Yo me incliné profundamente delante de él, y mi corazón solitario volaba hacia él y le dije:
– Horemheb, soy el único superviviente de nuestros amigos de infancia. Por esto te querré siempre. Ahora el poder es tuyo y en breve llevarás las coronas de los dos reinos y nadie podrá resistirte. Por esto te suplico Horemheb: haz regresar a Atón. Por nuestro amigo Akhenatón restaura a Atón. Por nuestro crimen atroz restaura a Atón a fin que todos los pueblos sean hermanos y no haya más guerras.
Ante estas palabras, Horemheb movió la cabeza y dijo:
– Estás tan loco como antes, Sinuhé. ¿No comprendes que Akhenaton lanzó una piedra al agua y el alboroto fue grande, pero yo restablezco la calma en la superficie como si la piedra no hubiese existido jamás? ¿No comprendes que mi halcón me condujo a la mansión dorada, cuando la muerte del gran faraón, a fin de que Egipto no sucumbiese? Por esto lo pondré todo en su lugar, porque el hombre no está nunca contento de su presente y sólo el pasado es bueno para él, así como el porvenir también. Exprimiré a los ricos que han acumulado fortunas escandalosas y estrujaré a los dioses que se han engordado demasiado, a fin de que en mi reino los ricos no sean demasiado ricos ni los pobres demasiado pobres, y nadie, ni tan sólo un dios, podrá disputarme el poder. Pero en vano te explico mis ideas; no las entiendes porque eres débil e impotente, y los débiles no tienen derecho a vivir, han sido creados para ser pisoteados por los fuertes. Lo mismo ocurre con los pueblos; así ha sido siempre y así siempre será.
Así nos separamos Horemheb y yo, y ya no éramos amigos como antes. Después de mi marcha fue a ver a sus hijos y los levantó con sus brazos potentes y después fue a ver a la princesa Baketamon y le dijo:
– Mi esposa real, has brillado como la luna en mi espíritu durante los años transcurridos y he languidecido por ti. Pero ahora la obra está realizada y serás la gran esposa real a mi lado, como te autoriza tu sangre sagrada. Mucha sangre se ha derramado por ti y muchas ciudades han ardido en tu nombre. ¿No he merecido mi recompensa?
Baketamon le sonrió amablemente y, tocándole púdicamente el hombro, le dijo:
– En verdad, has merecido una recompensa, Horemheb, mi marido, gran capitán de Egipto. Por esto he hecho construir en el parque un pabellón sin igual, para poder acogerte en él como mereces, y yo he sido quien, en mi soledad, he recogido las piedras una tras otra esperándote. Vamos a ver este pabellón a fin de que recibas tu recompensa en mis brazos y te cause placer.
Horemheb estuvo encantado de estas palabras y Baketamon lo tomó púdicamente de la mano y lo llevó al parque, y los cortesanos se escondieron conteniendo la respiración, llenos de terror al pensar en lo que iba a ocurrir, e incluso los esclavos y los palafreneros huyeron. Baketamon hizo entrar a Horemheb en el pabellón, pero cuando éste, en su impaciencia, quiso cogerla entre sus brazos, ella lo rechazó suavemente y dijo:
– Refrena un instante tus viriles instintos, Horemheb, a fin de que pueda contarte todas las penas que he pasado para erigirte este pabellón. Espero que recordarás lo que te dije la última vez que me poseíste a la fuerza. Pues bien, mira este pabellón y cada una de sus piedras, y entérate de que cada una, y son numerosas, es para mí el recuerdo de un goce en brazos de otro hombre. Con mis goces he elevado este pabellón en tu honor, Horemheb, y esta gran piedra blanca me ha sido dada por un pescadero que está entusiasmado conmigo, y esta piedra verde procede de un descargador del muelle de carbón, y estas ocho piedras verdes, una al lado de otra, son el regalo de un mercader de hortalizas que era insaciable en mis brazos y que alababa mi habilidad. Por poco que tengas paciencia te contaré la historia de cada piedra y espero que tendremos tiempo todavía. Tenemos muchos años que vivir juntos aún, y los días de nuestra vejez serán comunes, pero me parece que tendré historias suficientes cada vez que quieras tomarme en tus brazos.
Al principio, Horemheb se negó a creerlo, creyendo que era una loca diversión, y la actitud púdica de Baketamon lo engañó. Pero al mirar los ojos ovalados de la princesa vio brillar en ellos un odio más espantoso que la muerte, y la creyó. Loco de rabia sacó su puñal hitita para matar a aquella mujer que lo había deshonrado. Pero, antes de que lograra su propósito, Baketamon desnudó su pecho y en tono de reto dijo:
– Hiere, Horemheb, hiere y tus coronas se te escaparán, porque soy sacerdotisa de Sekhmet y mi sangre es sagrada, y si me matas no tendrás ningún derecho a la corona de los faraones.
Estas palabras calmaron a Horemheb. Y así la venganza de Baketamon fue completa, porque Horemheb estaba para siempre ligado a ella y no se atrevió siquiera a hacer derribar el pabellón, que tenía constantemente delante de los ojos cuando se asomaba a la ventana. Después de madura reflexión vio que no le quedaba otro camino que fingir ignorar la conducta de Baketamón durante su ausencia. Y si hubiese hecho derribar el pabellón, todo el mundo hubiese comprendido que sabía cómo Baketamon había incitado a la plebe a escupir en su lecho. Por esto prefirió dejar que la gente se riese a sus espaldas antes que exponerse a una vergüenza pública. Pero a partir de entonces no tocó más a Baketamon y vivió solitario, y debo decir en honor de Baketamón que renunció a sus empresas de construcción.
7
Para ser equitativo debo hablar aún de las buenas acciones de Horemheb, porque el pueblo lo alababa altamente considerándolo como un buen soberano, y desde los primeros años de su reinado lo clasificó entre los grandes faraones. Porque intervino con los ricos y los nobles, porque no permitía a nadie ser demasiado rico ni demasiado noble a fin de que nadie pudiese disputarle el poder, y esto gustaba mucho al pueblo. Castigó a los jueces inicuos, les devolvió sus derechos a los pobres y reformó la imposición pagando sobre el tesoro público los sueldos de los perceptores, que no tuvieron ya la posibilidad de presionar al pueblo para enriquecerse.
Presa de una constante inquietud, recorría el país de provincia a provincia y de pueblo a pueblo, examinando los abusos, y su ruta estaba jalonada de orejas y narices cortadas a los perceptores que no eran honrados y se oían en todas partes aullidos arrancados por los bastonazos. Hasta el más pobre podía exponerle personalmente sus quejas, y administraba justicia con una firmeza inquebrantable. Mandó nuevamente sus navíos a Punt, y las mujeres y los hijos de los marineros lloraron de nuevo en los muelles y se herían el rostro según la buena costumbre y Egipto se enriqueció rápidamente, porque de cada diez navíos regresaban por lo menos tres cargados con grandes tesoros. Construyó templos y rindió a los dioses lo que es de los dioses, sin favorecer a ninguno en especial, salvo a Horus, y se interesó sobre todo por el templo de Hetnetsut, donde se le adoraba como a un dios y le sacrificaban bueyes. Por esto el pueblo bendecía su nombre y lo ensalzaba altamente contando sobre él historias maravillosas.
Kaptah seguía también prosperando y enriqueciéndose, y nadie podía rivalizar con él. Como no tenía mujer ni hijos, había designado a Horemheb como su heredero universal a fin de poder vivir en paz y gozar de sus riquezas. Por esto Horemheb no lo estrujaba tan implacablemente como a los demás ricos y los perceptores lo respetaban.
Kaptah me invitaba a menudo a su palacio, que estaba situado en el barrio de los nobles, y cuyos parques y jardines ocupaban un vasto espacio, de manera que no había ningún vecino que lo molestase. Comía en vajilla de oro y en su casa el agua manaba a la manera cretense por grifos de plata, y su bañera era de plata también y el asiento de sus comodidades era de ébano y las paredes formaban mosaicos de piedras con dibujos divertidos. Me ofrecía platos exquisitos y vino de las pirámides y tenía músicos y cantores, con las más bellas e ilustres danzarinas de Tebas, que nos divertían durante nuestras comidas.