El tiempo, sus vidas, había dado ya un salto. El salto.
Úrsula fue de las últimas en salir, tambaleándose, moviéndose de forma anárquica, con la mirada extraviada, sudada y muy desarreglada. El chico de los besos lo intentó por última vez. Ella le empujó, le soltó cuatro gritos y luego le dio la espalda. El chico le dijo algo grosero. Ella, sin girarse, le mostró el dedo corazón de su mano derecha en alto.
Se alejó por la calle, cautiva de su estado.
– No podrá llegar por su propio pie -consideró Julia.
– Yo creo que sí, aunque no lo tendrá fácil -repuso Gil.
– ¿Qué hacemos?
– Seguirla. Además, tenemos la moto allí.
Julia se sintió frustrada.
– Hemos perdido el tiempo -masculló.
– Espera.
– ¿A qué?
– Cuando estemos cerca, la abordamos.
– No quiso decirnos nada estando sobria, ¿lo hará ahora con lo que lleva encima?
– Precisamente por eso. Depende del grado de culpa que arrastre, de lo que le pese, de si ya está a punto de estallar o no… Tú misma lo has dicho, y tenías razón. Lo que ha hecho esta noche no es más que una huida, una forma de escapar y evadirse de la mierda que lleva dentro.
– ¿Tan buena soy?
– Ya sabes que sí.
Volvieron a seguirla, aunque ahora a la inversa, de vuelta al barrio y a su casa. Pero lo que antes había sido un camino recto y firme, ahora se convirtió en un pequeño calvario, un sendero de espinas que Úrsula inició mal y acabó peor, trastabillando a cada momento, dando tumbos, bamboleándose como una muñeca desarticulada. Se le cruzó un hombre, le dijo algo, y ella le soltó sapos y culebras por la boca, un torrente de insultos y palabrotas. Dos chicos jóvenes la siguieron unos metros y ella les lanzó una piedra que había recogido de la acera. Julia y Gil creyeron que los dos chicos iban a devolverle la pedrada o a asaltarla, pero se marcharon tras insultarla y ser insultados por la muchacha.
A menos de cinco minutos de su casa, Úrsula tropezó, cayó, y cuando quiso levantarse, ya no pudo.
Vomitó sus siete bebidas de la discoteca, las dos cervezas del bar, los restos de las dos pastillas y hasta la cena, la comida y su primera papilla.
Luego siguió sin poder levantarse, y gateó unos metros para alejarse de su vómito y de aquel hedor. Se quedó sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, despierta y consciente.
Miró al cielo.
Y entonces se derrumbó.
Se echó a llorar.
Capítulo 8
Julia y Gil la dejaron llorar unos segundos, para que se vaciara y limpiara, para que sintiera más y más el peso de su soledad y la carga de su dolor. Después llegaron hasta ella y se colocaron uno a cada lado. Úrsula entreabrió los ojos y los miró. Primero a ella. Luego a él.
En sus pupilas titiló un brillo de miedo.
Sin embargo, dijo:
– Hola, guapo.
– Hola, Úrsula -Gil le pasó una mano por la cabeza.
– No vas a darme el coñazo, ¿verdad?
– No.
– Bien -se relajó.
– Pero puedo hablar, decirte lo que sé, y tú me escuchas.
– Joder…
– No tienes nada mejor que hacer -Gil continuó acariciándole la cabeza-. Tú no puedes moverte, y nosotros no vamos a irnos.
– ¿Por qué?
– Ya ves. Resulta que Marta era tu amiga y, sin embargo, los que estamos aquí luchando por ella somos nosotros, dos desconocidos. ¿No te parece curioso?
Julia le tendió un pañuelo que sacó de su bolso. El muchacho se lo pasó por la frente, perlada de sudor. Úrsula se estremeció y cerró los ojos.
– Eres… demasiado guapo para ser… tan borde -le dijo.
– Y tú no eres tan fuerte como para callar más tiempo.
Úrsula hundió sus ojos en Julia.
– Tu novio es idiota, nena -le endilgó.
– Vamos, Úrsula, lo sabemos todo -dijo Julia.
– ¡Vosotros no sabéis una puta mierda!
– Para empezar, sabemos que Marta era una tía legal.
– Y está muerta.
Se le escapó de lo más profundo, y llegó a sus labios, envuelto en un estertor que a duras penas contuvo sus lágrimas.
– Te diré por qué está muerta -Gil hablaba despacio, marcando pausas e inflexiones-: Todos le dieron la espalda, hasta tú misma.
– ¡Yo no!
– Has dejado que la mataran.
– ¡Cono, cono, cono…! -quiso golpearle, como antes al chico de los besos o a los de la calle.
Gil atrapó sus manos sin esfuerzo.
– Ahora estás dejando que su muerte sea inútil.
– ¿Ves cómo no sabes nada? ¿De dónde salís vosotros? ¿Quién os creéis que sois?
– Al comienzo fue el barrio, esta trampa que os atrapa a todas y a todos -comenzó a decir él-. Un rodar por la pendiente y ya está. Ningún asidero. Ninguna oportunidad.
Ni siquiera para Marta, que era diferente porque era más sensible, más inteligente, y estaba llena de esperanzas, con ganas de estudiar… Su madre no la quería, la culpaba por haber perdido a su amante al quedar en estado. Y cuando se vio obligada a lanzarse a la desesperada para poder comer, se hundió y la arrastró con ella. A Marta la violó un cliente. No se lo dijo a nadie -Úrsula estaba ahora muy quieta, absorta en sus palabras-. Puede que ni te lo dijera a ti. Fue tan duro de soportar que empezó a tomar drogas. Luego las vendió para costearse sus dosis. Su única evasión y su único medio de supervivencia. Pero siguió siendo lista, comprendió que eso la conduciría tan solo a un final rápido, y logró dejarlo. Un gran mérito. Claro que, para entonces, ya tenía su primera cruz en una ficha policial. La segunda fue la agresión a un cliente que estaba pegando a su madre. La defendió, pero el tipo la denunció, y volvió a tener problemas con la justicia. Su madre le dio la espalda una vez más. Y también su padre de verdad, al que fue a ver para darse con una puerta cerrada en las narices. Entonces aparece el amor: Paco. Y aquí tenemos a Marta rendida, entregada. El amor lo puede todo, y encima Paco es un guaperas. Está tan enamorada que, cuando él le pide que robe algunas cosillas…, ella lo hace. Paco es listo, y… ¿cuánto, cinco años mayor que ella? Primero debió de ser una matrícula, después un guardabarros, más tarde unas luces, finalmente algún que otro reproductor de compactos… Cuando la policía la detuvo, ella se comió el marrón. Puede que supieran que Paco estaba detrás, pero sin su testimonio…, no tuvieron pruebas. Así que él se libró, pero Marta, lo mismo que en lo de las drogas, despertó. Y logró pasar de él, a pesar de sus sentimientos. De vuelta a la soledad.
– No estaba sola -dijo Úrsula.
– Oh, sí, claro. Os tenía a ti y a Patri, y más recientemente, a David.
– ¿También sabes… lo de… David?
– Hemos hablado con él. ¿Sabías tú lo de la fundación ASH?
Úrsula no respondió.
– ¿Qué ha sido de Patri? -preguntó Gil.
Ahora sí, volvió el miedo, se impuso al dolor y a la derrota. Un miedo inmenso, asfixiante, tan devorador que la hizo temblar una vez más y se apoderó de sus escasas fuerzas, inundándole la razón.
– Marta…
– ¿Sí, Úrsula?
– Aquel cabrón… -sus ojos perdieron concentración, la vieron replegarse en sí misma, ahogarse en su desconcierto-. Le hizo… mucho daño… Muchísimo, ¿vale?
– ¿A quién te refieres?
– Al que… la violó -desgranó con esfuerzo-. Claro que yo… lo sabía. Me lo dijo. Éramos amigas… ¡Amigas! Casi… la reventó, y… Pero no se rindió, ¿sabéis? Ella nunca…, nunca se rendía. Decía que cada día era distinto. Sí, eso decía. «Mañana vuelve a salir el sol. Es lo único seguro». Mañana…
– ¿No la creías? -le dio cuerda Gil.