– ¡Cierra esa boca, lunático! ¿Te has propuesto no dejarme dormir, imbécil?
Pero en sus labios permanecía una media sonrisa de orgullo; afuera, el solitario marinero nativo de guardia de puerto, tal vez un joven recién salido de una aldea de la jungla, permanecía inmóvil entre las sombras de la cubierta escuchando la inacabable cháchara del borracho. El corazón le debía latir más aprisa por el respeto que le imponían los blancos: aquellos hombres arbitrarios y obstinados que perseguían inflexiblemente sus incomprensibles propósitos… seres de exótica entonación en la voz, movidos por sentimientos inexplicables, impelidos por motivos inescrutables.
8
Tras la gutural respuesta de su segundo, Massy estuvo un tiempo inclinado sobre la sala de máquinas con aire taciturno. Cualquiera hubiera imaginado que aquella costa era nueva para el capitán Whalley, que por la gracia de las quinientas libras había mantenido el mando durante tres años. Parecía incapaz de bajar los prismáticos, como si se hubiesen incrustado bajo las contraídas cejas. Aquel ceño fruncido daba a su rostro un aire de severidad invencible y justa; pero el codo que tenía levantado temblaba ligeramente, y el sudor que caída por debajo de la gorra como sí un segundo sol se hubiese encendido de repente en el cenit junto al globo ardiente y firme que estaba ya allí, a cuyo calor blanco y cegador giraba y brillaba la tierra como una mota de polvo.
De cuando en cuando, sin bajar los prismáticos, levantaba la otra mano para limpiarse el sudor del rostro. Las gotas resbalaban por las mejillas y caían como lluvia sobre el blanco pelo de la barba, y de repente, como movido por un impulso incontrolable y angustiado, el brazo alcanzó el pulsador del telégrafo de la sala de máquinas.
Abajo, sonó el gong. La vibración regular de la velocidad mínima cesó, y con ella todo sonido y temblor del barco, como si la gran quietud que reinaba en la costa hubiese penetrado por sus flancos de acero para tomar posesión hasta de sus más recónditos rincones. La ilusión de perfecta inmovilidad pareció caer sobre él desde la luminosa cúpula azul sin una sola mancha que se arqueaba sobre un cielo liso sin una sola arruga. La tenue brisa que el propio barco causaba expiró, como si de golpe el aire se hubiese hecho demasiado espeso para moverse; incluso se apagó el leve silbido del agua en la proa. El casco estrecho y alargado, siguiendo su camino sin el menor chasquido de agua, parecía aproximarse a escondidas a las aguas poco profundas del bajío. La zambullida de la sonda con el grito luctuoso y mecánico del marinero se producía a intervalos más largos; y los hombres del puente parecían contener el aliento. El malayo que iba al timón miraba fijamente la rosa de los vientos y el capitán y el serang tenían la vista fija en la costa.
Massy había dejado la lumbrera y con andares patosos volvió sigilosamente al mismo punto del puente que había ocupado antes. Una lenta y prolongada sonrisa dejó al desnudo la hilera de dientes blancos; en la sombra del toldo brillaban uniformes como el teclado del piano en una habitación obscura.
Al cabo, haciendo como que hablaba para sí, dijo en voz no muy alta:
– Parar las máquinas ahora. A saber lo que vendrá luego.
Aguardó, encogiéndose de hombros, con la cabeza baja, mirando de reojo. Luego, elevando algo más la voz.
– Si osase hacer una observación absurda diría que no es usted capaz de…
Pero el marinero de la sonda había sido presa de una chillona excitación, como si se hubiese adueñado de su cuerpo algún espíritu que, insospechadamente, vagase por la vasta quietud de la costa. La lánguida monotonía de su sonsonete se tornó clamor rápido y agudo. La sonda volaba tras una sola vuelta, la cuerda silbaba, las zambullidas se sucedían apresuradamente. El agua se había hecho poco profunda, y el hombre, en lugar de la cansina recitación de brazos, estaba cantando los sondeos en pies.
– Quince pies. Quince, catorce. Catorce, catorce…
El capitán Whalley bajó el brazo que sostenía los prismáticos. Descendió lentamente como por su propio peso; no se movió ninguna otra parte de su imponente cuerpo; y los rápidos gritos en tono alarmado le alcanzaban como si estuviese sordo.
Massy, muy envarado, escuchando con atención, había clavado la mirada en la nuca plateada y afeitada de aquella vieja testuz. Hubiera parecido que el barco no se movía, de no ser por el descenso gradual de la profundidad bajo su quilla.
– Trece pies… ¡Trece! ¡Doce! -gritaba el de la sonda ansioso bajo el puente. Y, de repente, el serang de pies desnudos se apartó sin hacer ruido para echar una mirada por la borda.
Estrecho de hombros, enfundado en ajado traje azul de algodón, con un viejo sombrero de fieltro gris calado hasta las orejas y un hoyo en la obscura nuca, con sus escuálidas piernas, por la espalda parecía un chaval de catorce años. Y algo había de impulsividad infantil en la curiosidad con que miraba expandirse las amplias convoluciones amarillas que surgían a la superficie del agua como enormes nubes que evolucionasen hacia el cielo insondable. No le asombró en absoluto verlo. Estaba seguro de que la quilla del Sofala tenía que estar levantando limo, y por eso había ido a mirar por la borda.
Sus ojos penetrantes, oblicuos, en un rostro de tipo chino, pequeño e impasible, como tallados en viejo roble oscuro, le habían informado mucho antes de que el barco no abordaba el bajío adecuadamente. Despedido del Fair Maid junto con el resto de la tripulación una vez consumada la venta, había aguardado con su traje azul gastado y su amplio sombrero gris a las puertas de las oficinas del puerto, hasta que un día, al ver que el capitán Whalley iba a contratar tripulantes para el Sofala, le había salido discretamente al paso con sus pies desnudos en el polvo y mirando mudo hacia arriba. Su antiguo patrón había posado la mirada en él bien dispuesto -debía de ser un día de suerte- y en menos de media hora los blancos de la oficina habían escrito su nombre en un documento como serang del Sofala. Luego había escudriñado repetidamente aquel estuario, aquella costa, desde aquel puente y desde aquel lado del bajío. Los datos del mundo visual caían sobre su mente inocente como sobre placa sensible a través de la lente de una cámara fotográfica. Su conocimiento era absoluto y preciso; de todos modos, si le hubiesen preguntado su opinión, y sobre todo si le hubiesen interrogado a la manera directa y alarmante de los blancos, habría respondido con la vacilación de la ignorancia. Estaba seguro de sus hechos, pero esa seguridad pesaba muy poco frente a la duda de si la respuesta agradaría. Cincuenta años antes, en una aldea de la jungla, y antes de que tuviese un día de vida, su padre (que murió sin llegar a ver nunca un rostro blanco) había hecho vaticinar sobre su nacimiento a un hombre experto y sabio en astrología, porque la disposición de las estrellas puede revelar hasta la última palabra de cualquier destino humano. Su destino había sido prosperar en el mar gracias al favor de diversos hombres blancos. Había fregado las cubiertas de los buques, había estado al timón, había sido pañolero, y la fin había llegado a serang; y su plácida mente seguía siendo incapaz de penetrar en los motivos más simples de aquellos a quienes servía lo mismo que éstos eran incapaces de penetrar la corteza de la tierra para conocer la naturaleza secreta de su corazón, que no saben si es fuego o piedra. Pero no le cabía la menor duda de que el Sofala estaba fuera del curso correcto para cruzar el bajío de Batu Beru.
Era un error leve. El barco no podía estar más de dos veces su propia longitud al norte del paso; y un blanco perplejo con razón (porque era imposible atribuir al capitán Whalley un error de ignorancia, falta de oficio o negligencia) se hubiera visto inclinado a dudar del testimonio de los sentidos. Un sentimiento de este tipo mantenía a Massy inmóvil, enseñando los dientes con una sonrisa angustiada. Al serang no le ocurría esto. No le turbaba ninguna desconfianza intelectual hacia los sentidos. Si el capitán quería remover el lodo, estaba bien. A lo largo de su vida había tenido ocasión de ver a los blancos permitirse salidas no menos extrañas. Lo único que realmente le interesaba era ver qué iba a ocurrir. Al cabo, aparentemente satisfecho, se apartó de la barandilla.