El capitán Whalley había terminado el análisis de la conveniencia de dar aquel paso… y todavía tenía la noche entera por delante. Cuando la luz le daba de lleno la larga barba brillaba como peto de plata que le cubriese el corazón; en los espacios que mediaban entre las farolas su magna estampa pasaba más confusa, alcanzando proporciones colosales, tambaleante y misteriosa. No; realmente los hombres no eran muy peligrosos; y todo el tiempo marchaba con él la sombra, sesgada a su izquierda y hacia adelante… lo cual constituye en Oriente un mal augurio.
– ¿No puedes ver aún el grupo de palmeras, serang? -preguntaba el capitán Whalley desde su butaca del puente del Sofala al acercarse al bajío de Batu Beru.
– No, Tuan. Ya aparecerá. El viejo malayo, enfundado en traje azul mahón, con los huesudos pies obscuros clavados bajo el toldo del puente, se puso las manos detrás y miró hacia adelante por en medio de las innumerables arrugas de las comisuras de los ojos.
El capitán Whalley estaba sentado quieto, sin levantar la cabeza para mirar por sí mismo. Tres años… treinta y seis veces. Había abordado aquellas palmeras treinta y seis veces desde el sur. Se dejarían ver en el momento oportuno. Gracias a Dios, el viejo barco llegaba a las escalas de la ruta puntual como un reloj. Al cabo murmuró de nuevo.
– ¿Todavía no?
– El sol deslumbra mucho, Tuan.
– Vigila bien, serang.
– Sí, Tuan.
Un hombre blanco había subido desde la cubierta por la escala, sigilosamente, escuchando atentamente aquel breve coloquio. Luego avanzó por el puente y se puso a pasear de un lado para el otro, sosteniendo la larga caña de madera de cerezo de una pipa. El negro pelo cruzaba aplastado en entecas bandas la calva cima del cráneo; tenía cejas espesas, tez amarilla, y una gran nariz amorfa. Una clara barba no ocultaba el perfil de la mandíbula. Su aspecto era de gran preocupación; y al chupar una boquilla curvada y negra, presentaba un perfil tan proyectado hacía adelante y hacia abajo, tan ominoso, que ni el serang podía evitar a veces el pensamiento de que algunos blancos eran extremadamente desagradables.
El capitán Whalley pareció enderezarse en la butaca, pero no dio señales de haber advertido su presencia. El otro soltaba bocanadas de humo; entonces, de repente:
– Nunca podré entender esta nueva manía suya de tener a este malayo aquí como si fuese su sombra, socio.
El capitán Whalley se levantó de la butaca con toda su imponente estatura y caminó hasta la bitácora con tal firmeza que el otro tuvo que hacerse atrás rápidamente para dejarle paso, y quedó como intimidado, con la pipa temblándole en las manos.
– Ahora páseme por encima -musitó con una especie de susurro de asombro y descomposición. Luego dijo lenta y claramente:
– Yo… no… soy… una basura. Y añadió desafiante: Como usted parece pensar.
El serang dio un brinco.
– Ahora veo las palmas, Tuan.
El capitán Whalley avanzó hasta la barandilla; pero en lugar de encaminarse directamente al punto preciso, con la mirada segura y penetrante de un marinero, sus ojos erraron irresolutos en el espacio, como si él, descubridor de nuevas rutas, hubiese perdido el camino en aquel estrecho mar.
Subió el puente otro blanco, el segundo. Era alto, joven, delgado, con un bigote como de lancero, y de mirada un tanto maliciosa. Se situó junto al maquinista. El capitán Whalley, de espaldas a ellos, preguntó:
– ¿Qué velocidad marca la corredera?
– Ochenta y cinco -contestó rápidamente el segundo, dándole un codazo al maquinista.
Las musculosas manos del capitán Whalley apretaban la barandilla metálica con fuerza extraordinaria; su mirada brillaba con enorme esfuerzo; juntaba las cejas, le caía el sudor por debajo de la gorra… y murmuró en voz baja: serang, mantén el rumbo… cuando estemos en la posición adecuada.
El silencioso malayo fue para atrás, aguardó un poco, y levantó el brazo para hacer seña al timonel. El timón giró rápidamente para ajustarse al movimiento del barco. El segundo llamó de nuevo la atención del maquinista con un codazo. Pero Massy se volvió hacia él.
– Mr. Sterne -dijo violentamente-, permítame que le diga -como armador- que no es usted más que un maldito loco.
7
Sterne bajó sonriendo con afectación y sin mostrar ningún desconcierto, pero el maquinista Massy permaneció en el puente, paseando con aires de inquieta autoafirmación. A bordo, todos eran sus inferiores… todos sin excepción. El les pagaba el salario y les alimentaba. Comían su pan y se embolsaban su dinero, sin merecérselo; y no tenían que preocuparse de nada, mientras él debía hacer frente solo a todas las dificultades de un armador. Cuando contemplaba toda la amenazadora realidad de su posición, le parecía que desde hacía años era presa de una banda de parásitos; llevaba años lleno de náusea por todos los relacionados con el Sofala, a excepción, tal vez, de los fogoneros chinos que lo mantenían en marcha. Estos tenían una utilidad manifiesta: eran una parte indispensable de la maquinaria que le pertenecía.
Cuando recorría las cubiertas empujaba brutalmente con el hombro a cualquiera que se le cruzase en el camino; pero los marineros malayos habían aprendido a apartarse. Se veía obligado a tolerarlos debido a la necesidad de trabajo manual en el barco. El tenía que luchar y hacer planes para mantener a flote el Sofala… ¿y qué recibía a cambio? Ni siquiera el suficiente respeto. No podrían agradecérselo ni aunque todos sus pensamientos y acciones fuesen dirigidos a tal fin. Para esta época, había él dejado muy atrás la vanidad de la posesión y la vanagloria del poder, y sólo le quedaban los problemas materiales, el miedo de perder aquella posición que había resultado no valer la pena, y un ansia mental constante que ninguna sumisión abyecta de los hombres podía compensar.
Caminaba de un lado para otro. Al fin y al cabo, el puente era suyo. Lo había pagado él; y con la pipa en la mano se detenía a veces en seco como para escuchar con atención profunda y concentrada el golpeteo amortiguado de las máquinas (sus máquinas) y el leve rechinar de las cadenas del timón, sobre el fondo del continuo restregar del agua contra los flancos del buque. De no ser por esos ruidos el barco hubiera parecido completamente parado, como si estuviese amarrado a un muelle, y tan silencioso como si hubiese desertado de él todo bicho viviente; sólo la costa, la baja costa de barro y mangles con tres palmeras formando un ramo en la jiba, se distinguía cada vez con más detalle, con su alargada silueta; ni un solo rasgo de ella llamaba la atención. Los pasajeros nativos del Sofala yacían en esteras, bajo los toldos; el humo de la chimenea parecía la única señal de vida, relacionada, en misteriosa forma, con el movimiento deslizante.
El capitán Whalley, de pie, con unos prismáticos en la mano y el pequeño malayo al lado, como un viejo gigante servido por pigmeo anémico, estaba llevando el buque por las aguas poco profundas del bajío.
La cresta submarina de barro, arrancada por la corriente al blando lecho del río, para amontonarlo fuera, lejos, sobre el duro fondo del mar, era difícil de franquear. No teniendo la costa aluvial señales distintivas, había que rastrear la posición del punto de travesía por referencia a la forma de las montañas del interior. Había que buscar una forma aplanada y de cima desigual como una muela, y otra forma más suave, como de silla de montar, entre la gran luminosidad sin nubes que parecía deslizarse flotando como una densa niebla seca que llenase el aire y viniese del agua, velando las distancias y abrasando los ojos. En ese velo de luz sólo destacaba firmemente el borde próximo de la costa, negro azabache casi, de solidez opaca e inmóvil. A cincuenta kilómetros de distancia, la serranía del interior se extendía por el horizonte con perfiles y formas azules, lánguidos y trémulos como un fondo de gasa sutil pintado sobre la textura ondeante de una impalpable cortina tendida hasta el llano de suelo aluvial; y las aberturas del estuario parecían con sus blancos destellos como pedazos de plata engastados en los espacios cuadrados recortados limpiamente en el cuerpo de aquella tierra rodeada de mangles.