Se presentó al capitán Whalley recién afeitado, con el rostro colorado, enjuto, sacando el poco pecho que tenía; recitó su breve historia con toda seguridad y hombría. De vez en cuando parpadeaba ligeramente, y se atusaba con la mano el extremo de un bigote exuberante; sus cejas eran rectas y espesas, de color castaño, y la franqueza de su mirada parecía rozar el descaro. El capitán Whalley le había contratado temporalmente; luego, habiendo mandado los doctores al otro a convalecer a su casa, se había quedado para otro viaje, y luego para otro. Ahora había conseguido ser fijo, y cumplía sus obligaciones con aire de aplicación seria y concentrada. En cuanto le hablaban empezaba a sonreír atentamente, y toda su actitud expresaba gran deferencia; pero el rápido parpadeo que no le dejaba tenía algo de inquietante, como si poseyese el secreto de algún truco universal, impenetrable para los demás mortales, y capaz de burlar a toda la creación.
Grave y sonriente, contemplaba cómo Massy bajaba peldaño a peldaño; cuando el primer maquinista alcanzó la cubierta, él le salió al encuentro y se encontraron cara a cara. De parecida estatura pero profundamente distintos, se enfrentaban como si hubiese algo entre ellos… algo más que la brillante faja de luz solar que caía por el amplio espacio de entre los dos toldos, cruzaba de través las estrechas planchas de la cubierta y separaba los pies de los dos como si fuese una corriente; algo profundo y sutil, incalculable, como una comprensión mutua no expresada, un misterio secreto, o algún tipo de miedo.
Al cabo Sterne, guiñando sus profundos ojos y echando hacia adelante la barbilla suave y de neto perfil, tan colorada como el resto de la cara, murmuró:
– ¿Vio usted? ¡Lo rozó! ¿Vio usted?
Massy, despreciativo y sin levantar la cara amarillenta y carnosa, replicó en el mismo tono:
– Tal vez. Pero si hubiese sido usted, pronto hubiéramos estado encallados en el lodo.
– Perdone usted Mr. Massy. Le ruego me permita negarlo. Naturalmente, un armador puede decir todo lo que le venga en gana en su propia cubierta. Está muy bien; pero le ruego que…
– ¡Apártese de mi camino!
El otro tuvo un arranque, como producido por la indignación contenida, pero se mantuvo donde estaba. La mirada baja de Massy vagaba a derecha e izquierda, como si toda la cubierta en torno a Sterne estuviese cubierta de huevos y no quisiese pisarlos, buscando irritado lugares en que poner el pie rápidamente. Pero, al cabo, tampoco él se movió y no era por falta de espacio.
– Oí que usted decía ahí arriba -siguió el segundo-, y sin duda es una observación muy justa, que todo el mundo tiene algún punto débil.
– Su punto débil es escuchar tras las puertas, Mr. Sterne.
– Si quisiese escucharme sólo un instante, Mr. Massy, podría…
– Es usted un falso -interrumpió Massy rápidamente, tan rápido que pudo repetir-: un falso de lo más vulgar -antes de que el segundo pudiese replicar.
– Pero, señor, ¿usted qué quiere? Quiere…
– Quiero… quiero -martilleó Massy, furioso y asombrado. -¿Quiero? ¿Cómo sabe usted que yo quiero algo? ¿Cómo se atreve…? ¿Qué significa esto? ¿Qué busca usted… usted…?
– Promocionarme -Sterne le acalló con cándida presunción. Las mejillas regordetas y caídas del maquinista temblaron, pero dijo con bastante tranquilidad:
– Lo único que consigue es calentarme los cascos -y Sterne le atajó con una leve sonrisa confiada.
– Un tipo metido en negocios que yo conozco (y que ahora está situado muy arriba) me dijo que había que hacer así. «Ponte siempre delante», decía, «siempre a la vista de tu jefe. Entrométete siempre que tengas ocasión. Muéstrale lo que sabes. Que se canse de verte.» Ese consejo me dio. Y yo no tengo aquí más jefe que usted. Usted es el propietario, y nadie cuenta lo mismo, a mi entender. ¿Ve usted, Mr. Massy? Quiero progresar. No le oculto que soy de los decididos a progresar. Que son la gente útil, señor mío. Me atrevería a decir que usted no ha llegado a lo más alto del árbol sin haber descubierto esto.
– Aburrir al jefe para progresar -repetía Massy, como sobrecogido por la irreverente originalidad de la idea. -Pues, no me extrañaría que los del Ancora Azul le hubiesen despedido a usted, precisamente por esto. ¿A eso le llama triunfar? Creo que como no se ande con ojo aquí conseguirá los mismos resultados. Puedo asegurárselo.
A esto Sterne agachó la cabeza pensativo, perplejo, parpadeando intensamente y con la mirada clavada en la cubierta. Todos sus intereses de establecer relaciones confidenciales con el amo habían acabado últimamente por no conducir a otro resultado que esas siniestras amenazas de despido; y una amenaza de despido era capaz de reducirle inmediatamente a un silencio lleno de vacilaciones, como si no estuviese seguro de que había llegado el momento de arriesgarse. En esta ocasión pareció durante un momento que se había quedado sin lengua, y Massy, poniéndose en movimiento, pasó rudamente por junto a él con un intento fallido de empujarle con el hombro. Sterne lo impidió apartándose. Se volvió entonces rápidamente, abriendo desmesuradamente la boca como si fuese a gritarle algo al maquinista, pero pareció pensarlo mejor.
No tenía inconveniente en confesar que en su búsqueda de alguna oportunidad para triunfar, tenía por sistema y se había convertido casi en instinto el vigilar la conducta de sus superiores inmediatos tratando de descubrir algo «a lo que poder agarrarse». Estaba convencido de que no había en el mundo patrón que pudiese mantener el mando un solo día si los armadores pudiesen «estar informados». Esta teoría romántica e ingenua le había causado problemas más de una vez, pero era incorregible; y su temperamento era tan instintivamente desleal que siempre que llegaba a un barco en el fondo de su pensamiento llevaba la idea de hacer perder el puesto al capitán para ocupar su lugar. Era algo que había venido a considerar normal. Llenaba los ratos de ocio fantaseando con planes minuciosos y descubrimientos comprometedores, y llenaba los sueños con imágenes de acontecimientos felices y accidentes favorables. Se contaban muchos casos de capitanes que habían enfermado y muerto en alta mar, circunstancia inmejorable para que un segundo despierto pudiese demostrar de qué madera estaba hecho. También había oído un par de casos de capitanes que se caían por la borda. Y otros… Pero era como innato en él considerar que no había capitán cuya conducta pudiese resistir la prueba de una atenta vigilancia por parte de un hombre que supiese lo que se traía entre manos y que mantuviese los ojos muy abiertos todo el tiempo.
Una vez consiguió empleo fijo a bordo del Sofala dio rienda suelta a sus perennes esperanzas de llegar muy arriba. Para empezar era una gran ventaja tener de capitán a un anciano: es gente que fácilmente dejan el puesto pronto por una razón o por otra. Sin embargo, le produjo gran pesar averiguar que aquel hombre no mostraba indicio alguno de dejar el oficio. De todos modos, la gente mayor se desmorona muchas veces de la noche a la mañana. Además, tenía al propietario maquinista al alcance de la mano, con lo que podía impresionarle con su celo y firmeza. Sterne no dudaba, ni por un instante, de lo obvios que eran sus propios méritos (y realmente, era un oficial excelente); sólo que actualmente los méritos profesionales no bastan para que uno llegue todo lo lejos que puede. Tiene que tener uno cierto empuje, y tiene que poner todas sus facultades en acción. Decidió que si alguien heredaba el mando de aquel vapor, sería él; y no es que apreciase el mando del Sofala como una gran presa, sino simplemente que, sobre todo en Oriente, todo era empezar, y un mando conduce a otro.
Empezó por prometerse que se comportaría con gran circunspección; el talante sombrío y fantástico de Massy le intimidaba, resultándole ajeno a la experiencia normal de un hombre de mar; pero era suficientemente inteligente para darse cuenta desde el principio de que se encontraba ante una situación excepcional. Su particular imaginación de rapaz lo captó rápidamente; el sentimiento de que allí había gato encerrado exasperaba su impaciencia por promocionarse. Y así acababa un viaje, y otro, y había empezado el tercero sin ver aún una ocasión a la que aferrarse con alguna esperanza de éxito. Todo era muy raro y muy oscuro; algo estaba sucediendo cerca de él, como separado por un abismo de la vida normal y de la rutina de las labores del barco, que era exactamente como la vida y la rutina de cualquier otro vapor costero de aquel tipo. Mas llegó el día en que hizo el descubrimiento. Se le ocurrió tras tres semanas de atenta observación y de suposiciones que le dejaban perplejo; de repente, como la solución largo tiempo buscada a un problema que de repente se le hace a uno presente como en un relámpago. Aunque no con la misma certeza, ¡santo cielo! ¿Era posible? Tras permanecer unos pocos segundos como herido por el rayo, trató tenazmente de apartar de su mente la idea, como si fuese producto de un deslizamiento insano hacia lo increíble, lo inexplicable, lo nunca oído… ¡La locura!