– Puedo controlar perfectamente mi apetito animal pensando en tu estómago -le aseguró Brady mientras e metía el camisón por la cabeza.
– Eso es asqueroso
– Efectivamente -afirmó él. Le bajó el vestido a tirones. El camisón ocupó rápidamente su lugar-. ¿Medias?
Sin saber si debía sentirse furiosa o avergonzada, Vanessa se quitó las medias. Brady apretó los dientes. Ni siquiera montones de horas de clase de anatomía podrían haberlo preparado para ver cómo Vanessa se quitaba lentamente las delicadas medias. Se recordó que era médico. Trató de recitar la primera línea del juramento hipocrático.
– Ahora, métete en la cama -le ordenó. Apartó el edredón y luego la tapó suavemente cuando ella se metió. De repente, le volvió a parecer que Vanessa tenía dieciséis años. Se aferró a su profesionalidad y dejó el frasco de pastillas sobre la mesa de noche.
– Quiero que sigas las indicaciones.
– Sé leer.
– No bebas alcohol -dijo Brady. No hacía más que repetirse que él era médico y que Vanessa era su paciente-. Ya no se utilizan las dietas blandas, sino más bien el sentido común. No tomes comidas picantes. Vas a notar alivio muy rápidamente. Seguramente, ni siquiera te acordarás que tienes una úlcera dentro de varios días.
– Ni siquiera la tengo ahora.
– Vanessa, venga… -susurró él. Entonces, le apartó suavemente el cabello del rostro-. ¿Necesitas algo más?
– No -contestó ella. Antes de que Brady pudiera apartar la mano, se la agarró-. ¿Puedes…? ¿Tienes que marcharte?
– Durante un rato, no -respondió. Le besó suavemente los dedos.
– Cuando éramos adolescentes, no podía dejar que subieras aquí -comentó ella.
– No. ¿Te acuerdas de la noche que entré por la ventana?
– Nos sentamos en el suelo y estuvimos hablando hasta las cuatro de la mañana. Si mi padre lo hubiera sabido, te habría…
– Ahora no es momento de preocuparse de eso.
– No se trata de preocuparse, sino de preguntarse. Yo te amaba, Brady. Todo era inocente y dulce. ¿Por qué tuvo que estropearlo todo?
– El destino te guardaba grandes cosas, Van. El lo sabía. Yo estaba en medio.
– ¿Me habrías pedido que me quedara? Si hubieras sabido que mi padre iba a llevarme a Europa, ¿me habrías pedido que me quedara? -quiso saber. Nunca había pensado en preguntárselo, pero siempre había deseado saber la respuesta de aquella pregunta.
– Sí. Yo tenía dieciocho años y era egoísta. Si te hubieras quedado, no serías lo que eres ahora. Ni yo sería lo que soy.
– No me has preguntado si me habría quedado.
– Sé que lo habrías hecho.
– Supongo que sólo se ama con esa intensidad una vez en la vida -suspiró ella-. Tal vez lo mejor sea que ocurra y pase cuando uno es joven.
– Tal vez…
– Yo soñaba que tú venías y me llevabas contigo -confesó, tras cerrar los ojos-, especialmente antes de una actuación, cuando estaba muy nerviosa y lo odiaba.
– ¿Qué era lo que odiabas?
– Las luces, la gente, el escenario… Deseaba tanto que tú vinieras por mí para poder marcharnos juntos… Entonces, comprendía que no ibas a hacerlo y dejaba de desearlo… Estoy muy cansada.
– Duérmete -susurró Brady. Volvió a besarle los dedos.
– Estoy cansada de estar sola -murmuró, antes de quedarse dormida.
Brady permaneció allí sentado, observándola, tratando de distinguir los sentimientos del pasado de los que sentía en el presente. Comprendió que aquél era precisamente el problema. Cuanto más estaba con ella, más se diluía la frontera entre pasado y presente.
Sólo había una cosa que resultaba evidente. Jamás había dejado de amarla.
Después de besarle dulcemente los labios, apagó la luz y dejó que Vanessa descansara.
Capítulo VII
Envuelta en un albornoz de color azul, con el cabello revuelto y de muy mal humor, Vanessa bajó las escaleras. Llevaba dos días tomando la medicación que Ham Tucker le había recetado. Se sentía mejor, algo que la molestaba admitir, pero estaba a años luz de reconocer que necesitaba aquellas pastillas.
El ambiente que había aquella mañana encajaba perfectamente con su estado de ánimo. Unas espesas nubes grises y una abundante lluvia. Era el día perfecto para permanecer sola en casa pensando. De hecho, era algo que tenía muchas ganas de hacer. Lluvia, depresión y una fiesta privada. Estar sola supondría un cambio para ella. No había tenido muchos momentos de soledad desde la noche de la cena en casa de Joanie.
Su madre estaba siempre presente y encontraba toda clase de excusas para regresar a casa dos o tres veces durante los días laborales. El doctor Tucker iba a verla dos veces al día, por mucho que Vanessa protestara. Incluso Joanie había ido a verla para llevarla enormes ramilletes de lilas y boles de sopa casera. Hasta los vecinos iban para interesarse por sus progresos. No había secretos en Hyattown. Vanessa contaba con los buenos deseos y los consejos de los doscientos treinta y tres habitantes del pueblo.
Excepto uno.
No era que le importara que Brady no hubiera encontrado tiempo para ir a verla. De hecho, se alegraba de su ausencia. Lo último que deseaba era que Brady Tucker estuviera constantemente pendiente de ella y dándole consejos. No quería verlo.
Una úlcera. Aquello era ridículo. Era una mujer fuerte, competente y autosuficiente… No tenía nada que ver con el tipo de persona a la que atacan las úlceras. Sin embargo, inconscientemente se apretó una mano contra el estómago.
El dolor con el que había vivido más tiempo del que podía recordar había desaparecido. Las noches habían dejado de ser un suplicio por el lento e insidioso ardor que tan a menudo la había mantenido despierta. De hecho, había dormido como una niña durante dos noches seguidas.
«Una coincidencia», se aseguró. Lo que necesitaba era descansar. Descansar y un poco de soledad. El agotador ritmo que había mantenido durante los últimos años era capaz de derrotar a la persona más fuerte.
Decidió que se daría otro mes, tal vez dos, antes de tomar decisiones en firme sobre su profesión.
Al llegar a la puerta de la cocina, se detuvo en seco. No había esperado encontrar a Loretta allí. De hecho, había estado esperando hasta que oyó que la puerta principal se abría y se cerraba.
– Buenos días -le dijo Loretta, ataviada con uno de sus trajes y con las perlas puestas.
– Pensé que te habías marchado.
– No. Fui a la tienda de Lester a por un periódico. Pensé que tal vez querrías saber lo que está ocurriendo en el mundo.
– Gracias -dijo Vanessa. Estaba tan enojada que no se movió del lugar en el que estaba. No le gustaba lo que sentía cada vez que Loretta realizaba un gesto maternal. Le agradecía la consideración, aunque se imaginaba que sus sentimientos eran tan sólo la gratitud de una huésped por la generosidad de su anfitriona. Eso la dejaba descorazonada y con un fuerte sentimiento de culpabilidad-. No tenías que molestarte.
– No es molestia. ¿Por qué no te sientas, querida? Te prepararé una infusión. La señora Hawbaker nos ha enviado camomila de su propio jardín.
– Mira, no tienes que… -dijo Vanessa. Se interrumpió al escuchar que alguien llamaba a la puerta trasera-. Yo iré a ver quién es.
Abrió la puerta, sin dejar de decirse que no quería que fuera Brady. No le importaba que fuera Brady. Cuando vio que quien había llamado era una mujer, se dijo que no sentía desilusión alguna.
– Hola, Vanessa -le dijo una mujer morena, mientras cerraba un paraguas-. Probablemente no te acuerdas e mí. Soy Nancy Snooks. Antes de casarme me apellidaba McKenna. Soy la hermana de Josh McKenna.
– Bueno, yo…
– Nancy, entra -le pidió Loretta, que se había acercado también a la puerta-. Dios, sí que está lloviendo con fuerza…
– Creo que este año no nos tendremos que preocupar por tener sequía -comentó la joven. Permaneció en la entrada, apoyando el peso de su cuerpo unas veces en un pie y otras en el otro-. He venido porque había oído que Vanessa había regresado y que daba clases de piano. Mi hijo Scott tiene ocho años.