– Todavía puedo perder la vida en esta locura… y no digamos la oportunidad, -musitaba Sterne para sí, muy irritado, una vez que la espalda gibosa del primer maquinista hubo desaparecido por el rincón de la lumbrera. Sí, sin duda -pensaba-; pero espetar por las buenas lo que sabía no le iba a servir para promocionarse. Al contrario, podía arruinar sus perspectivas. Tenía miedo de otro fracaso. Tenía cierta conciencia de no ser muy apreciado por sus compañeros en aquella parte del mundo; cosa inexplicable, porque no les había hecho nada. Sería envidia, suponía. La gente siempre se echa encima de cualquier tío listo que declare abiertamente su intención de abrirse camino en la vida. Sería la mayor de las locuras pensar que cumplir con su deber le granjearía la gratitud de aquel bestia de Massy. Era malo, malo. ¡Inhumano! ¡Perverso! ¡Pésimo elemento! ¡Una bestia! Un bestia sin ningún destello de humanidad en toda su persona; sin ni siquiera un mínimo de curiosidad, pues de lo contrario sin duda habría reaccionado de alguna forma a las incansables insinuaciones que le había hecho… Aquella insensibilidad resultaba casi misteriosa. El estado de exasperación de Massy le hacía a los ojos de Sterne más estúpido de lo que es normal en los armadores.
Meditando en lo engorroso de aquella estupidez, Sterne se abandonó completamente. Su mirada pétrea, estaba clavada sin pestañear en las planchas de la cubierta.
El leve temblor que agitaba toda la fábrica del barco era más perceptible en el silencioso río, sombrío y en calma como un sendero de la jungla. El Sofala, deslizándose con movimiento regular, había dejado atrás el cinturón costero de barro y mangles. Las márgenes eran más elevadas, formando recias moles inclinadas, y la selva de grandes árboles llegaba hasta la orilla misma. Donde la tierra había cedido a los embates del agua, un empinado corte pardo dejaba al desnudo una masa de raíces enredadas como si peleasen bajo tierra. Y en el aire, las copas entrelazadas, trabadas y cargadas de enredaderas, seguían la lucha por la vida, entremezclando sus follajes en una sólida muralla de hojas, en la que destacaba acá y allá un enorme pilar oscuro, o una brecha, como desgarrón hecho por bala de cañón, que mostraba la impenetrable oscuridad del interior, la sombra secular e inviolable de la selva virgen. El golpeteo de las máquinas reverberaba como latidos de metrónomo que midiesen el vasto silencio, la sombra de la muralla oeste había caído sobre el río, y el humo que salía de la chimenea hacia atrás formaba un torbellino tras el barco, extendiendo un leve velo oscuro sobre las aguas obscuras que, chocando con la marea, parecían permanecer estancadas en toda la longitud de aquel tramo del río.
El cuerpo de Sterne, como si tuviese raíces en aquel lugar, temblaba levemente de punta a cabo con la vibración infernal del barco; bajo sus pies se oía a veces un repentino resonar de acero, o el estallido ruidoso de un grito; por la derecha las hojas de las copas capturaban los rayos del sol bajo y parecían brillar con luz propia, verde-dorada, rutilante, en torno a las ramas más elevadas, negras sobre el cielo azul claro que parecía pender sobre el lecho del río como el techo de una tienda. Los pasajeros para Batu Beru, arrodillados sobre las planchas, estaban ocupados en enrollar sus jergones de estera; liaban hatillos, aseguraban las cerraduras de cofres de madera. Un chamarilero marcado por la viruela echó la cabeza atrás para beber las últimas gotas de una botella de arcilla antes de envolverla en un lío de sábanas. Grupos de vendedores ambulantes conversaban en voz baja en la cubierta; el séquito de un pequeño rajá de la costa, simples jóvenes de rostro aplanado con bombachos blancos, gorros redondos de algodón blanco y sarongs de colores vivos cruzados sobre hombros de bronce, aguardaban de cuclillas en la escotilla, mascando betel con bocas rojas brillantes como si estuviesen saboreando sangre. Sus lanzas, amontonadas en medio del círculo que formaban los pies desnudos, parecían un desordenado haz de bambúes secos; un chino lívido y flaco, con un gran bulto envuelto en hojas ya bajo el brazo, miraba alerta hacia adelante; un rey errante se frotaba la dentadura con un pedazo de madera, echando por la borda con los labios un brillante chorro de agua; el grueso rajá dormitaba en una tumbona destartalada… y a la vuelta de cada curva reaparecían las dos murallas de hojas, paralelas a las orillas, con su impenetrable solidez que se desvanecía en lo alto entre la leve niebla vaporosa de incontables ramitas libres que surgían de la punta más alta de vetustos troncos, y velludas puntas de enredadera cual delicados surtidores de plata que se erguían sin el menor temblor. En ninguna parte había señales de algún claro; ni rastro de habitación humana, excepto en cierto punto en que sobre la desnudez de una punta plana, bajo un grupo aislado de frágiles helechos arborescentes, aparecieron los restos embarullados y maltrechos de una antigua cabaña, con ese aspecto peculiar de las paredes de bambú en ruinas, que parecen como aplastadas con alguna porra. Más adelante, medio oculta bajo la vegetación que caía sobre las aguas, una canoa con un hombre, una mujer y un montón de cocos, retembló fuertemente tras el paso del Sofala, como ingenio navegador de aventurados insectos, de hormigas viajeras; mientras dos cristalinos pliegues de agua salían disparados de cada flanco del vapor y recorrían toda la anchura del río ascendiendo suavemente a contracorriente, frotando sus puntas con ruidosos espumarajos marrones contra los pies de limo de cada orilla.
– Tengo que hacer comprender su situación a ese bestia de Massy- pensaba Sterne. -Está resultando demasiado absurdo. Ahí está el viejo sepultado en la butaca -que lo mismo podría ser su tumba para lo que de útil puede ya hacer en el mundo- y el serang tiene el mando. Eso es lo que ocurre. Tiene el mando. Ocupa el lugar que me corresponde por derecho. Tengo que hacer entrar en razón a ese bestia salvaje. Y lo voy a hacer inmediatamente…
Cuando el segundo salió disparado, un chaval moreno semi-desnudo, de grandes ojos negros, que llevaba escrita la buenaventura en un collar, quedó muerto de pánico. Soltó la banana que estaba mordisqueando y corrió a refugiarse entre las rodillas de un grave árabe moreno de ropajes ampulosos, sentado cual figura bíblica, incongruentemente, en un cofre de cinc amarillo, amarrado con una cuerda de rota trenzada. El padre, impasible, puso la mano en la cabecita rapada y la palmeó.
11
Sterne cruzó la cubierta en pos del primer maquinista. Jack, el segundo, retirándose hacia adentro por la escalera de la sala de máquinas, y sin dejar de secarse las manos, le brindó una incomprensible sonrisa de dientes blancos en su rostro duro y contorsionado; no había rastro de Massy en ninguna parte. Sterne golpeó suavemente la puerta de éste con los nudillos, y luego, aplicando los labios a la alcachofa del ventilador, dijo:
– Tengo que hablar con usted Mr. Massy. Concédame sólo un par de minutos.
– Estoy ocupado. Aléjese de mi puerta.
– Pero, por favor, Mr. Massy…
– Lárguese. ¿No me oye? Váyase inmediatamente… a la otra punta del barco… lo más lejos que pueda…- La voz del interior bajó de tono. -Al diablo.
Sterne se detuvo, y luego, muy suave:
– Es bastante urgente. ¿Cuándo cree usted que estará libre, señor?
La respuesta fue un exasperado -Nunca-; e inmediatamente, Sterne, con expresión de firmeza en el rostro, giró el pomo.
La habitación de Mr. Massy -un camarote estrecho, de una cama- olía extrañamente a jabón, y ofrecía a la vista una desolación limpia de polvo y totalmente desprovista de ornato, no tan desnuda como desierta, no tan severa como reseca y falta de humanidad. Semejaba el patio de un hospital público, o más bien (por lo pequeño de las dimensiones) el limpio refugio de una persona desesperadamente pobre, pero ejemplar. Ni un solo marco de fotografía adornaba la cabecera; ni una sola prenda de vestir pendía de las perchas de latón, ni siquiera un sombrero. Todo el interior estaba pintado de un azul pálido liso; dos grandes cofres de mar cubiertos de lona y con cerrojos de hierro encajaban exactamente en el espacio de debajo de la litera. Bastaba una mirada para abarcar toda la franja de planchas pulimentadas que unían los cuatro visibles rincones. Era chocante la ausencia del habitual banco; la cimera de madera de teca del lavabo parecía herméticamente cerrada, lo mismo que el cajón del escritorio, que sobresalía del tabique de los pies de la cama. Esta tenía un colchón delgado como una torta bajo raído cobertor de descolorida franja roja, y una mosquitera doblada para las noches de puerto. No se veía en parte alguna ni un pedazo de papel, ni desperdicios de ningún género, ni una mota de polvo; ni siquiera ceniza, cosa moralmente turbadora tratándose de un fumador empedernido, como manifestación de hipocresía extrema; y el asiento del viejo sillón de madera (el único asiento), pulido por el mucho uso, brillaba como si hubiese cubierto de cera su decadencia. La cortina de hojas de la orilla, pasando como si se desplegase sin fin por el agujero redondo del ojo de buey, proyectaba en la estancia una temblorosa trama de luz y sombras.