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– Pero este músico también es la humanidad…

– Mira, Martín -comentó mientras echaba el café en la taza-, ésos son los que sufren por el resto. Y el resto son nada más que hinchapelotas, hijos de puta o cretinos, ¿sabes?

Trajo el café.

Se sentó en el borde de la cama y se quedó pensativa. Luego volvió a poner el disco un minuto:

– Oí, oí lo que es esto.

Nuevamente se oyeron los compases del primer movimiento.

– ¿Te das cuenta, Martín, la cantidad de sufrimiento que ha tenido que producirse en el mundo para que haya hecho música así?

Mientras quitaba el disco, comentó:

– Bárbaro.

Se quedó pensativa, terminando su café. Luego puso el pocillo en el suelo.

En el silencio, de pronto, a través de la ventana abierta, se oyó el clarinete, como si un chico trazase garabatos sobre un papel.

– ¿Dijiste que está loco?

– ¿No te das cuenta? Ésta es una familia de locos. ¿Vos sabes quién vivió en ese altillo, durante ochenta años? La niña Escolástica. Vos sabes que antes se estilaba tener algún loco encerrado en alguna pieza del fondo. El Bebe es más bien un loco manso, una especie de opa, y de todos modos nadie puede hacer mal con el clarinete. Escolástica también era una loca mansa. ¿Sabes lo que le pasó? Vení. -Se levantó y fue hasta la litografía que estaba en la pared con cuatro chinches.- Mira: son los restos de la legión de Lavalle, en la quebrada de Humahuaca. En ese tordillo va el cuerpo del general. Ése es el coronel Pedernera. El de al lado es Pedro Echagüe. Y ese otro barbudo, a la derecha, es el coronel Acevedo. Bonifacio Acevedo, el tío abuelo del abuelo Pancho. A Pancho le decimos abuelo, pero en realidad es bisabuelo.

Siguió mirando.

– Ese otro es el alférez Celedonio Olmos, el padre de abuelo Pancho, es decir mi tatarabuelo. Bonifacio se tuvo que escapar a Montevideo. Allá se casó con una uruguaya, una oriental, como dice el abuelo, una muchacha que se llamaba Encarnación Flores, y allá nació Escolástica. Mira qué nombre. Antes de nacer, Bonifacio se unió a la legión y nunca vio a la chica, porque la campaña duró dos años y de ahí, de Humahuaca, pasaron a Bolivia, donde estuvo varios años; también en Chile estuvo un tiempo. En el 52, a comienzos del 52, después de trece años de no ver a su mujer, que vivía aquí en esta quinta, el comandante Bonifacio Acevedo, que estaba en Chile, con otros exiliados, no dio más de tristeza y se vino a Buenos Aires, disfrazado de arriero: se decía que Rosas iba a caer de un momento a otro, que Urquiza entraría a sangre y fuego en Buenos Aires. Pero él no quiso esperar y se largó. Lo denunció alguien, seguro, si no no se explica. Llegó a Buenos Aires y lo pescó la Mazorca. Lo degollaron y pasaron frente a casa, golpearon en la ventana y cuando abrieron tiraron la cabeza a la sala. Encarnación se murió de la impresión y Escolástica se volvió loca. ¡A los pocos días Urquiza entraba en Buenos Aires! tenés que tener en cuenta que Escolástica se había criado sintiendo hablar de su padre y mirando su retrato.

De un cajón de la cómoda sacó una miniatura, en colores.

– Cuando era teniente de coraceros, en la campaña del Brasil.

Su brillante uniforme, su juventud, su gracia, contrastaban con la figura barbuda y destrozada de la vieja litografía.

– La Mazorca estaba enardecida por el pronunciamiento de Urquiza. ¿Sabes lo que hizo Escolástica? La madre se desmayó, pero ella se apoderó de la cabeza de su padre y corrió hasta aquí. Aquí se encerró con la cabeza del padre desde aquel año hasta su muerte, en 1932.

– ¡En 1932!

– Sí, en 1932. Vivió ochenta años, aquí, encerrada con su cabeza. Aquí había que traerle la comida y sacarle los desperdicios. Nunca salió ni quiso salir. Otra cosa: con esa astucia que tienen los locos, había escondido la cabeza de su padre, de modo que nadie nunca la pudo sacar. Claro, la habrían podido encontrar de haberse hecho una búsqueda, pero ella se ponía frenética y no había forma de engañarla. "Tengo que sacar algo de la cómoda", le decían. Pero no había nada que hacer. Y nadie nunca pudo sacar nada de la cómoda, ni del bargueño, ni de la petaca esa. Y hasta que murió, en 1932, todo quedó como había estado en 1852. ¿Lo crees?

– Parece imposible.

– Es rigurosamente histórico. Yo también pregunté muchas veces, ¿cómo comía? ¿Cómo limpiaban la pieza? Le llevaban la comida y lograban mantener un mínimo de limpieza. Escolástica era una loca mansa e incluso hablaba normalmente sobre casi todo, excepto sobre su padre y sobre la cabeza. Durante los ochenta años que estuvo encerrada nunca, por ejemplo, habló de su padre como si hubiese muerto. Hablaba en presente, quiero decir, como si estuviera en 1852 y como si tuviera doce años y como si su padre estuviese en Chile y fuese a venir de un momento a otro. Era una vieja tranquila. Pero su vida y hasta su lenguaje se habían detenido en 1852 y como si Rosas estuviera todavía en el poder. "Cuando ese hombre caiga", decía señalando con su cabeza hacia afuera, hacia donde había tranvías eléctricos y gobernaba Yrigoyen. Parece que su realidad tenía grandes regiones huecas o quizá como encerradas también con llave, y daba rodeos astutos como los de un chico para evitar hablar de esas cosas, como si no hablando de ellas no existiesen y por lo tanto tampoco existiese la muerte de su padre. Había abolido todo lo que estaba unido al degüello de Bonifacio Acevedo.

– ¿Y qué pasó con la cabeza?

– En 1932 murió Escolástica y por fin pudieron revisar la cómoda y la petaca del comandante. Estaba envuelta en trapos (parece que la vieja la sacaba todas las noches y la colocaba sobre el bargueño y se pasaba las horas mirándola o quizá, dormía con la cabeza allí, como un florero). Estaba momificada y achicada, claro. Y así ha permanecido.

– ¿Cómo?

– Y por supuesto, ¿qué querés que se hiciera con la cabeza? ¿Qué se hace con una cabeza en semejante situación?

– Bueno, no sé. Toda esta historia es tan absurda, no sé.

– Y sobre todo tené presente lo que es mi familia, quiero decir los Olmos, no los Acevedo.

– ¿Qué es tu familia?

– ¿Todavía necesitas preguntarlo? ¿No lo oís al tío Bebe tocando el clarinete? ¿No ves dónde vivimos? Decíme, ¿sabes de alguien que tenga apellido en este país y que viva en Barracas, entre conventillos y fábricas? Comprenderás que con la cabeza no podía pasar nada normal, aparte de que nada de lo que pase con una cabeza sin el cuerpo correspondiente puede ser normal.

– ¿Y entonces?

– Pues muy simple: la cabeza quedó en casa.

Martín se sobresaltó.

– ¿Qué, te impresiona? ¿Qué otra cosa se podía hacer? ¿Hacer un cajoncito y un entierro chiquito para la cabeza?

Martín se rió nerviosamente, pero Alejandra permanecía seria.

– ¿Y dónde la tienen?

– La tiene el abuelo Pancho, abajo, en una caja de sombreros. ¿Querés verla?

– ¡Por amor de Dios! -exclamó Martín.

– ¿Qué tiene? Es una hermosa cabeza y te diré que me hace bien verla de vez en cuando, en medio de tanta basura. Aquellos al menos eran hombres de verdad y se jugaban la vida por lo que creían. Te doy el dato que casi toda mi familia ha sido unitaria o lomos negros, pero que ni Fernando ni yo lo somos.

– ¿Fernando? ¿Quién es Fernando?

Alejandra se quedó repentinamente callada, como si hubiese dicho algo de más.

Martín quedó sorprendido. Tuvo la sensación de que Alejandra había dicho algo involuntario. Se había levantado, había ido hasta la mesita donde tenía el calentador y había puesto agua a calentar, mientras encendía un cigarrillo. Luego se asomó a la ventana.