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La camioneta rodaba a una velocidad bastante buena, aunque no excesiva, de espaldas a Barcelona. Había muchas curvas y, aunque el asfalto estaba seco por la ausencia de lluvias, algunas eran tan cerradas que se convertían en peligrosas, y más para ella. No podía acercarse mucho, so pena de despertar sospechas, ni mantener una cierta distancia porque si la camioneta se salía por algún desvío y no se daba cuenta…

Miró el cuentakilómetros.

Dos, tres, cinco, diez…

– ¿Adónde vas? -le preguntó al aire.

Ahora sí tenía frío, mucho frío. No llevaba la ropa adecuada. Yendo detrás de Gil, él la protegía, pero conduciendo ella, el viento la golpeaba y la helaba. Si la camioneta iba lejos, a cincuenta o cien kilómetros, tal vez no lo resistiese, o se acabase la gasolina.

No se cruzó con un solo coche de policía, y ningún otro hubiera parado.

Estaba sola.

Sola con un maníaco, y sin saber si Gil estaba vivo o muerto.

Ningún pueblo, ninguna casa. No tenía ni idea de dónde se encontraba, pero, desde luego, Lenox evitaba cualquier núcleo habitado. Recordó el hallazgo del cadáver de Marta, en una montaña perdida. De no ser por aquel loco de los pájaros, nadie la habría encontrado jamás, o al menos en muchos meses.

No pudo permitirse el lujo de llorar. Y menos llevando el casco y la visera bajada. Si encima no veía nada, se mataría.

Se aferró al manillar con rabia.

Dos kilómetros después, la camioneta se salió por fin de la carretera y enfiló un camino vecinal de tierra. Julia se detuvo al ver sus luces traseras avanzar en la oscuridad. Había llegado el momento de jugársela y pensar algo rápido. Si la seguía, Lenox lo notaría. Si no lo hacía, la perdería.

Apagó la luz, miró la luna, se encomendó a todos los santos del cielo y se internó por el camino de tierra.

La camioneta rodaba ahora a velocidad mínima, así que no la perdió de vista. Entre observar el suelo, para no meter la rueda en un agujero y caer, y mantener aquel conecto, pasó unos minutos angustiosos. Ni siquiera pudo sa-3er cuántos.

Luego, la camioneta se detuvo.

Julia hizo lo mismo.

La distancia debía de ser de unos veinte o veinticinco metros. Suficiente en todos los sentidos. Se quitó el casco y lo dejó en el suelo. El otro estaba sujeto atrás. No se llevó las llaves, por si acaso, y las dejó insertadas en el contacto. Cuando echó a correr por el camino, lo hizo calculando todas sus posibilidades, y al final, ya cerca de la camioneta, agudizó los sentidos y se movió mucho más despacio.

La camioneta enfocaba con sus luces un puñado de árboles y de maleza abigarrada.

Lenox abría en ese momento la parte de atrás. Agarró una pala y se la colocó entre las piernas. Después sacó el cuerpo de Gil, arrastrándolo hasta el borde, y se lo cargó a la espalda. Cogió la pala con la otra mano y echó a andar.

Gil llevaba una cinta adhesiva muy gruesa en la boca, y las manos y los pies, atados también con ella. Seguía inmóvil.

Julia volvió a seguirlos, ahora a pie.

Más o menos a unos diez metros de la camioneta, Lenox se puso la pala bajo el brazo y extrajo una linterna de su bolsillo. Con ella iluminó la montaña. Por allí no había senda alguna.

Julia empezó a arañarse por todas partes, a cruzar por en medio de hilos invisibles que la hicieron estremecer, sin poder acercarse más a Lenox, pero más y más perdida, con solo el resplandor de la linterna que oscilaba por delante.

Hasta que su perseguido volvió a detenerse.

Entonces le oyó hablar.

– Tranquilo, chico, que esto ya se acaba.

Julia temía hacer ruido, partir una rama a su paso, tropezar y caer. Tuvo cuidado, o suerte, o todo a la vez. Cuando llegó a la escena, se le encogió el corazón. La linterna estaba sujeta entre las dos ramas de un árbol, apuntando al lugar en que se encontraban ellos dos. Gil se movía, con los ojos desorbitados, pataleando sin fortuna, y Lenox le observaba desde arriba. Julia casi gritó al verle vivo.

– ¿Quieres que te mate como a la estúpida aquella, o a ti te entierro vivo, por gilipollas? -dijo Lenox.

La pala.

La pala estaba detrás del matón.

Cuando la cogiera y empezase a cavar, Gil estaría perdido. Y ella.

Nunca lograría hacerle nada, salvo que…

La pala. Su única oportunidad.

Lenox seguía disfrutando con su papel.

– Podrías cavar tú, ¿qué te parece? ¿Sí? Oh, crees que así tendrías una oportunidad, ¿verdad? Lo malo es que yo tengo algo más que tú no tienes, chaval. Tengo una pistola, de esas que hacen «¡pum!». ¿Qué dices?

Julia salió de entre los árboles.

En su mente se desataba una tormenta. Parecía imposible que Lenox no la oyera decirse a sí misma: «No te vuelvas», «Por favor, que no tropiece», «Por favor, que no haya ninguna rama», «Quieto», «Gil, no mires, no hagas nada, ni un gesto»…

Todas aquellas voces. Cinco metros, cuatro, tres…

Lenox le dio unos cachetes a Gil.

– Tenía que haberla enterrado, como a ti, pero ya ves. Tranquilo, te voy a traer a Úrsula para que te haga compañía. Y créeme que lo siento. Es todo un carácter, demasiado para un idiota como tú, chico. Claro que estaréis tan muertos que poco vais a poder hacer.

Dos metros, uno.

Lenox alargó la mano hacia la pala, sin mirar. Gil se agitó un poco más.

Esa fue la clave.

Lenox dejó de buscar la pala. Julia ya estaba casi encima. Se agachó para cogerla.

Cuando sus dedos la asieron, Lenox volvió la cabeza.

Pudo haberse quedado paralizada, llorar, desmayarse, echar a correr. Pero Gil estaba allí, en el suelo, mirándoles a ambos, alucinado y sorprendido, con los ojos fuera de las órbitas.

Y Julia sabía que todo dependía de ella.

Giró la pala, puso todas sus fuerzas en el gesto y la abatió sobre la cara del desconcertado Lenox.

Se escuchó un sonoro «¡clang!» en la noche cuando el hierro impactó contra los huesos. También un gemido ahogado y, en menor medida, un crujido proveniente de esos mismos huesos. Lenox cayó de lado, como un fardo.

Y ya no se movió.

Julia, temblando, todavía con la pala entre las manos, dispuesta a asestar otro golpe, o los que hicieran falta, miró primero al caído, y después a su compañero.

– Gil… -vaciló.

Lenox ya no volvería a ser guapo.

– ¡Mmm…! -se agitó Gil.

Se abalanzó sobre él, y primero le liberó la boca.

– ¡Julia! -fue lo primero que gritó.

– ¡Por Dios, me has dejado sorda! ¡Estoy aquí! -se dio cuenta de su aspecto tumefacto y abrió los ojos-. ¿Qué te han hecho?

– ¡Estoy bien! ¡Desátame, rápido…! Pero ¿cómo…?

– Os he seguido.

– ¿Estás loca?

– ¿Qué querías que hiciera, dejar que te matase?

Con las manos libres, el propio Gil se quitó la cinta adhesiva de los pies. Era hora de salir corriendo.

– ¡Tengo la moto aquí cerca!

– ¡Espera! -la detuvo el muchacho.

– ¡Ni hablar, vamos! -tiró de él.

No podían atar a Lenox. No tenían nada. De cualquier forma, el musculitos parecía tener un sueño bastante profundo. Julia cogió la linterna y abrió la marcha. Las luces de la camioneta guiaron el camino de regreso. No se detuvieron hasta llegar a ella. Gil fue a la parte de atrás y salió con una caja de herramientas. Encontró un destornillador.

– ¿Qué… haces? -balbuceó Julia, que estaba despertando poco a poco de su propio miedo.

– Por si las moscas.

Perforó las cuatro ruedas.

Luego volvieron a correr, hacia la moto. No se pusieron los cascos. Julia arrancó y recorrió el camino de tierra hasta la carretera. Se detuvo al llegar a ella y entonces sí, se abrazaron, él temblando y ella llorando. Hasta que Gil consiguió hablar.