– ¿Vino para eso?
– Sí -asintió un poco más entera pasados unos segundos-. Nunca les damos dinero, es obvio, pero conseguimos trabajos para quienes quieren uno, o una adopción para aquella niña que no puede o no quiere hacerse cargo de su hijo. A veces son adopciones compartidas, es decir, la adolescente no pierde del todo a su bebé, y los padres entienden que se harán cargo de él sin apartar a la madre biológica de su lado. Marta quería estudiar en un buen colegio, así que nos pidió exactamente eso: una beca de estudios. Analizamos su solicitud, le hicimos unos exámenes, pasó unas pruebas y se la concedimos.
– ¿Conocían sus antecedentes?
– Por supuesto. Exigimos transparencia plena. Si nos hubiera mentido, en lo que fuera, ya no hubiéramos seguido hablando. En algunos casos, nosotros también investigamos el entorno o hacemos preguntas. Marta nos contó su historia. Terrible, por cierto.
– ¿Le dijo que su madre no la quería, que ejerció la prostitución después de tenerla, que la violaron, que tomó y vendió drogas, que apuñaló a un hombre y que recientemente estuvo detenida por robo?
– Sí.
– ¿Se lo justificó?
– No era necesario. Nosotros no juzgamos el pasado, sino que ponemos un punto de inflexión en el presente y formamos un futuro. Sin embargo, ella se sinceró conmigo y me explicó el porqué de cada uno de esos hechos. Su último novio la hizo robar para él, por ejemplo. Y cuando la cogieron, no lo denunció, prefirió cargar con las culpas; pero entonces abrió los ojos y le abandonó. Eso denota mucho carácter, se lo aseguro.
– ¿Qué sensación le dio?
– Marta era inteligente, muy válida, lúcida, capaz. Sus quince años físicos no tenían nada que ver con su edad mental. Tenía unas enormes ganas de aprender, de valer para algo, de poder tener una vida decente… Pedía a gritos una oportunidad -unió sus manos en un gesto que casi pareció un rezo y agregó-: Recuerdo que me dijo algo que me pareció muy hermoso. Cuando le pregunté qué era lo que más deseaba ahora mismo, me dijo que quería tiempo para soñar.
Julia tragó la bola de su garganta.
– Ni siquiera le han dejado ese tiempo -suspiró la señora Álvarez. Sus ojos se empequeñecieron al preguntar-: ¿Se sabe quién…?
– Ni quién, ni por qué -dijo Gil.
– Tenía una abuela.
– Estuvimos ayer con ella -manifestó Julia.
– ¿Le habló de su gente, David, Úrsula, Patri…?
– No, nunca mencionó un solo nombre, ni el de ese novio suyo que la obligó a robar.
Otra puerta cerrada. Otro camino que les devolvía al punto de partida. Otra persona a la que acababan de dar la peor de las noticias: la muerte de alguien que se hacía más y más especial a medida que transcurrían las horas.
– Lamentamos mucho esto, se lo aseguramos -se puso en pie Gil.
– Sean justos con ella -la señora Álvarez secundó su gesto.
Julia fue la última en levantarse. Buscaba preguntas que hacer, interrogantes donde solo había dudas. Se rindió al comprender que era inútil.
El resto fue rápido. Apretones de manos, el regreso hasta la puerta y el aterrizaje en la calle, en plena realidad, enfrentados a sí mismos.
– Estas últimas dos horas han sido… -Julia se dejó arrastrar por la tensión.
– Antes no me has dicho qué opinabas de David.
– ¿Qué quieres que te diga? Marta fue a encontrar al chico perfecto un mes antes de su muerte. Parece una broma pesada.
– ¿Y de esos? -Gil señaló el edificio del que habían salido.
– Marta buscaba una oportunidad.
– Se la acababan de dar.
– El cabrón hijo de puta que la mató… -Julia apretó los puños.
– Quería tiempo para soñar -suspiró él.
Volvían a estar al lado de la moto, aún más desconcertados.
– Estaba limpia -Julia miró a su compañero con los ojos vidriosos-. Justo ahora estaba limpia, no tenía nada, ninguna carga del pasado. Iba a estudiar, tenía a David… ¿Te das cuenta de que su muerte carece de sentido?
– Porque nos falta algo.
– ¿Qué puede faltarnos?
– Tal vez no la dejaran salirse.
– ¿Salirse de qué, de dónde? Estaba preocupada por Patri, eso fue lo último que le dijo a David.
– Y que sabía dónde estaba.
– ¿Sabes qué pienso? -Julia se estremeció-. Creo que Marta era otra señorita ONG.
– No te entiendo.
– Tú me dijiste que me hiciera de una, que no estudiara periodismo, y mi madre, que fundara otra.
Gil hizo algo que ella agradeció, sobre todo por lo inesperado. De la misma forma que Julia había abrazado a David cuando el chico se echó a llorar al enterarse de la muerte de Marta, levantó los brazos, la atrapó, la atrajo hacia sí y la estrechó con tierna consistencia. La muchacha se convirtió en un tallo flexible, maleable, pura gelatina amparada por el cuerpo de su amigo.
Los dos, bajo el súbito silencio que los envolvió de pronto, pudieron escuchar los latidos del corazón que aplastaban.
No se movieron.
Continuaron abrazados un tiempo que jamás fue eterno, porque a los dos se les antojó de lo más efímero al separarse, pero que los alimentó y nutrió más que ninguna otra cosa en sus actuales circunstancias.
Había un amor puro y sencillo en la mirada de Gil.
Y Julia lo devoró con la suya.
– Anda, vamos a buscar a Úrsula. Es la clave de todo este marrón -logró reaccionar él primero.
Capítulo 7
Llevaban ya dos horas apostados en las cercanías del bar Bartolo, preguntándose una vez más si no estarían perdiendo miserablemente el tiempo por tratar de hablar con Úrsula, o mejor dicho, por intentar que Úrsula hablara con ellos. Dos horas de repasar lo que tenían, de comentar una y otra vez los indicios, de analizar los aristados vértices del caso y deslizarse por las inquietantes vertientes de esas aristas. Habían devuelto la correspondencia al buzón de la señora Carmela, pero seguían con las tres fotografías y el cuaderno que, de vez en cuando, Julia abría y leía. Como en aquella ocasión.
Su voz atravesó muy despacio el breve aire que les separaba:
Tengo cientos de palabras.
Tengo mil sueños.
Tengo ganas de empezar.
Tengo prisa por ganar.
Tengo furias que me llenan.
Tengo kilos de amor.
Tengo una lágrima.
Tengo tanto por dar.
Tengo 99 años.
Guardó el cuaderno y quedó a merced de la mirada de Gil.
Desnuda.
– Benigno Massagué tenía razón -dijo.
– Nada es lo que parece.
– Y detrás de cada noticia hay un mundo. Ella no es más que la puerta que nos conduce a él.
– Pero ¿cómo íbamos a esperar encontrar todo esto? -Gil soltó un leve bufido.
– ¿Cuánta gente debe de morir dejando una huella errónea a su alrededor?
– Mucha -Gil le sonrió con dulzura-. ¿Te sientes una heroína por haber descubierto quién era la verdadera Marta?
– No -hizo un mohín amargo con el rostro-, pero me alegro de saber lo que sé. No vamos a desperdiciarlo.
– Massagué estará orgulloso.
– Tenemos mucho que discutir con él -asintió Julia.
Gil deslizó una mano al encuentro de la suya. Primero jugueteó con sus dedos, sus uñas, las yemas, los nudillos. La muchacha no la retiró. Las de su compañero eran suaves. Cuando él iba a retirarla de nuevo, ella se la retuvo; con las dos.