– No es que yo quiera que usted se vaya -arrancó de nuevo tras un silencio, con un tono absolutamente Insinuante-. Lo que yo querría por encima de todo es que fuésemos amigos y renovásemos el acuerdo, si usted consiente en encontrar otras doscientas libras para contribuir al gasto de las calderas nuevas, capitán Whalley. Ya se lo dije anteriormente. El barco necesita unas calderas nuevas: usted lo sabe tan bien como yo. ¿Ha reflexionado sobre esto?
Aguardó. El delgado tallo de la pipa de saliente cazoleta le coleaba de los gruesos labios. Se había apagado. De repente, se la sacó de los dientes y retorció levemente las manos.
– ¿No me cree usted? Metió la cazoleta de la pipa en el bolsillo de la chaqueta negra brillante por el desgaste.
– ¡Es como tratar con el diablo! -dijo-. ¿Por qué no habla usted? AI principio me trataba usted con tal altivez que apenas me atrevía a arrastrarme por mi propio barco. Ahora no consigo arrancarle una palabra. Como si no me viese. ¿Qué significa esto? A fe que me aterroriza con ese truco de hacerse el sordomudo. ¿Qué pensamientos cruzan por esa cabeza suya? ¿Qué conspira ahí con tanto empeño que no puede decir una palabra? Nunca me hará creer que usted, usted, no sabe de dónde sacar un par de cientos. Me ha hecho usted maldecir el día que nací…
– Mr. Massy -dijo el capitán Whalley de repente, sin moverse.
El maquinista saltó violentamente.
– Si es así, sólo puedo pedirle que me perdone.
– Estribor -musitó el serang al timonel; y el Sofala empezó a girar para enfilar el segundo tramo.
– ¡Ough! -se estremeció Massy-. Me hiela usted la sangre. ¿Qué le movió a usted a venir acá? ¿Por qué se presentó aquella noche tan de repente, con sus palabras altivas y su dinero, a tentarme? Siempre me he preguntado qué motivos tendría. Usted se me pegó para tener una situación tranquila v vivir a expensas de mi sangre, como le digo. ¿Fue eso? Me da que es usted lo más miserable que hay en el mundo, pues de lo contrario, por qué…
– No. Sólo soy pobre -interrumpió el capitán Whalley, como de piedra.
– Ahí, firme -murmuró el serang. Massy se alejó con el mentón en el hombro.
– No lo creo -dijo en su tono dogmático. El capitán Whalley no hizo ningún movimiento-. Usted está ahí sentado como un buitre harto de comida… exactamente igual que un buitre.
Abarcó el centro de la corriente y ambas orillas con una sola mirada circular, ciega, vacía, y dejó el puente lentamente.
9
Al volverse para bajar Massy percibió la cabeza de Sterne, el segundo, que vagaba por allí con su sonrisa maliciosa y confiada, su bigote rojo y ojos parpadeantes, al pie de la escalera.
Antes de incorporarse al Sofala, Sterne había sido oficial subalterno en una de las navieras más importantes. Había dejado el puesto, decía, «por un principio general». Se quejaba de que la promoción en el empleo era muy lenta, y pensaba que ya era tiempo de que intentase conseguir algo en la vida. Parecía como si nadie fuese a morirse nunca ni a dejar la firma; todos estaban aferrados a sus puestos hasta pudrirse; estaba cansado de esperar; y se temía que cuando se produjesen vacantes los mejores servidores de la empresa no fuesen recompensados adecuadamente. Además, el capitán a cuyas órdenes estaba, el capitán Provost, era un hombre absolutamente incomprensible al que había caído mal sin saber por qué. Probablemente, por ser demasiado celoso en el cumplimiento de su deber. Cuando hacía algo mal, aguantaba las reprimendas como un hombre. Pero esperaba que se le tratase también como a un hombre, y no que se dirigiesen a él sistemáticamente como si fuese un perro. Había pedido, lisa y llanamente, al capitán Provost, que le dijese qué delito había cometido, y el capitán Provost, con el mayor desprecio, le había dicho que era un perfecto oficial, y que si le disgustaba la forma en que le hablaba allí tenía la pasarela… podía desembarcar en el acto. Pero todo el mundo sabía qué tipo de persona era el capitán Provost. De nada servía apelar a las oficinas de la firma. El capitán Provost tenía demasiada influencia. De todos modos, tenían que dar buenas referencias de él. Decidió que nada en el mundo iba a cerrarle el paso, y como se había enterado de que el segundo del Sofala estaba hospitalizado por una insolación, pensó que no perdería nada mirando si…
Se presentó al capitán Whalley recién afeitado, con el rostro colorado, enjuto, sacando el poco pecho que tenía; recitó su breve historia con toda seguridad y hombría. De vez en cuando parpadeaba ligeramente, y se atusaba con la mano el extremo de un bigote exuberante; sus cejas eran rectas y espesas, de color castaño, y la franqueza de su mirada parecía rozar el descaro. El capitán Whalley le había contratado temporalmente; luego, habiendo mandado los doctores al otro a convalecer a su casa, se había quedado para otro viaje, y luego para otro. Ahora había conseguido ser fijo, y cumplía sus obligaciones con aire de aplicación seria y concentrada. En cuanto le hablaban empezaba a sonreír atentamente, y toda su actitud expresaba gran deferencia; pero el rápido parpadeo que no le dejaba tenía algo de inquietante, como si poseyese el secreto de algún truco universal, impenetrable para los demás mortales, y capaz de burlar a toda la creación.
Grave y sonriente, contemplaba cómo Massy bajaba peldaño a peldaño; cuando el primer maquinista alcanzó la cubierta, él le salió al encuentro y se encontraron cara a cara. De parecida estatura pero profundamente distintos, se enfrentaban como si hubiese algo entre ellos… algo más que la brillante faja de luz solar que caía por el amplio espacio de entre los dos toldos, cruzaba de través las estrechas planchas de la cubierta y separaba los pies de los dos como si fuese una corriente; algo profundo y sutil, incalculable, como una comprensión mutua no expresada, un misterio secreto, o algún tipo de miedo.
Al cabo Sterne, guiñando sus profundos ojos y echando hacia adelante la barbilla suave y de neto perfil, tan colorada como el resto de la cara, murmuró:
– ¿Vio usted? ¡Lo rozó! ¿Vio usted?
Massy, despreciativo y sin levantar la cara amarillenta y carnosa, replicó en el mismo tono:
– Tal vez. Pero si hubiese sido usted, pronto hubiéramos estado encallados en el lodo.
– Perdone usted Mr. Massy. Le ruego me permita negarlo. Naturalmente, un armador puede decir todo lo que le venga en gana en su propia cubierta. Está muy bien; pero le ruego que…
– ¡Apártese de mi camino!
El otro tuvo un arranque, como producido por la indignación contenida, pero se mantuvo donde estaba. La mirada baja de Massy vagaba a derecha e izquierda, como si toda la cubierta en torno a Sterne estuviese cubierta de huevos y no quisiese pisarlos, buscando irritado lugares en que poner el pie rápidamente. Pero, al cabo, tampoco él se movió y no era por falta de espacio.
– Oí que usted decía ahí arriba -siguió el segundo-, y sin duda es una observación muy justa, que todo el mundo tiene algún punto débil.
– Su punto débil es escuchar tras las puertas, Mr. Sterne.
– Si quisiese escucharme sólo un instante, Mr. Massy, podría…
– Es usted un falso -interrumpió Massy rápidamente, tan rápido que pudo repetir-: un falso de lo más vulgar -antes de que el segundo pudiese replicar.
– Pero, señor, ¿usted qué quiere? Quiere…
– Quiero… quiero -martilleó Massy, furioso y asombrado. -¿Quiero? ¿Cómo sabe usted que yo quiero algo? ¿Cómo se atreve…? ¿Qué significa esto? ¿Qué busca usted… usted…?
– Promocionarme -Sterne le acalló con cándida presunción. Las mejillas regordetas y caídas del maquinista temblaron, pero dijo con bastante tranquilidad:
– Lo único que consigue es calentarme los cascos -y Sterne le atajó con una leve sonrisa confiada.