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Porque Inteb era un héroe que había combatido en las campañas de Tuthmosis III, el más grande de los faraones, en Siria, y se contaban muchas historias sobre sus proezas y las recompensas que había recibido.

El anciano levantó la mano para hacer un saludo militar y mi padre le tendió la jarra de vino. Se sentaron en el suelo, porque Inteb no tenía siquiera un banco en su casa, y con mano temblorosa se llevó la jarra a los labios y bebió ávidamente el vino sin verter una sola gota.

– Mi hijo Sinuhé quiere ser soldado -dijo mi padre sonriendo-. Te lo he traído porque eres el único superviviente de los héroes de las grandes guerras, a fin de que le hables de la vida magnífica y de las hazañas de los soldados.

– ¡Por Seth y Baal y todos los diablos! -gritó el viejo con una risa aguda y entornando los ojos para verme mejor-. ¿Estás loco?

Su boca desdentada, sus ojos apagados, el muñón de su brazo y su pecho arrugado y sucio eran tan espantosos que me refugié detrás de mi padre y le agarré por la manga.

– ¡Muchacho, muchacho! -exclamaba Inteb, ahogándose de risa-. Si tuviese un sorbo de vino por cada maldición que he lanzado contra mi vida y contra el triste destino que hizo de mí un soldado, podría llenar el lago que el faraón ha hecho excavar para divertir a su mujer. No lo he visto, porque no tengo medios para hacerme transportar más allá del río, pero no me cabe duda de que el lago se llenaría y sobraría vino todavía para embriagar a todo el ejército.

De nuevo bebió un largo trago.

– Pero… -dije yo temblando-, el oficio de soldado es el más glorioso de todos.

– La gloria y el renombre -dijo Inteb el héroe- es sencillamente estiércol, estiércol para alimentar las moscas. Toda mi vida he contado historias sobre la guerra y mis hazañas, para sacarles un poco de vino a los papanatas que me escuchaban con la boca abierta, pero tu padre es un hombre honrado y no quiero engañarlo. Por esto te digo, muchacho, que de todos los oficios el de soldado es el más horrible y miserable.

El vino borraba las arrugas de su rostro y daba brillo a sus ojos de anciano. Se sentó y se llevó a la garganta su única mano.

– Mira, muchacho, este cuello descarnado ha sido adornado con quíntuples collares de oro. Con su propia mano el faraón me los puso. ¿Quién puede contar las manos cortadas que he acumulado ante su tienda? ¿Quién fue el primero en trepar por las murallas de Kadesh? ¿Quién se lanzaba como un elefante enfurecido en medio del enemigo? ¡Yo, yo, Inteb, el héroe! Pero ¿quién me lo agradece hoy? Mi oro se ha disipado a los cuatro vientos del cielo, mis esclavos han huido o han muerto de miseria. Mi brazo derecho quedó en el país de Mitanni y desde largo tiempo, hubiera muerto de miseria si no hubiese sido por algunas almas caritativas que me traen pescado seco y cerveza a fin de que cuente a sus hijos la verdad sobre las guerras. Soy Inteb, el héroe, pero mírame, muchacho. Mi juventud huyó en el desierto, en el hambre, en los tormentos y en las fatigas. Allí se ha fundido la carne de mis miembros, allí mi piel se ha curtido, allí mi corazón se ha vuelto más duro que la piedra. Y lo peor es que en los desiertos sin agua mi lengua se secó y que sufro de una sed eterna, como todos los soldados que regresan con vida de sus expediciones a países lejanos. Por esto mi vida ha sido un abismo mortal desde el día en que perdí mi brazo. Y no quiero siquiera mencionar el dolor de las heridas y los tormentos causados por los cirujanos cuando sumergen tu muñón en el aceite hirviendo, como tu padre sabe muy bien. ¡Que tu nombre sea alabado, Senmut; eres justo y bueno, pero el vino se ha acabado!

El anciano calló, jadeando un momento, y volvió melancólicamente la jarra. El brillo salvaje de sus pupilas se apagó y de nuevo reapareció el pobre desgraciado.

– Pero un soldado no necesita saber escribir -me atreví a murmurar. -¡Hum! -gruñó Inteb, mirando a mi padre.

Este se quitó rápidamente un brazalete de cobre de la muñeca y lo tendió al anciano, que lanzó un grito. Un chiquillo sucio apareció y tomó el brazalete y la jarra para ir a buscar vino.

– No tomes del mejor -le gritó Inteb-. Toma del más barato; te darán más. -Fijó sobre mí su mirada atenta-. Tienes razón – dijo-, un soldado no necesita saber escribir, debe saber solamente batirse. Si supiese escribir sería jefe y daría órdenes al más bravo de los soldados. Porque todo hombre que sabe escribir es capaz de mandar a los soldados, y no se confían ni cien hombres al jefe que no es capaz de garabatear unos signos sobre un papel. ¿Qué placer puede hallar en las cadenas y las condecoraciones si es el hombre de la pluma quien le da órdenes? Pero así es y así será siempre. Por esto te digo, muchacho, que si quieres mandar soldados y conducirlos, aprende primero a escribir. Entonces los portadores de cadenas de oro se inclinarán ante ti y los esclavos te llevarán al combate en tu litera. El chiquillo andrajoso regresó con la jarra de vino y el rostro del anciano se iluminó de júbilo.

– Tu padre Senmut es un buen hombre -dijo gentilmente-. Sabe escribir y me cuidó cuando empezaba a ver cocodrilos e hipopótamos, los días de felicidad y de fuerza, cuando no carecía devino. Es un buen hombre, pese a que no sea más que un médico incapaz de tensar un arco. Le doy las gracias.

Miré con inquietud la jarra que Inteb iba indudablemente a vaciar y tiré de la manga de mi padre, porque temía que bajo la influencia del vino nos despertásemos en el arroyo. Mi padre miró también la jarra, lanzó un ligero suspiro y volvió la cabeza. Inteb se puso a cantar con voz ronca un himno guerrero sirio y el chiquillo desnudo y bronceado por el sol se echó a reír.

Pero yo, Sinuhé, abandoné mi sueño de ser soldado y no protesté cuando al día siguiente mi padre y mi madre me condujeron a la escuela.

4

Mi padre no tenía medios para poder mandarme a las grandes escuelas de los templos donde los hijos de los nobles, de los ricos y de los sacerdotes de alto grado recibían su educación. Mi maestro fue el viejo sacerdote Oneh, que vivía no lejos de mi casa y tenía la escuela en la terraza destrozada. Sus discípulos eran hijos de artesanos, mercaderes, marinos y suboficiales a quienes sus ambiciosos padres destinaban a la carrera de escriba. Oneh había sido un tiempo contable de los depósitos de la celeste Mut y era capaz de enseñar los rudimentos de la escritura a los chiquillos que más tarde tendrían que escribir las cantidades de trigo, el número de cabezas de ganado y las facturas del avituallamiento de los soldados. En la villa de Tebas, la gran capital del mundo, había centenares de estas pequeñas escuelas. La enseñanza no era cara, pues los discípulos debían simplemente mantener al viejo Oneh. En las tardes de invierno, el hijo del carbonero le llevaba carbón de encina para su estufa, el hijo del tejedor se ocupaba de sus vestidos, el hijo del mercader de trigo le suministraba harina y mi padre le daba, para calmar sus dolores, pociones de plantas medicinales maceradas en vino.

Estas relaciones de dependencia hacían de Oneh un maestro indulgente. El discípulo que se dormía sobre su tablilla debía al día siguiente llevar al maestro alguna golosina, a título de castigo. Algunas veces el hijo del mercader de trigo le llevaba una jarra de cerveza y en este caso aguzábamos el oído,porque el viejo oneh, se lanzaba a contarnos histórias maravillosas sobre el más allá y leyendas sobre la celeste Mut, sobre Ptah, el constructor de todo, y sobre los demás dioses que le eran familiares. Nosotros nos reíamos y pensábamos haberlo inducido a olvidar las lecciones difíciles y los enojosos jeroglíficos para todo el día. Sólo más tarde comprendí que el viejo Oneh era mucho más docto y comprensivo de lo que nos figurábamos. Sus leyendas, que él vivificaba con su ignorancia piadosa, tenían un objeto determinado. Así nos enseñaba la ley moral del viejo Egipto. Ninguna mala acción escapa al castigo. Implacablemente todo corazón humano sería pesado una vez ante el tribunal de Osiris. Todo hombre de quien el dios de la cabeza de chacal había descubierto las maldades, era arrojado como presa al Devorador y éste era a la vez cocodrilo e hipopótamo, pero mucho más temible que ambos.