– Sí, decidido: esa es la noticia.
– ¿Has visto los demás periódicos?
– Sí.
– No hay mucho por dónde empezar. No sabemos ni el nombre de ella ni dónde vivía; solo sus iniciales. En uno de los diarios ni siquiera le dan cinco líneas a la noticia. Parece poco.
– ¿Qué sugieres?
– Buscar los periódicos de ayer, que fue cuando salió la noticia del hallazgo del cadáver, para ampliar la información. Un vecino mío los guarda siempre. Iré a verle ahora.
– Esa será tu misión -aceptó ella, risueña-. Yo iré a ver a mi padrino.
– ¿Quién es?
– Pablo Barrios. Está en la Jefatura Central de Policía -le guiñó un ojo-. Él me dirá el nombre y las señas, amén de otros detalles.
– ¡Sopla! -se quedó boquiabierto.
– ¿A que no te lo esperabas? Tengo golpes secretos.
– Eso es genial -se animó Gil-. ¿Cuándo empezamos?
– Lo de los periódicos de ayer y lo de mi padrino, hoy mismo. Lo otro, mañana -Julia hizo un gesto de fastidio-. Mis padres se van fuera el martes o el miércoles, y hoy toca comida familiar en casa de mis tíos.
– De acuerdo.
– ¿No estás nervioso?
– No.
– Yo estoy excitada. Me siento…
– Entonces, lo mejor sería que nos lo tomemos con calma -dijo él-, o perderemos la perspectiva por exceso de ganas.
– ¿Y qué propones, que me tome una tila?
– De momento, que nos tomemos ese chocolate que viene por ahí -señaló Gil.
La camarera apareció ante la mesa con las dos tazas y los dos cruasanes, les sonrió a ambos y desapareció dejándolos de nuevo solos.
Capítulo 5
Julia vio cómo la moto se alejaba calle abajo. Levantó la mano para despedirse y, todavía con la sonrisa colgada de los labios, llamó al timbre exterior de la vivienda de su padrino. Sabía que estaba en casa porque previamente le había telefoneado para no hacer el trayecto en balde. La esperaban.
– ¿Julia?
– Sí.
El zumbido liberó el cierre de la puerta. La empujó, llegó al ascensor y subió al ático. Cuando abandonó el camarín se encontró con su tía Cinta. No es que hubiera el menor parentesco, pero nunca le gustó llamarla madrina. Su padrino era él, Pablo Barrios, uno de los mejores amigos de sus padres, sobre todo en los años en que unos y otros vivían peligrosamente sus respectivas profesiones. De hecho, como policía, su padrino andaba ya medio jubilado. En el trabajo no podían pasar sin él porque tenía una memoria enciclopédica y una experiencia envidiable, así que no era cuestión de desaprovecharlas.
– ¡Hola, cariño! -la abrazó la mujer.
– ¿Qué tal, tía Cinta?
– Hija, nos has dejado sorprendidísimos con tu llamada.
– Ah, para que veas.
Entraron en el piso, y la esposa de su padrino cerró la puerta.
– ¿Te quedarás a comer?
– No puedo, lo siento -lo lamentó ella-. Papá y mamá se van de vacaciones a media semana y hoy toca comida familiar.
– Ya me gustaría a mí irme de vacaciones -refunfuñó tía Cinta-. Y tú, ¿vas a quedarte toda la Semana Santa sola?
– Tengo trabajo.
Su padrino estaba en el estudio, dedicado a su pasión dominicaclass="underline" los sellos. Tenía abiertos una docena de álbumes con las estampillas insertadas en sus huecos, un par de catálogos, más de cincuenta sellos repartidos por encima de la mesa y, además, la pantalla del ordenador mostraba que estaba conectado a Internet. Levantó la cabeza y, al verla, su rostro se iluminó con una gran sonrisa.
– ¡Hola, cielo!
– ¡Hola! -lo abrazó Julia.
Besó al hombre y, mientras él cortaba la conexión a Internet, se llevó una mano a la nariz y fingió que iba a estornudar sobre los sellos. Pablo Barrios se puso pálido y se apresuró a taparlos. Julia se echó a reír.
– ¡No seas mala! -protestó su padrino-. ¡Anda, salgamos de aquí, que me das un miedo…!
De niña le había cogido varios sellos para jugar a los carteros. Los pegó en sobres usados y tuvieron que ponerlos todos al baño María para recuperarlos. Menos mal que no eran excesivamente valiosos. Siempre se lo recordaban.
Se sentaron en la sala, y Julia se dispuso a contarles el motivo de su visita dominical.
– ¿Quieres comer algo, cariño? -se adelantó tía Cinta.
– Me acabo de tomar dos chocolates, gracias -se llevó una mano al estómago para mostrar que estaba llena, y por fin se enfrentó a su padrino-: Estoy siguiendo una noticia del periódico, para un trabajo de la facultad -le informó-. He pensado que tú podrías ayudarme.
– ¿Qué noticia?
– La de la chica que encontraron asesinada, desnuda.
– Sí, lo leí ayer.
– Hoy dicen que ya la han identificado.
– Todavía no he visto…
Julia le tendió el ejemplar del periódico que llevaba encima, doblado por la página de sucesos en la que se hablaba del caso. Pablo Barrios se puso las gafas que llevaba colgando del cuello y pasó los siguientes dos minutos leyendo. Cuando volvió a alzar la vista, dijo:
– Es un caso de asesinato.
– Ya.
– ¿Qué quieres hacer con ello?
– Ya te lo he dicho: un trabajo para la facultad. Nos han pedido que seleccionemos una noticia de hoy y que la ampliemos.
– ¿Solo es eso?
– Pues claro -Julia mostró extrañeza-. ¿Qué iba a ser?
– Eres bastante aficionada a meterte en líos… -dejó caer el hombre.
– ¡Padrino!
No fue una exclamación de enfado, sino de pesar. Puso aquella carita de niña mala que tanto lograba conmover.
– Sea como sea, no sé nada -le devolvió el periódico.
– ¿Nada?
– Hija, ¿te crees que estoy al tanto de todos los delitos de la ciudad?
– Pero puedes averiguarlo, ¿no?
– ¿Para cuándo?
– ¿Para ayer? -arrugó la cara, dando sensación de pena.
– Pareces el jefe -rezongó su padrino-. También lo quiere todo para ayer.
– Es el signo de los tiempos.
– ¡Qué sabrás tú de eso! -se burló él.
Alargó la mano derecha y atrapó el teléfono. Descolgó el auricular y marcó un número de memoria. Mientras esperaba, volvió a dirigirse a ella:
– Y no saques mi nombre en tu trabajo, por si las moscas. Solo faltaría que fuera una tesis o algo así y lo publicases.
– Tranquilo.
– ¡Oh, sí, tranquilo! -al otro lado, alguien se puso al habla, y él cambió el tono para decir-: ¿Germán? Soy yo, Pablo -hubo una primera pausa, breve-. Nada, que me he dicho: ¿a quién puedo molestar un domingo a mediodía? -la segunda pausa hizo que se riera-. Oye, sí, mira, es una consulta. ¿Sabes algo del caso de esa chica que encontraron asesinada? -otra pausa aún más corta-. La que estaba desnuda, sí -miró a Julia y exclamó-: Ah, ¿que lo lleva tu gente?
Ella fingió la mayor de las correcciones, como si acabase de decirle que se había comprado un traje.
– Solo curiosidad -seguía hablando Pablo Barrios-. Claro, claro. Puede que acabe escribiendo un libro… -las pausas se sucedían-. Tomo nota, sí -le hizo un gesto con la mano derecha a su mujer y ella se levantó, aunque no fue muy lejos. Había un bloc y un bolígrafo al otro lado del teléfono. Se lo pasó todo a él-. Dime.
Empezó a escribir con rapidez, concentrado. De vez en cuando murmuraba algo.
– Sí… ¿Cómo? Menudo angelito… ¿En serio…? ¡Qué barbaridad…! ¿Por fax? No, dame solo lo más jugoso, el nombre, dónde vivía… Aja… Bien…
– Pregúntale si la violaron -cuchicheó Julia.
Pablo Barrios apenas si tuvo tiempo de tapar el auricular con la mano. Le lanzó una mirada de reconvención.
– Una verdadera princesa, sí… Robo, drogas, una denuncia por agresión con arma blanca, internada en el tutelar de menores… -de nuevo miró a su ahijada-. ¿Se sabe si la violaron? -otra breve pausa-. No hay indicios. Bien.