»Es duro pensar que algún día puedas leer estas líneas. Dios parece haberme olvidado. Quiero verte… y, sin embargo, la muerte sería el mayor favor. Si alguna vez lees estas palabras, te ruego que ante todo des gracias a un Dios que al cabo se habrá mostrado misericordioso, pues estaré muerto, y eso estará bien. Querida, estoy en las últimas.»
El siguiente párrafo empezaba con las palabras:
«La vista se me va…».
Aquel día, la hija no pudo leer más. La mano que sostenía el papel pegado a sus ojos cayó lentamente, y su entera figura con vestido negro liso caminó rígida hacia la ventana. Tenía los ojos secos; de sus labios no partió hacia el cielo ningún grito de pena, ningún susurro de gracias. La vida había sido demasiado dura, a pesar de todo lo que su amor se esforzara. Había silenciado sus emociones. Pero, por primera vez en todos aquellos años, había desaparecido su estigma, el agobio de la pobreza que la carcomía, los apuros de la dura lucha por el pan. Incluso parecieron desvanecerse en la media luz del atardecer la imagen del marido y de los hijos; sólo veía el rostro de su padre, como si hubiese ido a verla, siempre tranquilo y grande, tal como le viera la última vez, pero con aspecto un tanto más augusto y tierno.
Se guardó la carta doblada entre los dos botones del liso corpiño negro, y apoyando la frente en el cristal de la ventana permaneció allí hasta que anocheció, totalmente inmóvil, dedicándole todo el tiempo de que podía disponer. ¡Se había ido! ¿Era posible? Dios mío, ¿era posible? El golpe había llegado amortiguado por los vastos espacios terráqueos, por años de ausencia. Había habido días enteros en que no le había dedicado ni un pensamiento… no tenía tiempo. Pero le amaba, y sentía que al fin y al cabo, le había amado siempre.