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Y no estaba mal.

Metro setenta y cinco, rostro noble, cabello negro y enmarañado, que a veces le confería aire de científico despistado; gafas, un pequeño pendiente en la oreja izquierda, ojos marrones, nariz prominente y con carácter, labios firmes, manos fuertes. Los nueve días de diferencia que se llevaban les hacían casi iguales en todo salvo en el signo. Ella era Leo. Él, Virgo. Solían bromear sobre eso.

También compartían algunos sueños: llegar a ser periodistas de calle, corresponsales internacionales, dirigir su propia revista…

Sueños.

Y estaban seguros de que lo conseguirían. Esa era su fuerza.

Si algo sabían, si de algo estaban seguros, era de que tenían tiempo para soñar.

– Entonces, ¿cómo nos lo montamos? -se detuvo un instante Julia.

– El domingo nos leemos el periódico y decidimos.

– ¿Juntos?

– Yo lo haría por separado, libremente. Cada uno escoge tres noticias, y si coincidimos en alguna…, esa será la buena, ¿qué me dices?

– Perfecto, socio -asintió ella.

– ¿Dónde quedamos?

– ¿Nos llamamos? -propuso Julia-. No sea que le dé por llover o algo así.

– De acuerdo, pues -concluyó-. ¡Hasta el domingo!

– Chao, Gil.

Gil la vio alejarse con su cautivadora belleza juvenil envolviéndola como si se tratara de una capa invisible. En la misma clase había tres o cuatro chicas mucho más guapas con respecto al físico, seductoras y arrebatadoras, pero, para él, Julia poseía esa belleza pura, genuina, inocente, que era la que realmente le gustaba e interesaba. Además, ninguna tenía lo que a ella más le sobraba: corazón.

A unos diez metros de distancia, su compañera se volvió de pronto y le gritó:

– ¿Qué tal tu padre?

– Mejor.

– ¡Vale!

La vio sonreír, con aquellos labios dibujados por una mano maestra en su rostro abierto y limpio, de mirada siempre risueña y clara. Julia tenía los ojos grises, la nariz recta y los labios perfectos. El óvalo de su rostro se afilaba en la barbilla. Medía casi un metro setenta, dependiendo del calzado, y su cuerpo apenas si tenía mayores atributos que los normales: pecho pequeño, esbeltez, caderas anchas… Nunca le había visto las piernas porque siempre vestía vaqueros. Llevaba el cabello relativamente corto, una media melena azabache, y ningún colgante en el pecho o en las manos. Ni siquiera un anillo. Y tenía las manos más bonitas que pudiera recordar, con los dedos largos y afilados.

Se alegraba de poder hacer aquel trabajo con ella.

Julia tenía instinto, era una periodista de pura raza, por vocación y por efecto de la genética. Su padre había sido fotógrafo, un gran fotógrafo, premiado internacionalmente por sus trabajos. Su madre, periodista. Por lo que sabía después de algunas conversaciones mantenidas con ella, se habían casado ya mayores y la tuvieron casi cuando ya no lo esperaban, a los cuarenta y tres años su madre y casi los cincuenta su padre. Gil tenía muchas ganas de conocerlos.

Julia desapareció de su vista.

– ¡Vaya marrón, tío! -oyó rezongar a alguien a su lado.

Era Mateo Prats, uno de los elementos menos activos de la clase.

– Puedes elegir alguna noticia de fútbol, que es lo tuyo.

– ¿Cómo lo sabes? -puso cara de malo-. Y tú ¿qué?

– A mí me apetece.

– ¿Te lo harás con ella? -el chico señaló hacia el lugar por el que había desaparecido Julia.

– ¡Qué bestia eres!

– Digo el trabajo, que si lo harás con ella.

– ¡Ah, sí!

– Pensando en lo otro, ¿eh? -le dio un codazo cómplice.

– En lugar de una noticia de fútbol, podrías investigar en las páginas de anuncios, los de contactos y todo eso -propuso Gil con fastidio.

– Vale -su compañero le palmeó el hombro e inició la retirada-. Que te lo pases bien, y no trabajes mucho. ¡Hasta dentro de diez días!

Gil se quedó solo.

Despacio, echó a andar hacia el lugar en el que tenía aparcada la moto.

A veces se preguntaba si realmente estaba interesado en Julia, o más bien deslumbrado por todo lo que valía como persona y por lo que representaba al ser la hija de Juan Montornés Mata y Valeria Rius Sala.

Capítulo 3

Julia abrió la puerta de su casa sin hacer ruido, todavía excitada por el trabajo que les había propuesto Benigno Massagué y con la cabeza llena de ideas y anhelos. Lo de entrar sigilosamente venía a ser algo más que una costumbre. Cuando era niña, el silencio formaba parte de su hogar por razones tan diversas como que su madre estuviese trabajando o leyendo, o que su padre anduviese trasteando material en su cuartito de revelado y archivo. Claro que de eso hacía mucho tiempo. Su madre tenía ya sesenta y dos años y, salvo artículos esporádicos que le pedían algunos medios, como experta en tal o cual tema o por su prestigio, no escribía otra cosa que una novela interminable con la que llevaba desde hacía tres años. Su padre también estaba retirado, a sus sesenta y nueve años, aunque nunca perdía de vista la cámara. Dos años antes había inaugurado una exposición con sus mejores trabajos, y se había editado un libro maravilloso con ellos. Ahora, lo que intentaba era poner un poco de orden en sus fabulosos archivos, con miles y miles de negativos. Toda su vida estaba en ellos.

Por la puerta de la sala vio a su padre dormido en la butaca, con un libro caído sobre el regazo. El silencio seguía siendo una bendición en su hogar.

Julia sonrió con ternura. Los adoraba, a los dos. Y no solo era por su trabajo, sus antecedentes, la fiebre que le habían transmitido hasta convertirse en pasión. También era por haberle inculcado muchas otras cosas como la libertad, la independencia, el placer por la lectura, los viajes, la honradez. Quería y admiraba a sus padres, a pesar de que cada vez los viese más como a unos abuelos. Unos abuelos entrañables, justos, pero ya un poco alejados de su mundo y de su tiempo.

Todo era muy distinto ahora.

Incluso los medios de trabajo, las normas de comportamiento, el respeto…

Fue a su habitación y dejó la mochila con los apuntes. Después extrajo de ella el periódico del día, el mismo que antes habían estado desmenuzando con Massagué. Si fuera domingo, ¿qué noticia escogería para trabajar en ella? ¿Tal vez la del chico al que ETA había cortado media vida segándole las dos piernas? ¿O quizá la de los inmigrantes encerrados en aquella iglesia, en demanda de una solución para su problema? ¿O la de las eternas pateras cargadas de magrebíes y subsaharianos que morían en el estrecho de Gibraltar tratando de alcanzar la parte rica del mundo?

Ojalá el domingo sucedieran muchas cosas.

Dejó el periódico y salió de su habitación. Oyó a su madre teclear algo en el estudio y miró por el hueco de la puerta entornada. La vio sentada delante del ordenador, con sus gafas en la punta de la nariz, leyendo algo conectada a Internet.

Julia volvió a sonreír con ternura.

Se preguntó por qué dos personas tan valiosas y fuertes como sus padres tenían que hacerse viejas.

No podía imaginarse su vida sin hacer nada, retirada o jubilada a causa de algo tan incierto como la edad.

Ella lo tenía todo por delante, pero ellos le recordaban lo efímero del tiempo. Algo en lo que, sin duda, debía pensar.

Fue al baño y, justo al salir, después de tirar de la cadena y que las tuberías hicieran el consabido ruido característico de una casa vieja a la que le crujían las entrañas, escuchó la voz de su padre:

– ¿Julia?

– ¿Sí, papá?