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– Es una red de prostitución infantil -dijo-. Secuestran a chicas que están solas, sin familia y cuya desaparición nadie va a denunciar. Se llevaron a Patri, y Marta sospechó algo con su desaparición, por Úrsula tal vez, que debía de conocer ya a Lenox, o… vete tú a saber. Su propia madre había trabajado en el Aurora, así que de alguna forma pudo enterarse de algo, o hablarle ella de cómo funcionaban allí las cosas. Lo cierto es que investigó y acertó. Quiso salvar a su amiga, solo eso. Llamó a Salvador Ponsá, porque solo podía confiar en él. No lo encontró, quiso hacerlo sola, o no tuvo más remedio porque quizá fueran a llevarse a Patri. La pillaron y la mataron.

– Oh, Gil…

– Julia -la sujetó por los brazos-. ¡También van a matar a Patri, y a otras chicas! ¡Todas las que son menores de edad! ¡Vi un mapa, tienen una red por toda la costa! ¡Hay que hacer algo! ¡Se sienten amenazados!

Julia le miró un segundo, dos. Gil tenía una ceja partida, sangre seca por toda la cara, el ojo ya medio cerrado, el labio roto y una mejilla roja que pronto sería violácea. Fue el despertar final. Levantó el sillín de la moto, cogió su bolso, su móvil, y marcó el número.

Al otro lado, una voz somnolienta protestó:

– ¿Sí?

– ¡Padrino! -se puso a gritar, y a llorar, y a…-. ¡Padrino, ven, pronto, por favor…! ¡Ven!

Capítulo 4

El nicho no tenía nombre.

No era más que una losa de piedra manchada, medio gris, medio negra, todavía con los restos de cemento en sus cuatro lados. El cemento puesto hacía apenas unos días.

Pero al otro lado estaba ella: Marta Jiménez Campos.

No hacía falta más.

Había gente en el cementerio, más de la que esperaban tratándose de un Jueves Santo, primer día de vacaciones de Pascua para miles de personas que no podían haber salido antes de la gran ciudad. Sin embargo, ellos estaban solos en aquella calle.

Gil puso los periódicos en el borde del nicho, en un espacio de unos diez centímetros de ancho en el que quedaron más o menos quietos, aunque alguna hoja era agitada por la suave brisa que jugaba entre las paredes donde vivían el sueño eterno sus moradores. Los titulares eran visibles todavía en sus conciencias.

«Desarticulada red de prostitución infantil», «El grupo secuestraba adolescentes solas, sin familia, a menudo con problemas, para obligarlas a todo», «El asesinato de una menor, clave en la trama», «Dos estudiantes de periodismo destapan uno de los mayores escándalos de prostitución en España», «Heroína infantil muerta por salvar a una amiga», «Catorce menores rescatadas en toda España», «Red de clubes de alterne clausurada por la policía»…

– ¿Cómo es posible algo así? -musitó Julia.

– La pregunta es: ¿cómo puede alguien pagar por una niña?

Ella se estremeció.

Se habían pasado todo el día anterior declarando, contando su historia, identificando a Froilán Palacios, a Lenox, o lo que quedaba de él y su cara, a Patri, a Úrsula… Su padrino no se movió de su lado, pero el que llevó todo el peso de la operación fue el inspector encargado del caso, Germán Rocamora. Se lo dijo él mismo:

– No creáis- que nos estábamos chupando el dedo. Les seguíamos de cerca. Sospechábamos de Palacios y de toda su red. Buscábamos pruebas. Pero, sin duda, vuestra intervención ha acelerado las cosas. Relacionar a Marta con lo otro habría sido difícil. Sois dos locos, aunque…

– ¿Y todo por una desconocida? -les preguntó Pablo Barrios.

– Primero era una delincuente, tú mismo lo dijiste, ¿recuerdas, padrino? «Un buen elemento», «Un angelito»… Y resultó ser todo lo contrario. Eso fue lo que nos impulsó a investigar. Lo que nos atrapó. Fue como entrar en una espiral. Era lo que nos dijeron algunas personas: una tía legal. Era generosa, nada egoísta, una amiga capaz de luchar por otra, justo cuando ella misma estaba logrando tener su gran oportunidad. Alguien a quien la sociedad puso en un lugar y ya no quiso apartarla de él, por más que Marta lo intentó.

– Pero casi os matan.

– Casi.

Julia tenía los ojos muy fijos en la lápida. Las voces resonaban en el interior de su cabeza, pero nada en ella se movía, solo los párpados, de vez en cuando, abriéndose y cerrándose por encima de esos ojos aún castigados. Podía verla. Sentirla. Allí, al otro lado.

Tan hermosa, tan joven, tan especial.

– Julia -susurró Gil.

– Me siento… extraña -confesó.

– Yo también.

Le miró. No tenía buen aspecto, con el ojo cerrado, los apósitos en la ceja y la comisura de la boca, el tono ya violáceo de su mejilla.

– Ni siquiera sé cómo vamos a escribirlo, porque tenemos que escribirlo antes del martes, claro. Ahora más que nunca.

– Estamos juntos. No tenemos más que… contarlo -sugirió él.

– No es tan fácil.

– Pero de lo que se trata, siempre, es de decir la verdad, tal como la hemos visto y la hemos vivido. No hace falta ser retóricos, ni demagógicos, ni buscar la forma de lucirnos o… Solo tenemos que ser honestos.

– La conocimos. No podemos ser honestos, ni objetivos.

– Entonces hablemos de una amiga.

Una amiga. Una superviviente de la calle. Alguien que había luchado sola y había muerto sola, creyendo en un mundo mejor. Quince años de dureza y un solo instante de luz.

En alguna parte debía de existir algo más que la palabra «justicia».

– ¿Recuerdas a la señora Álvarez?

– Sí.

– Nos dijo…

– No ha tenido tiempo de soñar.

– Vamos a llamarlo así, ¿te parece?: «Sin tiempo para soñar».

– Bien.

El gesto partió de ambos, el roce fue común. Sus manos se encontraron con fuerza, entrelazando sus dedos. Esta vez no fue un apoyo, ni compartir un sentimiento de piedad o de abatimiento.

Fue algo más.

Fue el comienzo de algo que aún no se atrevían a calificar.

Siguieron frente a la tumba de Marta unos minutos más, en silencio, sin soltarse.

Hasta que Julia dio un paso, depositó en el alféizar del nicho, al lado de los periódicos, una hoja de papel doblada que extrajo del bolsillo de su cazadora, y regresó junto a Gil.

– Adiós, Marta -se despidió.

– Suerte -le deseó él.

Los dos empezaron a andar, despacio.

A su espalda, la brisa agitó la hoja de papel, levantando la parte superior lo suficiente para que se vieran las breves estrofas de aquel poema extraído del cuaderno de quien descansaba para siempre al otro lado.

Tengo un todavía, tengo mil todavías. Me estallan fuera, me arden dentro.
Todavía abrigo esperanzas a gritos. Cobijos quietos de mi garganta.
Todavía espero futuros plenos, que de mi paz fluyan hacia la luna.
Todavía quiero vivir en el cielo, de espaldas al suelo, cantando susurros.
Todavía anhelo los dulces murmullos, que de tu boca mojen mi cuerpo herido.
Todavía persigo ese amanecer tuyo, crepúsculo rojo quebrado y loco.
Todavía consigo abrir la mirada, ver la distancia, romper cada noche.
Todavía canto canciones de amor, que olvido al momento para seguir siendo yo.
Todavía escribo poemas sin rima, cuchillos sin filo retando al destino.