En la parte de delante del puente el gigante y el pigmeo se hablaban con frecuencia en tranquilos murmullos. Tras ellos Massy estaba de lado con expresión de desdén e inquietud. Sus ojos globulares estaban perfectamente inmóviles, y parecía haber olvidado la larga pipa que sostenía en la mano.
En la cubierta de delante del puente, tapada por las apretadas pendientes blancas de los toldos, un marinero nativo había trepado hasta situarse fuera de la batayola. Se ajustó rápidamente una ancha banda de lona de vela bajo los sobacos, y apoyando el pecho en ella se colgó afuera, encima del agua. La manga de la ligera camiseta de algodón, muy corta, dejaba al descubierto un brazo moreno de formas llenas y redondeadas y piel de satén como la de una mujer. Blandía aquel brazo con el gesto rotatorio y amenazador de un hondero: el peso de seis kilos hendía circularmente el aire hasta que de repente, salió lanzado hasta la altura de la proa. La fina y húmeda sirga silbó como seda arañada al pasar por entre los dedos morenos del hombre, y el plomo al hundirse cerca del casco del buque hizo una fugaz herida de plata en el resplandor dorado: luego, tras un intervalo, la voz del joven malayo izado y estirado anunció en su propia lengua la profundidad del agua.
– Tiga stengah -gritaba tras cada chapuzón y pausa, afanándose en recoger la sirga para lanzar otra vez.
Tiga stengah, que significa tres brazas y media, seis metros. Viniendo de alta mar, había cosa de una milla en que la profundidad era uniforme, hasta llegar al bajío mismo.
– Tres y media. Tres y media. Tres y media -y el modulado grito, repetido fácilmente, monótono como el reclamo reiterado de un pájaro, parecía flotar entre los rayos del sol e irse por el espacioso silencio del mar vacío y de una costa sin vida, que se extendía abierta por el norte y el sur, el este y el oeste, sin que lo turbase ni la sombra de una sola nube ni el susurro de ninguna otra voz.
El propietario-maquinista del Sofala permanecía muy quieto tras los dos marineros de distinta raza, credo y color; el europeo con el vigor de aquel viejo armazón que desafiaba al tiempo, y el pequeño malayo viejo también, pero entero y quebrantado como hoja parda y seca depositada por caprichoso viento a los pies del otro. Muy ocupados en observar la tierra, no distraían una sola mirada; y Massy, mirándoles por la espalda, parecía sentir aquella atención al deber como menosprecio personal hacia él.
Era irracional; pero él llevaba muchos años viviendo en su propio mundo de resentimientos irracionales. Al fin, pasando la palma húmeda por las clareadas vetas de pelo astroso de la cima de su cráneo amarillo, empezó a hablar lentamente.
– ¡Y necesita usted un sondeador! Supongo que ahora se hace así en los buques correo. ¿No tiene suficiente conocimiento para saber dónde está con sólo mirar a tierra? Pues yo aún no llevaba doce meses en la ruta y ya le tenía cogido el tranquillo… y sólo soy un maquinista. Desde aquí mismo le puedo indicar dónde está el bajío, y le podría decir también que no meterá el barco en el barro en cinco minutos: sólo que usted diría que eso es interferencia, me imagino. Y ahí está ese su acuerdo escrito que dice que no tengo que interferir.
Se calló. El capitán Whalley, sin relajar la inmóvil severidad de sus facciones, movió los labios para preguntar en rápido murmullo.
– ¿Estamos cerca, serang?
– Ya muy cerca, Tuan -musitó rápidamente el malayo.
– Lo más despacio posible -dijo el capitán en voz alta, con tono firme.
El serang palmoteo el mango del telégrafo. Abajo sonó un gong. Con un bufido de desprecio, Massy se fue a poner la calva debajo de la lumbrera de la sala de máquinas.
– Igual nos marean las máquinas, Jack -mugió. El espacio que miraba era hondo y muy oscuro; y los destellos grises del acero al fondo parecían fríos en comparación con el resplandor intenso del mar en torno al barco. Sin embargo, recibió en el rostro una bocanada de aire caliente y cargado. Un leve sonido gutural al que hubiera sido inútil buscar una interpretación vino desde el fondo. Era la forma en que respondía a su jefe el segundo maquinista.
Era un hombre de media edad y modales distraídos, aparentemente sumido en una preocupación tan taciturna por sus máquinas que parecía haber perdido la facultad de hablar. Cuando alguien se dirigía directamente a él, no respondía más que con un gruñido o exclamación inarticulada, según la distancia. En todos los años que llevaba en el Sofala nadie recordaba que hubiese intercambiado ni un franco buenos días con ninguno de sus compañeros de tripulación. No parecía ser consciente de que por el mundo circulaba gente; no parecía ver a nadie. En realidad, cuando estaba en tierra hacía como que no conocía a sus compañeros. Se pasaba las comidas (los cuatro blancos del Sofala compartían mesa) mirando desapasionadamente el plato, y cuando acababa se ponía en pie de un brinco y se lanzaba hacia abajo como si se le hubiese ocurrido repentinamente que alguien pudiese robar las máquinas mientras él comía. Cuando el Sofala rendía viaje en el puerto de destino, él desembarcaba regularmente sin que nadie supiese dónde ni cómo empleaba las noches. La flota costera local conservaba la leyenda incoherente y extraña de sus pretensiones por la esposa de un sargento de cierto regimiento de infantería irlandesa. Sin embargo, aquel regimiento había cumplido su turno de guarnición en la plaza hacía siglos, y se había ido a la otra punta del globo, perdiéndose toda noticia de él. A lo largo del año se pasaba en la bebida como cosa de dos o tres veces. En tales ocasiones volvía a bordo en hora más temprana que de costumbre; recorría la cubierta bamboleándose con los brazos extendidos como un equilibrista en la cuerda floja; cerraba la puerta del camarote y empezaba a conversar y discutir consigo mismo durante toda la noche en los tonos más variados; tormentas, burlas y lamentos se sucedían con inagotable persistencia. En su cubil contiguo, Massy, incorporándose sobre el codo, descubría que su ayudante recordaba el nombre de cada uno de los blancos que habían pasado por el Sofala durante años y años. Recordaba el nombre de los que habían muerto, de los que habían vuelto a Inglaterra, de los que se habían ido a América; recordaba con las copas el nombre de hombres cuya relación con el barco había sido tan breve que Massy casi había olvidado las circunstancias y apenas podía evocar sus rostros. La voz ebria del otro lado del mamparo se extendía en comentarios sobre todos ellos con un veneno extraordinario e ingenioso lleno de invenciones escandalosas. Parecía como si todos ellos le hubiesen ofendido de alguna forma, y en venganza les hubiese visto partir a todos. Musitaba sombríamente; reía sardónico; les aplastaba a uno tras otro; menos a su jefe, Massy, del que parloteaba con admiración llena de ingenuidad y malicia. ¡Lista sabandija! No se tropieza uno cada día con hombres como él. Basta mirarle. ¡Ja! ¡Qué grande es! Barco propio. No hay peligro de que a él le vayan mal las cosas. No, ¡el muy bruto! Y Massy, tras escuchar con sonrisa llena de satisfacción aquellos toscos tributos a su grandeza, empezaba a chillar, aporreando el mamparo con ambos puños…