Pero nunca había odiado a nadie tanto como a aquel viejo que se presentó cierta noche a salvarle de un desastre total… de la conspiración de los siniestros hombres de mar. Pareció caer a bordo llovido del cielo. Los pasos que resonaban en el vacío vapor, y la voz de extrañas tonalidades graves repitiendo interrogativamente en la cubierta las palabras -Mr. Massy, ¿está Mr. Massy?- habían sido una maravilla sorprendente. Saliendo de las profundidades de la fría sala de máquinas, por donde vagaba deprimido con una vela, entre las enormes sombras proyectadas en todas direcciones por los miembros esqueléticos de la maquinaria, Massy había quedado pasmado y atónito al encontrarse en presencia de aquel imponente anciano de barba cual peto de plata, que se erguía alto en una oscuridad lívida por las llamas agonizantes de la puesta del sol.
– ¿Qué quiere usted verme para tratar de negocios? ¿Qué negocios? Ahora no trabajo. ¿No ve que el barco tiene las calderas apagadas?- Ante la agobiante ironía de su desastre, Massy se había ensenado. Luego, no podía prestar crédito a sus oídos. ¿A dónde iba aquel viejo? Las cosas no suceden así. Debía de ser un sueño. Seguro que despertaría y vería que aquel hombre se había desvanecido como una forma de niebla. La gravedad, la dignidad, el tono firme y cortés de aquel forastero mayor y atlético impresionaron a Massy. Casi estaba asustado. Pero no era ningún sueño. Quinientas libras no son ningún sueño. Inmediatamente entró en sospechas. ¿Qué significaba aquello? Naturalmente era una oferta que había que aceptar a ojos cerrados. Pero ¿qué podía haber detrás?
Antes de despedirse estableciendo una cita en el bufete de un procurador para primeras horas de la mañana, Massy estaba ya preguntándose: ¿Qué motivos tendrá? Dedicó la noche a esculpir las cláusulas del acuerdo, un documento único en su género cuyo tenor se hizo en cierto modo famoso y vino a ser comidilla y asombro de todo el puerto.
El objetivo de Massy era asegurarse cuantas más formas mejor de poderse librar del socio sin tener que devolverle inmediatamente su parte. Los esfuerzos del capitán Whalley se dirigían a asegurar el dinero. ¿No era el dinero de Ivy, una parte de la fortuna de ella, que aparte de eso no tenía más recurso que el cuerpo de su viejo padre, que desafiaba al tiempo? Cargado de paciencia por la fuerza del amor hacia ella, aceptó con majestuosa serenidad los párrafos estúpidamente avisados de Massy contra su incompetencia, su deshonestidad, su embriaguez, a cambio de otras estipulaciones que le atasen. Al cabo de tres años quedaba en libertad para retirarse de la sociedad, llevándose el dinero. Se estipulaban disposiciones para formar un fondo con que pagarle. Pero si por cualquier causa (salvo la muerte), dejaba el Sofala antes de ese plazo, Massy dispondría de todo un año para pagarle. -¿Caso de enfermedad?- había sugerido el abogado, un joven recién llegado de Europa, que no estaba sobrecargado de encargos y al que casi divertía el trato. Massy empezó a quejarse zalamero, -¡No iban a imaginar que él…!
– Déjelo,- dijo el capitán Whalley con una soberbia confianza en su cuerpo. -Son cosas de Dios,- añadió. En mitad de la vida encontramos la muerte, pero él confiaba con audacia aún mayor en su hacedor, en el hacedor que conocía sus pensamientos, sus afectos humanos y sus motivos. El creador sabía qué uso estaba haciendo de la salud, cuánto la necesitaba… -Confío en que mi primera enfermedad sea la última. Nunca estuve enfermo, que recuerde,- observó. -Déjelo.
Pero ya en aquellos primeros momentos despertó la hostilidad de Massy al negarse a que fuesen seiscientas en lugar de quinientas.
– No puedo hacerlo -fue todo lo que dijo, simplemente, pero con tanta decisión que Massy desistió inmediatamente de hacer presión al respecto.
Aunque pensó para sí:
– ¡Qué no puede! Viejo canalla ¡No quiere! Tiene que tener dinero a espuertas, pero a cambio de un puesto tranquilo y la sexta parte de mis beneficios, si pudiese se ahorraría pagar ni un céntimo.
Durante aquellos años el disgusto de Massy creció bajo la coacción de algo que parecía miedo. La simplicidad de aquel hombre parecía peligrosa. Sin embargo, últimamente había cambiado. Parecía menos formidable, como si le hubiese disminuido el vigor vital, como si hubiese encajado una herida secreta. Aun con eso, seguía siendo incomprensible por la simplicidad, valor y rectitud. Y cuando Massy supo que pensaba abandonarle al expirar el plazo, dejándole confrontado con el problema de las calderas, el disgusto se convirtió en su interior en una llamarada de odio.
El odio le había abierto los ojos; ya hacía mucho tiempo que Sterne no podía contarle nada que él no supiera. Tenía mucho empeño en aterrorizar a aquella sabandija para que callase; quería afrontar la situación solo; y, por increíble que pudiese parecerle a Sterne, todavía no había perdido el deseo y la esperanza de hacer que el odiado viejo se quedase. ¡Claro! No había otra posibilidad, si quería mantener sus posibilidades de hacer fortuna. Pero ahora, de repente, desde que cruzaron el bajío de Batu Beru, todo parecía encaminarse rápidamente al desenlace. Le inquietaba esto tanto que el estudio de los números premiados no conseguía calmarle, y la media luz del camarote se iba haciendo más sombría.
Apartó la lista, musitando una vez más:
– ¡Ah, no! ¡Usted, no! No lo consentiré. -No estaba dispuesto a que el entrometido petimetre le forzase la mano con sus guiños. Se volvió a sujetar la cabeza con las manos; la inmovilidad de su figura confinada en la oscuridad de aquel rincón cerrado parecía convertirle en algo infinitamente alejado del ajetreo y los ruidos de cubierta.
Les oía. Los pasajeros estaban empezando a charlar animadamente todos a la vez; alguien arrastraba un pesado cofre por junto de su puerta. Oyó la voz del capitán Whalley arriba:
– Todo el mundo a sus puestos, Mr. Sterne -y la respuesta que venía de la parte de la cubierta de proa:
– Sí, sí, señor.
– Esta vez lo amarraremos mirando a la corriente; tenemos marea baja.
– Mirando a la corriente, señor.
– Ocúpese de ello, Mr. Sterne.
La contestación quedó sepultada por el autocrático tañido del gong de la sala de máquinas. La hélice siguió golpeando lentamente: uno, dos, tres; uno, dos, tres… con pausas como si dudase en seguir girando. El gong sonaba una y otra vez, y el agua lanzada en diversas direcciones por las palas causaba gran conmoción a todo lo largo del buque. Mr. Massy no se movió. En la otra orilla, a un cuarto de milla, giraba un faro pequeño, como una estrella diminuta, recorriendo lentamente el círculo del puerto. Desde el espigón de Mr. Van Wick otras voces contestaron a los gritos del buque; se lanzaron cuerdas que no llegaron, las volvieron a lanzar; la llama vacilante de una antorcha a bordo de un gran sampán que iba a recoger majestuosamente al rajá de la costa introdujo de repente en el camarote un resplandor rojizo, que tiñó su propia persona. Mr. Massy no se movió. Tras unas últimas y pesadas vueltas, las máquinas se pararon, y el prolongado tañer del gong señaló que el capitán las había parado. Gran número de botes y canoas de todos los tamaños abordaron al Sofala por el lado contrario al muelle. Luego, al rato, fue amainando lentamente el tumulto de chapuzones, gritos, pies que se arrastraban, bultos que caían sordamente, chillidos de los pasajeros nativos al alejarse. En la costa, una voz cultivada, levemente autoritaria, dijo muy cerca del costado del barco.