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– Soy agnóstico -respondió Gil.

– Ay, amigo, no sé lo que es eso, pero espero que no tenga nada que ver con esto otro, salvo que sea bueno.

Le puso la otra mano en la entrepierna.

Gil no pudo evitar un intento de retroceso.

Y la mujer no ocultó su dulce ironía.

– Pero bueno… -musitó, coqueta.

– Espera -la detuvo-. Es que a mí me gustaría algo… especial.

– Yo puedo hacerte lo que quieras -volvió a acercarse.

– No se trata de eso, sino de… -buscó algo que desatascara su mente y no lo echara todo a perder-. Es que tengo mis manías, ¿sabes?

– ¡Huy, míralo! Y parecías tímido. ¿Qué clase de manías tienes tú, muñeco?

– Me gustan más jóvenes -logró decir sin ponerse del todo rojo.

– ¿Y la experiencia?

Gil se encogió de hombros.

– ¿Qué edad tienes, campeón? -quiso saber ella.

– Diecinueve.

– Así que quieres una de dieciocho.

– No, más… -hizo un gesto con la mano plana, hacia abajo.

La mujer se le quedó mirando un par de segundos. Ya no sonreía, ya no le provocaba. Solo calculaba. Se mordió la comisura del labio y, tras dar una larga chupada a su cigarrillo, le dijo:

– Espera.

Gil la vio alejarse. Por primera vez se preguntó qué demonios estaba haciendo, y por qué no habían llamado a la policía, al padrino de Julia. Sin pruebas, no era más que un disparo al azar, claro, pero él… La mujer desapareció tras una cortina de pedrería y él paseó su mirada por el local. Los hombres que hablaban con las mujeres sonreían, las tocaban o se dejaban tocar; eran mayores, el que menos andaría en la treintena. Eso lo descolocó aún más.

Se bebió prácticamente toda la coca-cola que le había dejado en la barra la otra mujer.

Su contacto reapareció con un hombre de cincuenta y muchos años, calvo pero con melena por la nuca, bajo, desagradable, cara porcina y ojos siniestros, lo mismo que su boca, caída a ambos lados. Lucía un buen traje, pero con la camisa abierta y mucho oro colgándole por encima del vello pectoral. La chica de alterne le señaló y guió a su compañero hasta él. El hombre se le quedó mirando con el ojo derecho empequeñecido, como si le estuviese valorando.

– ¿Algo especial? -se limitó a decir.

Era el momento de la verdad.

– Catorce o quince años -dijo Gil.

– Eso es ilegal -repuso el hombre.

– Me han dicho…

– ¿Quién te ha dicho…?

– Un amigo.

– ¿Lo conozco?

– No sé. Pepe.

Siempre había algún Pepe. O eso creía.

Otra mirada. Otra valoración. Gil intentó no temblar, ni sudar, mantener sus ojos fijos en los del hombre, parecer lo que no era, o por lo menos parecer lo suficientemente vicioso como para que sus nervios tuvieran una explicación.

– ¿Traes dinero? -quiso saber el hombre.

Sacó su cartera, le mostró el bulto que formaban los billetes de 20 euros con los impresos del banco doblados dentro. Volvió a guardársela. El hombre tardó todavía cinco segundos largos en asentir con la cabeza.

– Llévale al nueve -le dijo a la mujer.

Dio media vuelta y se marchó por donde había venido.

– Ven, cariño -la mujer le tomó del brazo.

También ellos pasaron por la cortina de pedrería. Tras ella había un pasillo largo, con luz muy tenue, también rojiza, y con puertas a ambos lados. El hombre se metió en la más alejada, al fondo. Delante nacía una escalera que conducía al piso superior.

El nueve también estaba casi al final, y era un cuartito de proporciones armónicas, cuadrado, con una cama grande, una mesita, dos sillas y una puerta entreabierta tras la cual se veía un pequeño servicio. La mujer lo dejó allí y, sin decirle nada más, cerró al marcharse. Gil no se sentó en la cama, fue a la ventana, pero resultó que tenía cristales opacos y una reja de protección. No estuvo solo demasiado tiempo. La puerta volvió a abrirse.

Ahora era una mulata de generosas proporciones, alta, labios muy gruesos, ojos intensos, cabello muy largo y piel brillante. Vestía una simple combinación de seda blanca. Desde luego, no tenía catorce o quince años; ni siquiera era menor de veinte, aunque tampoco alcanzaba la treintena.

Gil tragó saliva.

– Hola, mi amó -lo saludó con un marcado acento caribeño.

– Tú no eres…

Ya estaba frente a él, mostrando su más cautivadora sonrisa.

– Reía 'ate, mi amó. Va a vé tú lo que é gosá -trató de echarle los brazos alrededor del cuello.

– Espera, espera… -Gil retrocedió un paso, pero tropezó con la cama.

– ¿No te gut'to? -puso carita de pena la mujer.

– ¿Conoces a una chica llamada Patri? -preguntó a la desesperada.

– ¡Ay, yo no sé de qué cosa tú et'tá hablando!

Aquello era un callejón sin salida. El hombre le había endilgado a una de sus chicas y nada más. Ya no tenía sentido seguir, pero tampoco delatarse hasta el punto de que…

– ¿Te importa esperar un momento?

– ¿A'onde va, mi amó?

Se zafó de ella y alcanzó la puerta en dos saltos. Se volvió para tranquilizarla.

– Voy un momento al coche y vuelvo enseguida. Tú desnúdate y ponte cómoda, ¿vale? Es que… me he dejado algo. Los… ya sabes… Son especiales…

Salió de la habitación.

Tenía dos caminos: uno, de vuelta al exterior; otro, por los recovecos del Aurora. Salir era ahorrarse problemas. Quedarse era tentar la suerte, pero luchar tal vez por lo mismo que lo había hecho Marta. Si encontraba a Patri…

Contuvo la respiración y abrió la puerta de enfrente. Una habitación vacía. Abrió otra puerta con el corazón encogido, y se encontró con una pareja en plena labor. Cerró sin hacer ruido, antes de que lo notaran.

Delante nacía la escalera que conducía al piso superior. A la derecha, el lugar por el que se había metido aquel hombre. La puerta estaba ahora entornada. Miró dentro y no vio a nadie. Era un despacho nada cómodo, impersonal, con un sofá y la mesa llena de papeles.

Entró sin pensárselo dos veces y cerró tras de sí.

No sabía qué estaba buscando, pero lo buscó. Revolvió los papeles, buscó datos, pruebas, indicios… En la pared lateral había un mapa de España con más de dos docenas de chinchetas de colores repartidas por su superficie, preferentemente sobre la costa mediterránea.

Podía pasarse allí una hora y no encontrar nada.

Así que le entró el pánico.

Pero le dominó mucho más cuando, antes de que pudiera salir por la puerta, el tirador se movió y al otro lado escuchó la voz del hombre anunciando su entrada, hablando con alguien.

Gil se tumbó detrás del sofá.

Su única alternativa.

Capítulo 2

Vio dos pares de zapatos, dos hombres. La voz del que le había atendido en el bar era una. La otra tardó en reconocerla.

Lenox.

El musculitos.

Gil tragó saliva y se quedó muy quieto, porque el ruido que hizo su garganta estaba seguro de que había sido lo bastante fuerte como para dar la alarma en cien metros a la redonda.

No pasó nada.

Los dos hombres hablaban de algo.

Intentó no perder la calma, concentrarse.

– Siento algo, no sé -decía en ese instante el que parecía ser el encargado o el dueño del Aurora.

– Está nervioso, señor Palacios.

– Cuando algo se complica… ¿Por qué te crees que me ha ido bien en la vida, eh, Lenox? Porque tengo instinto. Huelo las cosas.

– En unos días…

– En unos días puede que sea tarde, ¿vale? Esa cría casi lo jodió todo, y aún no estoy seguro de que no lo hiciera -hubo una pausa y luego ordenó-: Llámame a Eloy.