedida una beca. ¿Por qué le están haciendo un reportaje?
No querían mostrar sus cartas tan pronto, pero era absurdo andarse por las ramas.
– Marta fue asesinada recientemente -dijo Julia.
Una sombra helada pasó por sus facciones.
– ¿Cómo… dicen?
– Desapareció hace unos diez días. Fue encontrada el viernes pasado. La noticia no se hizo pública hasta el sábado, y en el periódico del domingo se informó de su identificación, aunque solo aparecieron sus iniciales, claro.
– Dios… -permaneció inmóvil, aplastada en su butaca, con los ojos súbitamente descentrados y la mirada perdida-. Ella.
– ¿Llegó a conocerla bien?
– ¿Perdón…?
– Preguntaba si llegó a conocerla bien -se lo repitió Gil.
– Tuvimos… -le costó centrarse de nuevo, pero lo consiguió, aunque a duras penas. Se pasó la mano por los ojos y trató de mantener la compostura-. Tuvimos algunas charlas, sí, aquí mismo -señaló la butaca en la que estaba sentada Julia-. Disculpen…
La vieron levantarse, afectada. Caminó hacia una puerta y, al abrirla, descubrieron que había un pequeño servicio. Escucharon el ruido de un grifo y luego el de un vaso al colocarlo en una repisa. La señora Álvarez reapareció, blanca como la cera, y regresó a su butaca. No les ofreció tomar nada. Probablemente no estaba para formalidades. Se sentó y tragó saliva antes de proseguir con la conversación.
– Lo siento -se excusó.
– Un golpe, ¿verdad?
– Mucho -miró a Julia y llegó a esbozar una tímida sonrisa-. Esa muchacha me causó una impresión maravillosa… -movió la cabeza horizontalmente un par de veces.
– ¿Cómo llegó hasta aquí?
– Alguien le habló de nuestros programas de ayuda.
– Exactamente, ¿qué hacen ustedes? -siguió preguntando Gil.
– Hay muchas personas como Marta Jiménez -dijo la señora Álvarez, recuperando la entereza-. Crecen y viven en ambientes marginales, parecen condenadas a mantener unas existencias duras, en muchos casos a terminar irremisiblemente en la cárcel o a sufrir tales humillaciones que socavan su voluntad, su naturaleza humana. Entre la población adolescente nos encontramos con embarazos no deseados, drogadicción, malos tratos, prostitución, ausencia de una cultura porque en la escuela no hallan el menor arraigo ni interés… Nuestra fundación intenta paliar algunas lacras en esos segmentos de la población. Ayudamos a personas mayores y a jóvenes. Nuestros programas principales van encaminados precisamente a ellos, a los ancianos y los adolescentes. En el caso de los ancianos, les procuramos compañía, un servicio de limpieza, una ayuda que les haga sentirse mejor, que les recuerde que todavía forman parte de la sociedad. En el caso de los jóvenes que solicitan nuestra ayuda, depende de sus circunstancias. Unos quieren salir de la droga, otras están embarazadas, unos están enfermos, otros quieren estudiar, como fue el caso de Marta.