No había hecho ningún ruido; sin embargo, el capitán Whalley parecía haber observado los movimientos de su serang. Manteniendo la cabeza rígidamente erguida, preguntó con un leve movimiento de los labios.
– ¿Seguimos avanzando, serang?
– Un poco todavía, Tuan -contestó el malayo. Y añadió despreocupadamente-: Hemos pasado.
La sonda confirmaba sus palabras; la profundidad del agua aumentaba a cada lanzamiento, y el estado de excitación desapareció repentinamente del marinero nativo colgado de la banda de lona junto al flanco del Sofala. El capitán Whalley ordenó retirar la sonda, poner en marcha las máquinas sin prisa, y apartando la mirada de la costa dio instrucciones al serang para que mantuviese el rumbo por el centro de la entrada.
Massy se llevó la palma de la mano a las caderas con sonoro golpe.
– Ha rozado usted el banco. Mire por la popa y lo verá. Fíjese el rastro que hemos dejado. Puede verlo bien claro. ¡Estaba convencido de que iba a hacer esto! ¿Por qué? ¿Por qué diablos lo ha hecho? Estoy seguro de que está usted tratando de asustarme.
Hablaba lentamente, como con gran circunspección, manteniendo los prominentes ojos negros encima del capitán. Su creciente ira tenía cierto dejo de lamento, pues era ante todo un claro sentimiento de haber sufrido un mal sin merecerlo lo que le hacía odiar al hombre que por quinientas miserables libras reclamaba una sexta parte de los beneficios, según el acuerdo firmado por tres años. Siempre que el resentimiento podía con el respeto que le inspiraba la persona del capitán Whalley, se ponía a chillar y lamentarse furioso.
– No sabe usted qué inventar para hacerme la vida imposible. Nunca hubiera imaginado que un hombre como usted se rebajase a…
Se detenía medio esperanzado, medio tímido, cada vez que el capitán Whalley hacía el más leve movimiento en la butaca del puente, como si esperase la reconciliación de un suave discurso o bien ver que el otro se lanzaba sobre él y le echaba a patadas del puente.
– Me sorprende -siguió, mostrando alerta los dientes, sin sonreír-. No sé qué pensar. Creo que usted está tratando de asustarme. Por poco deja el barco encallado en la arena doce horas al menos, además de llenar las máquinas de barro. Actualmente un barco no puede permitirse perder doce horas en una ruta… y usted debería saberlo muy bien y sin duda lo sabe perfectamente, pero…
Su lenta volubilidad, su forma de estirar el cuello de lado, las negras miradas de reojo, dejaban impávido al capitán Whalley. Este miraba a la cubierta con el ceño fruncido. Massy aguardó un poco, y luego empezó a amenazar lastimero.
– Usted se imagina que me tiene atado de pies y manos con ese acuerdo. Se ha creído que puede torturarme a su antojo. ¡Ah! Pero recuerde que todavía tiene que cubrir seis semanas. Tiempo suficiente para que yo le despida antes de los tres años. Todavía hará usted algo que me dé ocasión de despedirle y hacerle aguardar doce meses para recuperar el dinero, antes de que se despida y se lleve las quinientas dejándome sin un solo penique para conseguir unas calderas nuevas para el barco. Disfruta usted sólo de pensarlo, ¿no? Está usted frotándose las manos. Es como si hubiese vendido el alma por quinientas libras para verme al cabo condenado eternamente…
Se detuvo, sin aparente exasperación, y continuó sin gritar.
– … con las calderas desbastadas y amenazado por la inspección, capitán Whalley… Capitán Whalley, me pregunto qué va a hacer con su dinero. Tiene que tener dinero a espuertas en alguna parte. Un hombre como usted tiene que estar forrado. Es elemental. No soy tonto, sabe, capitán Whalley…, socio.
Se detuvo de repente, como definitivamente. Se pasó la lengua por los labios, dirigiendo una mirada al serang que tenía a la espalda dirigiendo el barco con tranquilos susurros y leves señales con la mano.
La estela de la hélice producía rápidas ondas de negro barro coronadas por cresta de espuma. El Sofala había entrado en el río; la huella que había dejado encima del bajío quedaba ya a una milla por la popa, fuera de vista, y había desaparecido completamente; y el mar suave y vacío que bordeaba la costa había quedado atrás en la desolación resplandeciente de los rayos del sol. A ambos lados del barco, abajo, crecían sombríos mangles retorcidos sobre orillas semilíquidas; y Massy seguía en su viejo tono, con un arranque brusco, como si le hiciesen soltar las peroratas lo mismo que a una caja de música, dándole cuerda.
– Y si alguien consiguió de mí todo lo posible, es usted. No me importa decirlo. Ahí tiene, ya lo dije. ¿Qué más quiere usted? ¿No es esto bastante para su orgullo, capitán Whalley? Me dominó usted desde el principio. Cuando vuelvo la mirada atrás, veo que es todo de una pieza. Usted me permitió insertar aquella cláusula sobre la intemperancia sin decir palabra, sólo poniendo mala cara cuando yo señalé que esto debía constar blanco sobre negro. ¿Cómo podía yo saber cuáles eran sus fallos? Normalmente, todo el mundo tiene alguna debilidad. ¡Oh sorpresa! Cuando usted viene a bordo resulta que lleva años 5 años acostumbrado a no beber más que agua.
Cesaron sus chillidos dogmáticos y regañones. Meditaba profundamente, a la manera de los hombres arteros y sin inteligencia. Parecía inconcebible que el capitán Whalley no se riese de la expresión de disgusto que embargaba a aquella figura pesada y amarillenta. Pero el capitán Whalley no levantaba la mirada, permanecía sentado en la butaca, ultrajado, digno, inmóvil.
– De mucho me sirvió -rebufaba Massy monótonamente-, insertar una cláusula de despido por intemperancia contra un hombre que sólo bebe agua. Y usted parecía tan contrariado cuando leyó mi borrador aquella mañana en el bufete del abogado. Capitán Whalley… parecía usted tan apesadumbrado que quedé convencido de que había dado con su punto flaco. Un armador no toma nunca bastantes precauciones en lo que se refiere al patrón que contrata. Usted debía de reírse por dentro todo el tiempo… ¿eh? ¿Qué va usted a decir?
El capitán Whalley se había limitado a mover levemente los pies. La mirada sesgada de Massy mostró una sorda animosidad.
– Pero recuerde que hay otros tres motivos de despido. La negligencia habitual, que equivale a incompetencia, y una grave y persistente negligencia del deber. No soy tan tonto como usted. Últimamente ha prestado poco cuidado… lo deja todo en manos de ese serang. ¡Vaya! He visto que deja que ese viejo malayo loco dé las órdenes por usted, como si usted fuese demasiado importante para atender a su trabajo personalmente. ¿Y cómo calificaría usted la estúpida forma de rozar el bajío ahora mismo? Usted piensa que yo voy a tolerar esto sin tomar medidas
Apoyando el codo en la escalerilla de la parte de popa del puente, Sterne, el segundo, intentaba captar la conversación, guiñando el ojo todo el tiempo de lejos al segundo maquinista, que había subido un momento, y estaba en la escotilla de la sala de máquinas. Limpiándose las manos con un puñado de borra de algodón, miraba en torno con indiferencia a izquierda y derecha, a las orillas del río que se deslizaban velozmente hacia la popa del Sofala.
Massy se volvió de cara a la butaca. El tono de sus gritos se hizo otra vez amenazador.
– Lleve cuidado. Todavía puedo despedirle y congelarle el dinero durante un año. Puedo…
Pero ante la inmovilidad silenciosa y rígida del hombre cuyo dinero había llegado por los pelos a tiempo de salvarle de la ruina total, se le ahogó la voz en la garganta.