– El bar. Ya se lo he dicho, ella es la hija del Bartolo, el dueño.
– ¿Cómo se llama? La chica, quiero decir -puntualizó Gil.
– Úrsula.
– ¿Y ese local?
– Saliendo a la izquierda, todo recto, dos calles más arriba. Hace esquina.
– ¿Algún novio?
– Eso ya no lo sé. Yo solo la veía entrar y salir, y nunca llevó a nadie a su casa -señaló el piso de enfrente-, salvo a Úrsula. Las peleas con su abuela no eran precisamente por chicos.
– ¿Se peleaban mucho?
– A ver -movió la cabeza-. No traía más que problemas. Se pasaba días sin aparecer. Una vez estuvo fuera dos semanas. La señora Carmela ya no sabía qué hacer.
– ¿Por eso no denunció su desaparición a la policía?
– Pues claro, ¡como si hubiera sido la primera vez! No la habrían hecho caso. Pensó que ya volvería, como otras veces.
– ¿Era una chica agresiva?
La vecina miró a Julia.
– No, eso no, ¿por qué?
– Tal como la describe usted…
– He dicho que era mala, por conflictiva, porque siempre se metía en problemas; pero, según su abuela, era un trozo de pan, una buena nieta, y muy cariñosa.
– ¿Y según usted?
– A mí nunca me hizo nada. Incluso era educada. Buenos días por aquí, buenas noches por allá…
– Es una contradicción, ¿no?
– ¿A mí qué me cuentan? No era mi nieta, ni mi problema. Salgan por este barrio y verán. Aquí, todas son iguales, y ellos… -puso cara de rendición-. ¿Qué puede esperarse, tal como están las cosas?
– ¿Marta vivía ya aquí cuando la detuvieron…?
Desde el fondo del piso les alcanzó el llanto de un niño. Gil se quedó a media pregunta. El grito de la mujer debió de retumbar por todo el edificio:
– ¡Carmen, mecagüen tu madre que soy yo! ¿Qué has hecho ahora, maldita sea? ¡Te voy a pegar!, ¿eh?
El interrogatorio podía darse por terminado.
– Gracias, señora -se despidió Julia.
– ¿Volverán?
– Para ver a la señora Carmela, sí.
El llanto del interior del piso arreció y se acompañó esta vez por algún estropicio rabioso y desesperado. Ya no hubo más. Toque de queda. La puerta se cerró de golpe y, mientras bajaban las escaleras, escucharon la trifulca con toda su intensidad, incluidas dos secas bofetadas que hicieron que la niña aumentara todavía más las revoluciones de sus gritos, rivalizando con la regañina de su madre.
En la calle, hasta el sol, que anunciaba la primavera, tenía sombras amarillas en su destello mortecino.
Capítulo 2
El bar Bartolo era un antro absolutamente integrado en el perfil del barrio, a un paso de la montaña, alejado de un mundo que no por cercano parecía más civilizado. Muy al contrario, era como si ese mundo les diera la espalda a sabiendas, buscando el olvido y la ignorancia. Ello no impedía que, en la misma calle, hubiera un par de coches considerados caros para aquel ambiente.
El local era angosto, pequeño, y estaba densamente cargado de humo, atiborrado de mesas y sillas, con las tapas sobre el mostrador, frente a los cigarrillos de los que fumaban, que eran casi todos; las estanterías, llenas de botellas de cualquier tipo de bebidas alcohólicas; una cafetera decimonónica, una plancha grasienta en la que debía de cocinarse cuanto allí fuera cocinable, y poco más. Las paredes, amarillentas y pringosas a primera vista, estaban cubiertas con motivos futbolísticos, cuadros, banderas, pósters, retratos, pero no de los habituales, del Barca o del Madrid, del Sevilla o del Betis, del Athletic o de cualquiera de los considerados mucho más masivos. Allí eran de la UD Salamanca. En un hueco imposible, justo en la entrada, había una máquina expendedora de tabaco, y al otro lado, con más espacio, una tragaperras apenas visible por la cantidad de personal atrapado en sus inmediaciones. Alguien echaba monedas y los demás miraban. La cantinela característica de sus combinaciones danzantes era tan monótona como odiosa.
Lo primero que destacaba de ese ambiente y de su decoración era que allí solo había hombres y que, pese a la hora matutina, estaba lleno.
– Mucho paro -susurró Gil.
– Y ellas, haciendo labores de hogar -se sintió súbitamente furiosa Julia.
– Con suerte -agregó él.
No siguieron murmurando. Su presencia podía ser tan insólita como cuando en las películas del Oeste aparecía el clásico forastero en la cantina del pueblo. Allí no había sheriff, pero sí miradas que los siluetearon de arriba abajo, en especial a ella, aunque vestía con la mayor de las discreciones. Luego, cada cual volvió a lo que estuviera haciendo antes de su llegada: beber, fumar, hablar, jugar al dominó o a las cartas -en las mesas, o limitarse a mirar su distancia más inmediata, casi siempre interior.
Y había muchos ojos perdidos.
– Allá vamos -dijo Gil.
Buscaron un hueco en la barra y lo encontraron al fondo, junto a la puerta de los servicios. Bastaba con verla para no atreverse a entrar. Otra puerta comunicaba con la cocina. Viendo la comida y las condiciones higiénicas, se preguntaron en qué andaría trabajando la Conselleria de Sanitat. El único camarero era un hombre de unos cuarenta y algunos años, cabello revuelto y nariz de patata, picada de viruela. Se acercó a ellos después de discutir con uno de sus parroquianos sobre las posibilidades de que le tocara la primitiva.
– ¿Qué van a tomar? -les preguntó.
Gil iba a pedir dos refrescos, para no precipitarse, pero, por lo visto, Julia tenía ganas de marcharse de allí cuanto antes, así que, sin darle tiempo a decir nada, preguntó:
– ¿Está Úrsula?
El hombre frunció el ceño. Con eso, su cara adquirió un aspecto de lo más feroz.
– ¿Qué ha hecho?
– Nada, solo queríamos hablar con ella -quiso tranquilizarlo Julia.
Demasiado tarde.
– ¿De qué?
– Bueno… -vaciló la muchacha.
– De Marta Jiménez -fue directo Gil.
– ¿Sois de la policía? -lo dijo como si dudara, a causa de su juventud.
– No, periodistas.
– ¿Vais a pagarle algo?
– No, tan solo…
– Largaos -se echó hacia atrás y se cruzó de brazos.
– Oiga, lo único que…
– Lo único que vais a conseguir es nada, ¿de acuerdo? -le cortó en seco-. Ahora salid por donde habéis entrado y adiós.
– Sí, dejadla en paz -masculló el hombre que estaba sentado más cerca de ellos, en la barra.
– Usted no puede…
Fue la última insistencia. Gil tiró del brazo de Julia, cortándola casi al mismo tiempo que lo hacía la reacción del hombre:
– ¿Queréis daros el piro de una vez, so mierdas? ¡Andando! ¡Ya!
Sus gritos hicieron que todo el personal del bar callara de golpe y le mirara. El único sonido que permaneció en el aire fue el de la máquina tragaperras, con su cantinela estúpida. Solo le faltaba una letra en la que se mofara de los ludópatas que vertían monedas en su ciega ranura con la esperanza imposible de vencerla, porque ella, a la larga, siempre ganaba.
El ambiente era todo menos favorable.
Y, además, no eran periodistas de verdad. Solo aprendices.
La salida fue un poco vergonzante, al pasar entre las miradas y los rostros de indiferencia, entre algún resentimiento y entre el humo que, de pronto, parecía haberse espesado más. Julia volvió a sentir varios ojos hundidos en su cuerpo juvenil.
La libertad que les dio el mundo al otro lado de la puerta del bar fue reconfortante, aunque la imagen de aquel barrio extremo, duro y singular tuviera poco de ello.
– Ven -dijo Gil.
Fue el primero en caminar de nuevo por la calle perpendicular. El bar Bartolo hacía esquina con ella, así que lo dejaron atrás a los pocos pasos. Gil miraba el muro de ladrillos medio roto de ese lado.