Ham se sentó en la cama y empezó a examinarla suavemente. Le hizo más o menos las mismas preguntas que Brady. A medida que ella iba respondiendo, la expresión de su rostro se iba haciendo cada vez más severa.
– ¿Qué está haciendo una chica tan joven como tú con una úlcera? -le preguntó por fin.
– Yo no tengo úlcera.
– Pues dos médicos te están diciendo todo lo contrario. Creo que tu diagnóstico es acertado, Brady.
– Los dos os equivocáis -insistió ella. Trató de ponerse de pie, pero Ham se lo impidió. Con suavidad, la hizo recostarse contra la almohada.
– Por supuesto, confirmaremos este diagnóstico con radiografías y pruebas -dijo Ham.
– No pienso ir al hospital -afirmó ella-. Las úlceras las tienen los corredores de bolsa de Wall Street y los presidentes de empresas. Yo no me preocupo compulsivamente ni siento que la tensión rige mi vida.
– Yo te diré lo que eres -dijo Brady-. Eres una mujer que no se ha preocupado de cuidarse y que es demasiado testaruda para admitirlo. Te aseguro que vas a ir al hospital aunque tenga que llevarte atada.
– Tranquilo, doctor Tucker -le recomendó su padre-. Van, ¿has vomitado o has escupido sangre?
– No, claro que no. Sólo es un poco de estrés y puede que un exceso de trabajo…
– Y una úlcera -le aseguró él con firmeza-, pero creo que se podrá tratar con medicación si insistes en no ir al hospital.
– Claro que insisto. Además, no creo que necesite medicación ni dos médicos encima de mí.
– Pues es la medicación o el hospital, señorita -comentó Ham-. Acuérdate que he sido yo el que te ha tratado de casi todas tus enfermedades, hasta de la erupción que te produjeron los pañales. Creo que la medicación podría ayudarla -le dijo a Brady-, mientras se mantenga alejada de comidas picantes y el alcohol mientras dure el tratamiento.
– Yo preferiría que se hiciera las pruebas.
– Y yo también -afirmó Ham-, pero, a menos que la sedemos con morfina y la llevemos a rastras, creo que nos será más fácil tratarla de este modo.
– Déjame pensar en lo de la morfina -gruñó Brady, lo que hizo que su padre soltara una carcajada.
– Te voy a extender una receta -le informó Ham a Vanessa-.Ve por ella esta misma noche. Tienes veinte minutos antes de que cierre la farmacia de Boonsboro.
– No estoy enferma -insistió ella.
– Mira, hazlo por tu futuro padrastro -replicó Ham-. Brady, tengo mi maletín abajo. ¿Por qué no vienes conmigo?
En el exterior de la habitación, Ham agarró a su hijo por el brazo y lo llevó hasta la escalera.
– Si la medicación no soluciona el problema en tres o cuatro días, la presionaremos para que vaya a hacerse esas pruebas. Mientras tanto, creo que cuanto menos nerviosa la pongamos, mejor.
– Quiero saber lo que ha provocado esa úlcera -dijo él, con furia.
– Yo también. Estoy seguro de que ella hablará contigo, pero no le metas demasiada prisa. En ese aspecto, se parece mucho a su madre. Si te acercas demasiado, se cierra en banda. ¿Estás enamorado de ella? -le preguntó a su hijo.
– No lo sé, pero esta vez no voy a permitir que se marche hasta que no lo haya averiguado.
– Sólo espero que recuerdes que cuando un hombre se aferra con demasiada fuerza a algo, esto termina escapándosele entre los dedos -afirmó. Entonces, apretó con fuerza el hombro de su hijo-.Voy a extender esa receta.
Cuando Brady regresó al dormitorio, Vanessa estaba sentada en el borde de la cama, avergonzada, humillada y furiosa.
– Venga -dijo él-. Podemos llegar a la farmacia antes de que cierre.
– No quiero tus malditas pastillas.
– ¿Quieres que te saque de aquí en brazos o prefieres ir andando? -le preguntó él, muy tranquilo.
– Iré andando, muchas gracias -contestó ella, tras una pequeña pausa.
– Muy bien. Bajaremos por las escaleras de atrás.
Vanessa no quería agradecerle que le librara de las explicaciones y de la compasión de los demás. Empezó a andar con la barbilla muy alta y los hombros cuadrados. Brady tampoco dijo nada hasta que no cerró de un fuerte golpe la puerta del coche.
– Alguien debería hacerte entrar en razón.
– Déjame en paz, Brady.
Brady no contestó. Se dirigió en silencio hacia la carretera principal. Cuando metió la quinta marcha del coche, se sintió más tranquilo.
– ¿Sigues sintiendo dolor?
– No.
– No me mientas, Van. Si no puedes pensar en mí como amigo, piensa en mí como médico.
– Todavía no he visto tú título.
– Te prometo que te lo mostraré mañana mismo -replicó él. Aminoró la marcha cuando llegaron al pueblo de al lado. No volvió a hablar hasta que no llegaron a la farmacia-.Tú puedes esperar en el coche. No tardaré mucho.
Vanessa permaneció sentada en el coche mientras Brady se dirigía hacia la farmacia. Una úlcera. No era posible. No era una persona adicta a su trabajo, ni tenía miles de preocupaciones. Sin embargo, al tiempo que lo negaba, el dolor la corroía por dentro, como si estuviera burlándose de ella.
Sólo deseaba marcharse a casa y poder tumbarse, descansar hasta que el sueño la hiciera olvidarse del dolor. Todo habría desaparecido al día siguiente… ¿Acaso no llevaba meses y meses diciéndose lo mismo?
Cuando Brady regresó, le colocó la pequeña bolsa blanca sobre el regazo y arrancó el coche. No pronunció palabra alguna, lo que permitió que Vanessa se recostara en el asiento y cerrara los ojos.
Aquel silencio le dio tiempo a Brady para pensar. No servía de nada recriminarle su actitud a voces ni enfadarse con ella por estar enferma. Sin embargo, le dolía y le molestaba que ella no confiara lo suficiente en él cuando le decía que estaba enferma y que necesitaba ayuda. Él le iba a proporcionar esa ayuda, tanto si la quería como si no. Como médico, haría lo mismo por cualquiera. ¿Cuánto más estaba dispuesto a hacer por la única mujer que había amado en toda su vida?
«Había amado», se recordó. En este caso, el tiempo verbal pasado era vital. Como una vez la había amado con toda la pasión y la pureza de la juventud, no permitiría que ella pasara por aquella enfermedad sola.
Aparcó delante de su casa y salió del coche para abrirle la puerta. Vanessa salió y comenzó el discurso que tan cuidadosamente había planeado durante el trayecto.
– Siento haberme comportado como una niña y haber sido tan desagradecida. Sé que tu padre y tú sólo queréis ayudarme. Tomaré esta medicación.
– Eso espero -replicó él. Entonces, la agarró del brazo.
– No tienes que entrar.
– Voy a hacerlo. Pienso ver cómo te tomas la primera dosis y luego te voy a meter en la cama.
– Brady, no soy ninguna inválida.
– Ya lo sé y, si depende de mí, no lo serás nunca.
Brady abrió la puerta de la casa, que nunca estaba cerrada con llave, y la llevó directamente arriba. Allí, le llenó un vaso de agua en el cuarto de baño y se lo dio a Vanessa. A continuación, abrió el frasco de las pastillas y sacó una.
– Traga.
Vanessa tardó un momento en abrir la boca. Después, obedeció.
– ¿Vas a cobrarme la visita como médico?
– La primera es gratuita, por los viejos tiempos -contestó, mientras la hacía entrar en su dormitorio-. Ahora, desnúdate.
– ¿No se supone que debes llevar una bata blanca o un estetoscopio al cuello cuando dices eso?
Brady no se molestó en responder. Abrió un cajón de la cómoda y estuvo rebuscando en su interior hasta que encontró un camisón. Después de tirarlo sobre la cama, hizo que Vanessa se diera la vuelta y empezó a bajarle la cremallera.
– Te aseguro que, cuando te desnude por razones personales, lo sabrás perfectamente.
– No me vengas con ésas -replicó ella. Atónita, se agarro el vestido antes de que éste le bajara más allá de la cintura.