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Continuó escribiendo casi un minuto más. Luego dejó el bolígrafo e inició la retirada.

– De acuerdo, sí… Claro… Nada, hombre. Y perdona, ¿eh? ¿Por Semana Santa? No, ni hablar. Que se vayan todos los demás. Vale, un abrazo.

Colgó el auricular.

Julia miró la hoja de papel, emocionada.

– Caray, padrino -suspiró-. Eres genial.

– Ya lo sé -admitió él.

Ella alargó la mano para coger aquel tesoro. Pero Pablo Barrios puso la suya encima.

– Prométeme que es solo un trabajo de la facultad.

– Padrino, que sí -abrió los ojos, extrañada.

– Prométemelo.

– Te lo prometo.

– Esto es información policial, ¿sabes?

– Sí.

– ¿Qué habrías hecho de no darte yo estos detalles?

– Pues habría ido mañana al periódico para hablar con los que han publicado la noticia. Siendo hija de quien soy…

El hombre miró a su mujer.

– A eso lo llamo yo tener recursos -sonrió, cansino-. Y pensar que, cuando yo tenía su edad, aún investigábamos con lupa, como Sherlock Holmes…

Tía Cinta había estado callada todo el rato.

– Anda, dale todo eso -dijo-. ¿Es que no la conoces?

– Demasiado -le tendió la hoja de papel-. ¿Entiendes mi letra?

– Sí.

– ¿Has leído o has visto El informe Pelícano?

– No.

– En la película, Julia Roberts hace un trabajo periodístico, descubre un pastel gordo y se le lanzan encima todos los malos, a cañonazos. Denzel Washington le echa una mano.

– Yo también tengo a mi Denzel Washington -contestó ella-. Se llama Gil Parada y es mi compañero en este trabajo. Pero yo no soy Julia Roberts, descuida.

– Lo único que cambia es el apellido, cariño -manifestó su padrino poniéndose en pie-. Por lo demás…, sois un calco.

Capítulo 6

El señor Ismael, su vecino del primero, era un tipo de lo más afable. Sesentón, viudo, tranquilo, le había cogido cariño por aquello de estar solo en la gran ciudad y ser de pueblo. Y por más que Gil le decía que no era de pueblo, sino de Vic, y que se trataba de una ciudad solo un poco más pequeña que Barcelona, el hombre se echaba a reír y le insistía en que Barcelona era un monstruo, como todas las capitales de más de un millón de almas.

– ¿Qué hay, hijo? -le hizo entrar con toda naturalidad, dispuesto a pasar un buen rato hablando.

– Tengo un poco de prisa -le detuvo Gil-. Necesito solo los periódicos de las últimas dos semanas.

– ¡Menos mal que no tiro nada!

Y era cierto. Amontonaba los periódicos en dos pilas, y únicamente cuando alcanzaban metro y medio de altura, bajaba los de la primera al contenedor de cartón y papel. Él lo llamaba deformación profesional. Su pasión, desde siempre, eran los crucigramas y las críticas de cine. Completaba los primeros con virtuosa paciencia de santo, y archivaba las críticas con anotaciones después de ver cada película, una vez en el cine, adonde iba casi cada noche, y otra en el vídeo de casa, en caso de que le hubiera gustado mucho y quisiera una segunda revisión. Su casa estaba llena de pósters de películas famosas y de fotografías de actrices, sobre todo de los años cuarenta y cincuenta.

– Se los devolveré, no se preocupe -le tranquilizó Gil.

– Ya he cortado las críticas y he hecho los crucigramas, tranquilo.

– Bueno, por si acaso.

– ¿Y para qué los quieres?

– Un trabajo de la facultad.

– Ah, te envidio -le palmeó la espalda-. Me habría gustado ser periodista. Debe de ser apasionante.

– El que hace las necrológicas también es periodista, y no creo que tenga nada de apasionante.

– Las lee mucha gente, así que…, quién sabe.

Tenía sus teorías y a veces merecía la pena escucharle. Pero no en esa ocasión.

– Gracias, señor Ismael.

– ¿No te vas a casa por Semana Santa?

– Tengo trabajo aquí, de momento.

– Vente una noche a cenar, aunque me imagino que tendrás planes mejores.

– Gracias, de verdad. Ya sabe que me encanta charlar con usted -se despidió.

Regresó a su estudio y empezó a buscar la primera noticia, la que hacía referencia al hallazgo del cuerpo de la chica. La encontró en el periódico del día anterior, en las páginas de sucesos, resumida en catorce líneas. Un excursionista que observaba pájaros con sus prismáticos había localizado el cadáver en un lugar bastante inaccesible. Pura casualidad. La muchacha llevaba muy pocos días muerta, tal vez estrangulada en el mismo momento de su desaparición. Volvió a leer la noticia del periódico del domingo, que complementaba la anterior con la identificación policial. El círculo rojo que la enmarcaba ya empezaba a tener otro significado.

Todavía no estaban metidos de lleno en el trabajo, y ya podía entenderlo.

Porque por primera vez, Gil se dio cuenta de que no era «una noticia», sino de que se trataba de una persona, un ser humano como Julia y como él, una chica asesinada, una adolescente con sus sueños arrebatados, tuviera el pasado que tuviera; alguien con una vida propia, un alma, un futuro.

Eso lo aturdió.

Fue un pequeño golpe, un choque. Tardó uno o dos minutos en recuperarse. De pronto era como si todo adquiriese una nueva consistencia, y se sintió incluso avergonzado de la frivolidad con la que Julia y él habían enfocado el tema en la cafetería, al escoger aquella noticia y no cualquiera de las otras.

Y no era un juego.

Un trabajo para la facultad sí, pero no un juego.

Deberían tener muy en cuenta eso para empezar.

Hojeó los periódicos uno a uno, hasta llegar al que tenía la fecha más alejada. Nada. Tal como se decía, la desaparición de la muchacha no había sido denunciada. Regresó a los dos esenciales, el del día anterior y el de ese domingo, y recortó las páginas. Las iniciales de la menor eran M. J. C.

Pensó en ellas.

Entonces sonó el móvil.

Tuvo un sobresalto. Cuando abrió la línea, ya sabía que era Julia.

– Hola -escuchó su voz.

– ¿Qué tal te ha ido?

– De primera -se la notaba satisfecha-. Marta Jiménez Campos. Quince años cumplidos hace tres semanas. Su madre se llamaba Eulalia. Muerta. Ella vivía con una abuela. No hay indicios del padre. Hija única, y con un historial de aquí te espero que incluye detenciones por robo, consumo y tráfico de drogas. Un angelito.

– Julia.

– ¿Qué?

– Hace un momento… -sus palabras vacilaron sin saber cómo explicárselo-. No sé, tuve… un sobresalto.

– ¿Por qué?

– Porque, desde este mismo instante, ya no es una noticia, ¿comprendes? Si vamos a investigar su historia y a meternos en su mundo, debemos entender que se trata de algo más, de alguien que, para bien o para mal, estaba vivo hace unos días, y tenía unos sentimientos, un corazón, unas ideas.

Del otro lado de la línea le llegó un grave silencio.

– ¿Julia?

– Sí, sí, perdona.

– Me gustaría explicártelo mejor, pero no sé cómo hacerlo.

– ¿Sabes una cosa? -la voz de su compañera estaba ahora revestida de nuevas cadencias-. Hace un minuto, por la calle, mientras iba hacia casa, estaba pensando algo parecido. Es… extraño que tú hayas pensado y sentido lo mismo. Tenía su nombre en el bolsillo, sus señas. Es como…, como si de repente…

– A ti también te cuesta explicarlo, ¿verdad?

– ¿No dicen que implicarnos emocionalmente en el trabajo, el reportaje o la noticia es malo?

– No siempre. Un periodista sin corazón no es nada.

– Gil.

– ¿Sí?

– ¿Qué crees que nos encontraremos?

– Una historia triste, te lo aseguro.

– Aún estamos a tiempo, podemos cambiar de noticia. La de los dos ancianos del asilo sigue siendo la más tranquila.