Era uno de esos lugares retirados que pueden hallarse en el poblado mar, lo mismo que en tierra da uno a veces con el racimo de casas de una aldea respetada por la inquietud de los hombres, por sus anhelos, por su pensamiento, como olvidada por el tiempo mismo. Habían pasado por allí de largo las vidas de incontables generaciones y las multitudes de albatros, abriéndose paso desde todos los puntos del horizonte para dormir en las peñas exteriores del grupo, desplegaban las evoluciones convergentes de su vuelo en largas y sombrías serpentinas sobre el resplandor del cielo. La nube palpitante de sus alas se hundía y plegaba sobre los pináculos de las rocas, sobre rocas delgadas como agujas de campanario, erguidas como torreones; sobre peñascos que parecían pétreas murallas hendidas y rotas por el rayo… con el adormecido y limpio brillo del agua en cada brecha. El ruido de sus gritos continuados y violentos invadía toda la atmósfera.
Ese estrépito recibía al Sofala cuando venía de Batu Beru; le recibía en tardes calmas, como clamor despiadado y salvaje debilitado por la distancia. El clamor de los albatros que se disponían a descansar y pugnaban por hallar un rincón al acabarse el día. Nadie les prestaba demasiada atención a bordo; era la voz de la arribada segura de su barco, al cabo de aquel tramo final de cien millas, el trayecto había culminado cuando emergían una a una aquellas isletas, puntas de rocas, leves gibas, tierra… y la nube de pájaros las cubría… la inquieta nube que emitía un rugido estridente y…cruel, el sonido de una escena familiar, parte viviente de la tierra rota que tenían debajo, del extenso mar y del alto cielo, sin una sola mancha.
Pero cuando el Sofala se acercaba a tierra después de puesto el sol, lo encontraba todo muy quedo bajo el manto de la noche. Todo estaba en calma, mudo, casi invisible, de no ser por el eclipse de las constelaciones más bajas tras las vagas masas de las isletas cuyo auténtico perfil se ocultaba a la vista entre los espacios obscuros del cielo; y las tres luces del barco, como tres estrellas, la roja y la verde, con el blanco encima, las tres luces, como tres estrellas que errasen juntas por la tierra, mantenían su curso sin vacilaciones para pasar por el extremo sur del grupo. A veces, había ojos humanos que observaban cómo se acercaban, deslizándose suavemente por el vacío oscuro; los ojos de pescador desnudo que bordeaba los escollos en su canoa. Pensaba indiferente: «¡Ea! el barco de fuego que cada luna va y viene a la bahía de Pangu». No sabía mas de el. Y en cuanto detectaba el leve ritmo de la hélice que sacudía el agua encalmada a milla y media de distancia, había negado el momento en que el Sofala cambiaba de rumbo, y las luces apartaban de él su triple haz, y desaparecían.
Unas pocas familias miserables y semidesnudas, algo así como una tribu de malditos de largas melenas, flacos, de mirada salvaje, luchaban por la vida en la silvestre soledad de aquellas islas que yacían como avanzadillas abandonadas de la tierra a las puercas de la bahía. Bajo sus ligeras y viejas canoas, talladas en el tronco de un árbol, el agua era mas transparente que el cristal, entre las pendientes y rugosidades de las rocas, las formas del tondo se ondulaban levemente al hundir el remo; y los hombres parecían suspendidos en el aire, encerrados entre las fibras de un tronco oscuro y manchado, pescando pacientemente en un aire extraño, nítido y verde, por encima del fondo poco profundo.
Sus cuerpos se deslizaban morenos y enjutos como secados por el sol; sus vidas discurrían silenciosamente; las casas en que habían nacido, descansaban y morían -endebles cobijos de juncos y hierbajos y algunas pocas esteras deshilachadas- quedaban ocultas a la vista de quien pasase por el mar abierto, ningún resplandor de sus hogares sorprendió nunca a los marineros con un brillo rojizo sobre la noche ciega del grupo de isletas, y las calmas de la costa, las largas calmas ardientes del ecuador, las calmas sin aliento, concentradas como introspección profunda de una naturaleza apasionada, meditaban terriblemente durante días y semanas, pesando abrumadoras sobre la suerte inmutable de sus hijos; hasta que al cabo las piedras, cálidas como brasas vivas, herían el suelo desnudo, hasta que el agua se pegaba caliente y podrida, como aferrándose a las piernas de los hombres entecos de lomos mal cubiertos, que avanzaban hundidos hasta las caderas por el pálido ardor de aquellas aguas poco profundas. Y, de cuando en cuando, sucedía que el Sofala, por algún retraso en alguna de las escalas, enfilase la bahía de Pangu incluso a mediodía.
Como borrosa nube al principio, la estrecha niebla de su humo, surgía misteriosamente desde un punto vacío por encima de la clara línea del cielo y del mar. El pescador taciturno oculto tras los escollos extendía los escuálidos brazos hacia alta mar; y las morenas figuras que se agachaban en las estrechas playas, las figuras morenas de hombres, mujeres y niños que escarbaban la arena en busca de huevos de tórtola, se erguían, doblando el codo para poner la mano sobre los ojos, a fin de contemplar cómo aquella aparición mensual, se dirigía hacia ellos deslizándose sobre la mar, giraba, y se iba. Sus oídos captaban el jadeo del barco; sus ojos lo seguían hasta que pasaba por entre los dos cabos del continente a toda máquina, como si esperase abrirse camino imparable hasta el fondo mismo de la tierra.
En esos días el luminoso mar no mostraba signo alguno de los peligros que acechaban a ambos lados del camino del barco. Todo permanecía en calma, aplastado por la fuerza abrumadora de la luz; y el amplio archipiélago, opaco bajo los rayos del sol -las rocas que semejaban pináculos, las que parecían ruinas, las isletas de forma de colmena, o de topera; las isletas que recordaban formas de almiares, contornos de torres cubiertas de hiedra- todas se reflejaban cabeza abajo en el agua sin arrugas, como juguetes tallados en marfil, alineados sobre el cristal plateado de un espejo.
La llegada de una tormenta envolvía inmediatamente todo el conjunto en la espuma de las olas que rompían a barlovento como en súbita nube; y la clara agua parecía hervir en todos los canales. El mar provocado dibujaba exactamente sobre airada espuma la amplia base del grupo; el poso sumergido de escombros y residuos de la construcción de la cercana costa, los peligrosos salientes, bañados de agua, que se adentraban en el canal, silbando con malignos y largos esputos: salivazos mortales de espuma y de piedras.
Incluso una simple brisa fresca -como la de aquella mañana del viaje anterior, cuando el Sofala dejó a tempranas horas la bahía de Pangu, cuando el descubrimiento de Mr. Sterne se abrió como flor de terrible e increíble aspecto nacida de la pequeña semilla de la sospecha instintiva- incluso una brisa así tenía fuerza suficiente para arrancar del rostro del mar la máscara de placidez. Para Sterne, que lo contemplaba con indiferencia, había sido como una revelación observar por primera vez los peligros marcados por las silbantes manchas lívidas que aparecían en el mar tan claramente como en el grabado de un mapa. Pensó que días como aquel eran los mejores para que intentase el paso un forastero: días claros, con viento suficiente como para que el mar rompiese contra cada escollo, señalando como con boyas el curso a seguir; mientras que con el mar en calma tenía que fiarse uno exclusivamente de la brújula y del cálculo de una mirada experta. Y, sin embargo, los sucesivos capitanes del Sofala más de una vez habían tenido que pasar por allí de noche. Actualmente no podía uno desperdiciar seis o siete horas de ruta de un vapor. Imposible. Pero todo era cosa de costumbre, y llevando cuidado… El canal era suficientemente amplio y seguro; lo fundamental era dar con la entrada a obscuras. Porque si se liaba uno en aquella extensión inacabable de escollos no conseguiría nunca salir de allí con el barco entero… si es que llegaba a salir vivo.
Fue éste el último hilo de pensamiento de Sterne independiente del gran descubrimiento. Acababa de ver cómo amarraban el ancla y se había entretenido a proa unos instantes. El puente estaba a cargo del capitán. Bostezando levemente, abandonó la contemplación del mar y apoyó los hombros en el pescante del ancla.