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– ¿Yo? -se encogió de hombros. Otra vez asomaron nuevas lágrimas en sus ojos, y las contuvo con rabia-. La soñadora… era ella. Siempre creía que las cosas… iban a cambiar. Yo no sé de dónde sacaba tantas fuerzas, ni tanta energía, ni…

– De la esperanza -intercaló Julia.

– Joder… -suspiró Úrsula, rindiéndose al nuevo acceso de lágrimas-. ¿De dónde… salís vosotros, de un… cuento… de hadas?

– ¿Cómo podíais ser amigas? Marta, llena de fe, y tú, de espaldas a todo.

– ¡Porque todo es una mierda, tío! ¡Todo!

– ¡No es verdad!

– ¡Sí!

La aceleración y la pérdida del control provocaron una nueva arcada. Se venció hacia el lado de Julia y ella apenas si tuvo el tiempo justo de apartarse para no quedar salpicada por el nuevo vómito, que en esta ocasión tuvo más de bilis que de papilla. Gil le sujetó la cabeza.

No sabían cuánto más conseguirían mantenerla así, dialogando, aunque todavía no hubiera dicho nada.

– Háblanos de Patri, Úrsula.

Una mirada. Un jadeo. El silencio.

– Patri había desaparecido, como Neli y Carolina, ¿verdad?

Nada, solo sus ojos, que reflejaban una mirada entre dura e inestable.

– Marta buscaba a Patri, y le dijo a David que ya sabía dónde estaba justo antes de desaparecer ella y ser asesinada.

Úrsula cerró los ojos.

– ¿Por qué había desaparecido Patri? ¿Qué le sucedió?

No iba a hablar. Además de los ojos, cerró los labios, con firmeza. Su respiración por la nariz se hizo agitada. Gil miró a Julia con desesperación, harto de darse golpes contra una pared.

– ¿Por qué te amenazó Lenox? -preguntó inesperadamente Julia.

Lo consiguió. Úrsula volvió a abrir los ojos y la boca, como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el plexo solar, hurtándole el aire de los pulmones. Hundió su vista en ella y la atravesó mostrando un profundo pánico.

– Es el Aurora, ¿verdad? -dejó escapar lentamente Julia-. Un puticlub, chicas que desaparecen… Patri…

Mientras lo decía, comprendía que estaba acertando en la diana. Vaciló un instante y se encontró con la sorpresa de Gil. Puede que ya lo intuyeran, o lo supieran y no quisieran creerlo, pero ahora, dicho en voz alta…

– Chicas que se quedan solas… -musitó Julia-. Marta lo comprendió y supo que Patri tenía que estar en… el Aurora…, y en contra de su voluntad.

No lo esperaban, así que les sorprendió la reacción de Úrsula. La creían agotada, demasiado mal y débil para hacer otra cosa que resistir su bombardeo de preguntas.

Se equivocaron de nuevo.

La chica empujó de pronto a Gil con los dos brazos, echándole hacia atrás, y se puso en pie de un salto, con dificultad, pero también con más agilidad de la que cabía esperar, dadas sus condiciones. Julia le vio la cara, azotada por aquel inmenso pánico. Quiso detenerla, pero, al sostener el casco de la moto con una mano, fracasó ante aquella furia desatada.

La vieron correr sin mucha elegancia, desacompasada, trastabillando y a punto de caer un par de veces, aunque de forma milagrosa logró mantener el equilibrio y seguir, seguir, seguir.

Hubieran podido alcanzarla.

Pero ya no era necesario.

Se quedaron quietos viendo cómo la noche la devoraba.

QUINTA PARTE

Las decisiones

Capítulo 1

El cajero automático expulsó los 120 euros por la ranura. Seis billetes de 20. Julia los recogió y se los entregó a Gil. Luego recuperó la tarjeta de crédito.

– Siento que tengas que… -lamentó él.

– No seas tonto.

– Vale -se resignó y los guardó en su cartera.

– Espera -dijo ella-. Puede que sea poco dinero.

– No saques más, mujer.

– Haz que abulten, que parezca que hay la tira -cogió algunos de los impresos para ingresos depositados junto al cajero y los dobló con cuidado antes de dárselos a él.

Gil los introdujo junto a los billetes de 20 euros.

– Así está bien. Tampoco hará falta que los saques todos.

– No está mal.

Julia lo miró con renovada aprensión.

– La pregunta es: ¿seguro que quieres hacerlo? -insistió.

– Sí.

– Puede ser peligroso.

– Para mi integridad anímica, tal vez -sonrió Gil-. Voy a tener que actuar de una forma que no sé yo si…

– Eh, eso te saldrá bien, hombre -le dio un golpe en el brazo-. Deja suelta la bestia que llevas dentro.

– ¿Bestia? ¿Qué bestia?

– Todos llevamos una bestia aquí -se tocó el pecho.

– Pues sí que… -sonrió él.

– Dormida, pero bestia al fin y al cabo. De todas formas, no creo que en esos lugares nadie mire mucho a nadie. Cada cual debe de ir a lo suyo, y ellas, a sacarles el dinero a los clientes. Ya sé que nunca has estado en un sitio así, pero imagino que hay que actuar a las bravas. Tú pagas. Tú mandas.

– No sé -Gil se mostró inseguro-. Yo más bien creo que hay que ir de pardillo, de primerizo. ¿Quién va a pensar que tengo experiencia? Y con esta cara…

– Tendrás que improvisar -Julia no supo qué más decirle.

– Bueno, ¿vamos? -se impacientó él.

Ella fue la primera en ponerse el casco. Montaron en la moto y enfilaron el camino del club Aurora. Cuando llegaron allí, las manecillas del reloj se acercaban a las dos menos cuarto de la madrugada, así que el local brillaba como un ascua en la noche. Bajo la luna, casi llena, las luces de neón rosa ponían un acento extravagante en la oscuridad. La recta de la carretera no tenía tráfico, pero en el aparcamiento del local ahora había casi dos docenas de coches discretamente distribuidos. Gil no metió la moto allí, sino que la detuvo al otro lado, entre los árboles, para que quedara fuera de cualquier mirada.

– ¿Estarás bien? -le preguntó a Julia.

– Yo sí, tranquilo.

La noche era agradable, no hacía frío. Se miraron por última vez.

– Deja el móvil encendido, por si acaso.

– Y tú ten el tuyo a mano.

– Vale.

Fue ella la que le abrazó, la que le dio un beso en la mejilla, la que se apartó luego para dejarle libre. Gil asintió con la cabeza, curvó las comisuras de los labios hacia arriba y después…

Se dio la vuelta y cruzó la carretera.

Cuando entró en el Aurora, el silencio del exterior quedó borrado de un plumazo por la música que sonaba en el interior, no muy alta, pero contundente. Bajo una coloración rojiza, enardecida, vio una barra que ocupaba la mitad izquierda del local, y un puñado de mesas y sillas repartidas por la parte de la derecha. En medio quedaba una pequeña pista de baile en la que no había nadie bailando. Las chicas de detrás de la barra iban con los pechos al aire, pero las que hablaban con los clientes no; ellas llevaban mínimas prendas de ropa interior. A primera vista, todas eran de diferentes colores y razas.

Dominando sus nervios, su inquietud, Gil se acercó a la barra. Una de las mujeres con los pechos al aire se dirigió hacia él ofreciéndole una sonrisa de confianza. Tendría unos treinta años, quizá más, y seguramente en algún momento de su vida había sido atractiva. Intentó no mirar más abajo de la barbilla, y cuando ella le preguntó qué iba a tomar, le contestó:

– Una coca-cola.

La mujer enarcó una ceja y proclamó con socarronería:

– Cuidado, tigre.

No le dio tiempo a más, porque otra ya estaba a su lado. También rondaba la treintena, con mirada de mujer fatal, pechos grandes, labios muy rojos y manos con venas muy marcadas. Fumaba y olía a perfume barato mezclado con nicotina.

– Vaya -le dijo-, no todos los chicos guapos se han ido de vacaciones esta semana.