Cuando las piedras se terminaron, Baketamon tuvo que procurarse más. Por esto iba a Tebas y recibía piedras en las plazas y en la Avenida de los Carneros y también en los parques de los templos, y pronto no hubo lugar en Tebas donde ella no hubiese mendigado piedras. Para terminar, los sacerdotes y los guardianes acabaron sorprendiéndola y quisieron llevarla ante los jueces, pero ella, levantando orgullosamente la cabeza, dijo:
– Soy la princesa Baketamón y quisiera ver quién se atrevería a ser mi juez, porque por mis venas corre la sangre sagrada de los faraones y soy la heredera de los faraones. Pero no os castigaré por vuestra imbecilidad, y me divertiré a gusto con vosotros, porque sois fuertes y robustos, pero cada uno de vosotros tendrá que regalarme una piedra, que tomaréis en la casa de los jueces o en el templo, y cuanto mayor sea la piedra más placer os daré, y cumpliré mi promesa, porque soy ya muy hábil en el arte de amar.
Los guardias la miraron y la locura se apoderó de ellos como de los otros hombres, y con sus lanzas soltaron las gruesas piedras de la casa de los jueces y del templo de Amón y se las llevaron, y ella cumplió generosamente su promesa. Pero debo decir en su favor que jamás se comportó con desfachatez recogiendo las piedras, y una vez se había divertido con los hombres se velaba púdicamente y bajaba los ojos y no permitía a nadie que la tocase. Pero después de este incidente tuvo que entrar en las casas de placer para reunir las piedras sin que nadie la inquietase, y los dueños sacaron de ella gran provecho.
En aquel tiempo todo el mundo sabía ya lo que hacía la princesa Baketamon y la gente de la Corte iba en secreto a ver el pabellón que se levantaba en el parque. Al ver la altura de los muros y el número de piedras, las damas de la Corte se llevaban la mano a la boca y lanzaban exclamaciones de sorpresa. Pero nadie se atrevía a hablar de ello a la princesa, y cuando Ai fue informado de la conducta de la princesa Baketamon, en lugar de intervenir con una reprimenda sintió en su locura senil un gran júbilo, porque sabía que para Horemheb sería todo aquello una tremenda humillación.
Y Horemheb seguía haciendo la guerra en Siria y recuperó de los hititas Sidón, Simyra y Biblos, y mandó muchos esclavos y botín a Egipto y expidió ricos presentes para su mujer. Todo el mundo sabía ya en Tebas lo que ocurría en la mansión dorada, pero nadie tenía la osadía suficiente para informar de ello a Horemheb, y los hombres que había colocado en el palacio para velar por sus intereses cerraban los ojos sobre la conducta de Baketamon, diciendo:
– Es una cuestión de familia y valdría más meter la mano bajo la muela de un molino que intervenir en una querella entre marido y mujer.
Por esto Horemheb ignoró todo lo ocurrido, y creo que fue una suerte para Egipto, porque el conocimiento de la conducta de Baketamon hubiera turbado considerablemente su calma durante las operaciones militares.
5
He hablado extensamente de lo ocurrido durante el reinado de Ai y poco de mí. Pero es natural, porque no tengo gran cosa que añadir. En efecto, la corriente de mi vida no hervía ya, iba calmándose y se deslizaba como agua mansa. Vivía tranquilamente con Muti en la casa que había hecho construir después del incendio; mis piernas estaban cansadas de correr las rutas polvorientas, mis ojos fatigados de ver la inquietud de este mundo y mi corazón harto de ver la vanidad de los hombres. Por esto vivía retirado en mi casa y no recibía enfermos, pero cuidaba a los vecinos y a los que no tenían dinero para pagar un médico. Hice abrir un nuevo estanque en el patio y puse en él peces de colores variados, y pasaba días enteros sentado bajo el sicómoro, mientras los asnos rebuznaban en la calle y los chiquillos jugaban en el polvo mirando los peces que nadaban lentamente por el agua fresca. El sicómoro, ennegrecido por el incendio, comenzó a echar brotes nuevos y Muti me cuidaba bien y me preparaba buenos platos y me servía vino con moderación velando por mi bienestar y mi sueño.
Pero la comida no tenía ya sabor en mi boca ni el vino me causaba ningún placer, sino que me recordaba todas mis malas acciones y el rostro moribundo del faraón Akhenaton y los rasgos juveniles del príncipe Shubbatú en la frescura de los atardeceres. Por esto renunciaba a cuidar a los enfermos, porque mis manos estaban malditas y sembraba la muerte a pesar mío. Miraba los peces del estanque y los envidiaba, porque tienen la sangre fría y viven en el agua sin respirar el aire abrasador de la tierra.
Sentado en el jardín contemplando los peces le decía a mi corazón: «Cálmate, corazón insensato, porque no tienes la culpa, y todo lo que pasa en el mundo es insensato, y la bondad y la maldad no tienen sentido, y la codicia, el odio y la pasión dominan por doquier. No es culpa tuya, Sinuhé, porque el hombre permanece el mismo y no cambia. Los años pasan y los hombres nacen y mueren y su vida es como un soplo cálido y no son felices viviendo, sino que lo son tan sólo al morir. Por esto nada es más vano que la vida humana. En vano sumerges al hombre en la corriente del tiempo, su corazón no cambia y sale de la corriente tal como ha entrado en ella. En vano lo pones a prueba en la guerra y la miseria, en la peste y los incendios, en los dioses y las lanzas, porque sólo consigue endurecerse con estas pruebas hasta llegar a ser más malvado que un cocodrilo, y por esto sólo el hombre muerto es el hombre bueno.»
Pero mi corazón protestaba y decía:
«Mira estos peces, Sinuhé; pero mientras vivas no te dejaré en paz, porque cada día te diré: "Tú eres el culpable", y cada noche de tu vida te diré: "Tú eres el culpable, Sinuhé", porque yo, tu corazón, soy más insaciable que un cocodrilo y quiero que tu medida esté colmada.»
Y yo me enojaba contra mi corazón y le decía:
«Eres un corazón alocado y estoy cansado de ti también, porque no me has causado más que contrariedades y fatigas, dolores y tormentos cada día de mi vida. Sé muy bien que mi razón es asesina y tiene las manos negras, pero mis asesinatos son pequeños comparados con todos los que se cometen en este mundo, y nadie me acusa de ellos. Por esto no comprendo que me estés reiterando mi culpabilidad sin dejarme en paz, porque, ¿quién soy yo para curar el mundo y modificar la naturaleza del hombre?»
Pero mi corazón dijo:
«No hablo de tus muertes ni te acuso de ellas, pese a que día y noche te repita: "¡Culpable, culpable!" Millares y millares de personas han muerto por tu culpa. Han sucumbido al hambre y a la peste, a las armas y a las heridas, a las ruedas de los carros de asalto y a la fatiga en los caminos del desierto. Por tu culpa los niños han muerto en el seno materno, por tu culpa los palos han caído sobre las espaldas curvadas, por tu culpa la injusticia se mofa del derecho, por tu culpa la codicia vence la generosidad, por tu culpa los ladrones reinan sobre este mundo. Innumerables son los que han perecido por tu causa, Sinuhé. El olor de su piel es diferente y sus lenguas no están hechas con las mismas palabras, pero han muerto inocentes porque no tenían tu saber, y todos los que han muerto y mueren son tus hermanos y mueren por tu culpa, y sólo tú eres el responsable. Por esto tus lágrimas turban tu sueño y te quitan el gusto de la comida y corrompen tus placeres.» Pero yo endurecí mi espíritu y dije:
«Los peces son mis hermanos, porque no dicen vanas palabras. Los lobos del desierto son mis hermanos y los leones feroces y devoradores son mis hermanos, pero no los hombres, porque saben lo que hacen.»
Mi corazón se burló de mí y dijo:
«¿Crees que verdaderamente saben lo que hacen? Tú, tú lo sabes, porque posees el saber, y por esto te atormentaré hasta que sea llegada la hora de tu muerte a causa de tu saber, pero los demás no lo saben. Por esto eres culpable, Sinuhé.»
Entonces lancé gritos y rasgué mis vestiduras diciendo: