– ¿Crees que se sentía como si tuviera noventa y nueve años, como dice ese poema? -le preguntó.
– Conozco gente de veinte que es como si tuviera setenta, y gente de setenta que está como si tuviera veinte. Supongo que en cierto modo sí, aunque no es más que un poema hecho en un momento determinado y bajo unas circunstancias concretas. Yo me quedo más con esas otras expresiones, lo de las ganas de empezar, lo de la prisa por ganar, lo de la furia y lo de los kilos de amor. Ahora sé que Marta tenía un corazón así de grande.
– Dios mío -desgranó Julia-, nuestro primer trabajo casi en serio y nos ha dado…
– Nunca seremos buenos periodistas.
– Yo creo que sí.
Continuaba con la mano de Gil entre las suyas.
Ya había oscurecido. El día anterior, Úrsula sacó mucho antes la basura.
– Tengo que llamar a mis padres. Finalmente se marchaban esta tarde.
Le soltó la mano y cogió su bolso. Con el móvil en la mano, marcó el número del de su madre. La conversación fue trivial. Ellos ya estaban de camino y Julia le comentó que cenaría fuera, con Gil.
Se estaban despidiendo cuando Úrsula salió del bar, cargando dos enormes bolsas de basura y vestida totalmente de negro, como siempre, pero tan arreglada como la noche anterior. Gil tocó a su compañera con discreción para que acelerara el final de su charla. Julia lo hizo.
Desconectó el móvil antes de guardarlo.
– Allá vamos -musitó.
La amante del estilo siniestro dejó las dos bolsas de basura al pie del contenedor, sin meterlas dentro esta vez, y luego caminó por la calle siguiendo la misma dirección que la noche pasada. Gil y Julia la siguieron a una distancia prudencial de unos treinta metros, con los cascos colgados de sus brazos porque no se fiaban de dejarlos en la moto, aunque estuvieran atados con la cadena. La persecución les alejó del barrio, fuera de aquel pequeño universo donde la vida tenía otra dimensión.
Úrsula caminaba a buen ritmo, sin prisas, pero también sin que pudiera considerarse que estuviera dando un paseo. Iba a alguna parte. Cruzó calles, atravesó calzadas, pasó por lugares desérticos, por lugares animados y, a los* diecisiete minutos de iniciada la marcha, la vieron meterse en un bar muy distinto al de su familia. Un bar moderno, de diseño. Llegaron hasta los ventanales sin atreverse a entrar y la vieron en la barra, hablando con dos chicas y un chico. Durante los veinte minutos siguientes no hubo cambios; mientras charlaba se tomó dos cervezas, y no precisamente sin alcohol.
Salió del bar con una de las chicas y la marcha se reanudó, aunque ahora ya no fue muy larga. Apenas tres minutos después entraron en lo que parecía ser una discoteca juvenil, de tarde-noche. Dos docenas de chicos y chicas, entre los catorce y los dieciocho años, pululaban por sus inmediaciones.
– ¿Y ahora?
– Entramos -dijo Julia.
Esperaron un par de minutos y caminaron hacia la puerta con mucha precaución. Pagaron la entrada, recogieron su vale para la consumición y dejaron los cascos en el guardarropa. Una vez dentro, resistieron el primer envite de la música a todo volumen y buscaron a Úrsula de forma discreta, sin hacerse notar, desde el tercer nivel del que constaba el espacio. Fue Gil el que la localizó en la barra, sola, pidiendo su primera bebida.
– ¿Cómo ha podido cambiar tanto esto? -gritó Julia, para hacerse oír por encima de la catarsis decibélica.
– ¿Cambiar? -se extrañó Gil.
– ¡Hace menos de tres años, yo también iba de marcha, a discotecas, y me ponía ciega de tanto bailar! ¡Pero esta música…!
– ¡Te has hecho vieja! -se burló Gil.
– ¡Y que lo digas! ¿Yo hacía esto?
Miró consternada a los chicos y las chicas que bailaban sincopadamente, siguiendo el ritmo frenético que imponía el pinchadiscos, riendo, fumando, bebiendo.
– ¡Me estoy deprimiendo! -confesó.
Gil le pasó un brazo por encima de los hombros y la atrajo hacia sí. Le besó el pelo pensando que ella no lo notaría. Julia lo notó y se quedó quieta.
Tembló un instante, como si tuviera frío, y se pegó un poco más a él.
– ¿Qué hacías en Vic a los quince o dieciséis años?
– ¡Trabajar!
– ¿No te divertías?
– ¡No tenía tiempo!
Se echaron a reír y dejaron de hablar, porque hacerlo a gritos era espantoso y, encima, se ensordecían el uno al otro. Úrsula ya bailaba con los ojos cerrados.
Bailó casi media hora, sola, borracha de ritmo.
– ¡No parece estar muy triste por la muerte de su amiga! -dijo Gil.
– ¡Yo creo que es todo lo contrario! -anunció Julia-. ¡En primer lugar, aún no ha soltado toda la mierda que debe de llevar dentro! ¡En segundo lugar, está intentando no pensar! ¡Creo que se está dejando llevar!
Úrsula dejó de bailar cinco minutos después. Regresó a la barra, pidió una segunda bebida y esta ya la pagó. Como la primera, intuyeron que no se trataba de un simple refresco, a pesar de la prohibición de servir alcohol a menores de edad. Se tomó el contenido del vaso hablando con una chica, bailó otros diez minutos más y luego la vieron enfilar hacia los servicios.
– ¡Voy a ver! -dijo Julia.
Bajó al primer nivel y la sorprendió a menos de tres metros por delante. Vestida de negro y en la penumbra, lo único que destacaba de ella era su piel blanca. Úrsula no llegó a meterse en el servicio de chicas. A un lado, en el pasillo, habló con un chico alto y espigado, mayor. Julia la vio darle dinero y recibir a cambio una pastilla. En lo primero que pensó fue en el éxtasis. Luego sí, la amiga de Marta entró en los servicios y salió a los tres o cuatro minutos.
En esta ocasión bailó casi cuarenta y cinco minutos, sin parar.
Hizo algo más, empujar a un chico que se le acercó demasiado y besarse con otro durante un minuto, con absoluta pasión, antes de reírse de él y marcharse a la barra por tercera vez.
Nuevo vaso de bebida presuntamente alcohólica.
El chico de los besos revoloteó por sus inmediaciones. Úrsula ya estaba bajo los efectos de lo que se hubiera tomado. Reía sin parar, se movía sin parar. El chico, de su estatura, joven, cabello largo por detrás, logró capturar de nuevo su atención y llevársela hacia una zona oscura. Los besos allí se prolongaron por espacio de diez o quince minutos. Nadie les prestó atención. Cada cual iba a lo suyo. Finalmente, ella volvió a reírse y decidió pasar de su rendido colega. El chico tuvo que marcharse a los servicios para echarse agua.
Úrsula se tomó su cuarta bebida.
– ¿Cuándo cerrará esto? -le preguntó Julia a Gil.
– ¡No muy tarde! -examinó su reloj-. ¡Antes de una hora, calculo! ¡Luego abrirán a partir de la una, más o menos, para los de la noche!
– ¡Me estalla la cabeza!
– ¡Y a mí!
La música no había dejado de sonar, alta, contundente, histriónica, muy ceñida a un estilo determinado en el que la melodía carecía de importancia, porque lo que verdaderamente importaba eran el ritmo y los efectos de sonido. Allí detrás no había un grupo, ni siquiera un puñado de músicos, sino el mero artificio de la electrónica, puro laboratorio, programas, cajas de ritmos y un largo etcétera del que no sabían nada.
Úrsula visitó el servicio una segunda vez para tomarse otra pastilla. Bebió su quinta, su sexta y su séptima copa en los siguientes cuarenta minutos. Hasta que, en medio de una fanfarria estridente, se encendieron las luces y se anunció el final de la sesión.
– ¡Voy a buscar los cascos antes de que salga! -tomó la iniciativa Gil.
Se reunieron en la calle, agradeciendo el silencio, haciendo gestos con los ojos y la boca, como si tuvieran los sentidos embotados. Tuvieron que bostezar varias veces para desatascarse los pabellones auditivos. Parecían víctimas de un ataque nuclear. Llegaron a reírse porque, en el fondo, sus diecinueve años les acercaban demasiado a los congéneres que salían de la discoteca, y sin embargo…