– Vení -dijo, saliendo.
Martín la siguió. La noche era intensa y luminosa. Alejandra caminó por la terraza hacia la parte de adelante y luego se apoyó en la balaustrada.
– Antes -dijo- se veía desde aquí la llegada de los barcos al Riachuelo.
– Y ahora, ¿quién vive aquí?
– ¿Aquí? Bueno, de la quinta no queda casi nada. Antes era una manzana. Después empezaron a vender. Ahí están esa fábrica y esos galpones, todo eso pertenecía a la quinta. De aquí, de este otro lado hay conventillos. Toda la parte de atrás de la casa también se vendió. Y esto que queda está todo hipotecado y en cualquier momento lo rematan.
– ¿Y no te da pena?
Alejandra se encogió de hombros.
– No sé, tal vez lo siento por abuelo. Vive en el pasado y se va a morir sin entender lo que ha sucedido en este país. ¿Sabes lo que pasa con el viejo? Pasa que no sabe lo que es la porquería, ¿entendés? Y ahora no tiene ni tiempo ni talento para llegar a saberlo. No sé si es mejor o es peor. La otra vez nos iban a poner bandera de remate y tuve que ir a verlo a Molinari para que arreglase el asunto.
– ¿Molinari?
Martín volvía a oír ese nombre por segunda vez.
– Sí, una especie de animal mitológico. Como si un chancho dirigiese una sociedad anónima.
Martín la miró y Alejandra añadió, sonriendo:
– Tenemos cierto género de vinculación. Te imaginas que si ponen la bandera de remate el viejo se muere.
– ¿Tu padre?
– Pero no, hombre: el abuelo.
– ¿Y tu padre no se preocupa del problema?
Alejandra lo miró con una expresión que podía ser la mueca de un explorador a quien se le pregunta si en el Amazonas está muy desarrollada la industria automovilística.
– Tu padre -insistió Martín, de puro tímido que era, porque precisamente sentía que había dicho un disparate (aunque no sabía por qué) y que era mejor no insistir.
– Mi padre nunca está aquí -se limitó a aclarar Alejandra, con una voz que era distinta.
Martín, como los que aprenden a andar en bicicleta y tienen que seguir adelante para no caerse y que, gran misterio, terminan siempre por irse contra un árbol o cualquier otro obstáculo, preguntó:
– ¿Vive en otra parte?
– ¡Te acabo de decir que no vive acá!
Martín enrojeció.
Alejandra fue hacia el otro extremo de la terraza y permaneció allá un buen tiempo. Luego volvió y se acodó sobre la balaustrada, cerca de Martín.
– Mi madre murió cuando yo tenía cinco años. Y cuando tuve once lo encontré a mi padre aquí con una mujer. Pero ahora pienso que vivía con ella mucho antes de que mi madre muriese.
Con una risa que se parecía a una risa normal como un criminal jorobado puede parecerse a un hombre sano agregó:
– En la misma cama donde yo duermo ahora.
Encendió un cigarrillo y a la luz del encendedor Martín pudo ver que en su cara quedaban restos de la risa anterior, el cadáver maloliente del jorobado.
Luego, en la oscuridad, veía cómo el cigarrillo de Alejandra se encendía con las profundas aspiraciones que ella hacía: fumaba, chupaba el cigarrillo con una avidez ansiosa y concentrada.
– Entonces me escapé de mi casa -dijo.
X
Esa chica pecosa es ella: tiene once años y su pelo es rojizo. Es una chica flaca y pensativa, pero violenta y duramente pensativa; como si sus pensamientos no fueran abstractos, sino serpientes enloquecidas y calientes. En alguna oscura región de su yo aquella chica ha permanecido intacta y ahora ella, la Alejandra de dieciocho años, silenciosa y atenta, tratando de no ahuyentar la aparición se retira a un lado y la observa con cautela y curiosidad. Es un juego al que se entrega muchas veces cuando reflexiona sobre su destino. Pero es un juego difícil, sembrado de dificultades, tan delicado y propenso a la frustración como dicen los espiritistas que son las materializaciones: hay que saber esperar, hay que tener paciencia y saber concentrarse con fuerza, ajeno a pensamientos laterales o frívolos. La sombra va emergiendo poco a poco y hay que favorecer su aparición manteniendo un silencio total y una gran delicadeza: cualquier cosita y ella se replegará, desapareciendo en la región de la que empezaba a salir. Ahora está allí: ya ha salido y puede verla con sus trenzas coloradas y sus pecas, observando todo a su alrededor con aquellos ojos recelosos y concentrados, lista para la palea y el insulto. Alejandra la mira con esa mezcla de ternura y de resentimiento que se tiene para los hermanos menores, en quienes descargamos la rabia que guardamos para nuestros propios defectos, gritándole: "¡No te mordás las uñas, bestia!"
– En la calle Isabel la Católica hay una casa en ruinas. Mejor dicho, había, porque hace poco la demolieron para construir una fábrica de heladeras. Estaba desocupada desde muchísimos años atrás, por un pleito o una sucesión. Creo que era de los Miguens, una quinta que en un tiempo debe de haber sido muy linda, como ésta. Recuerdo que tenía unas paredes verde claro, verdemar, todas descascaradas, como si tuvieran lepra. Yo estaba muy excitada y la idea de fugarme y de esconderme en una casa abandonada me producía una sensación de poderío, quizá como la que deben de sentir los soldados al lanzarse al ataque, a pesar del miedo o por una especie de manifestación inversa del miedo. Leí algo sobre eso en alguna parte, ¿vos no? Te digo esto porque yo sufría grandes terrores de noche, de modo que ya te podes figurar lo que me podía esperar en una casa abandonada. Me enloquecía, veía bandidos que entraban a mi pieza con faroles, o gentes de la Mazorca con cabezas sangrantes en la mano (Justina nos contaba siempre cuentos de la Mazorca). Caía en pozos de sangre. Ni siquiera sé si todo aquello lo veía dormida o despierta; pienso que eran alucinaciones, que los veía despierta, porque los recuerdo como si ahora mismo los estuviera viviendo. Entonces daba alaridos, hasta que corría abuela Elena y me calmaba poco a poco, porque durante bastante tiempo seguía sacudiendo la cama con mis estremecimientos; eran ataques, verdaderos ataques.
De modo que planear lo que planeaba, esconderme de noche en una casa solitaria y derruida era un acto de locura. Y ahora pienso que lo planeé para que mi venganza fuera más atroz. Sentía que era una hermosa venganza y que resultaba más hermosa y más violenta cuanto más terribles eran los peligros que debía enfrentar, ¿comprendes? Como si pensara, y quizá lo haya pensado, "¡vean lo que sufro por culpa de mi padre!" Es curioso, pero desde aquella noche mi pavor nocturno se transformó, de un solo golpe, en una valentía de loco. ¿No te parece curioso? ¿Cómo se explicará ese fenómeno? Era una especie de arrogancia loca, como te digo, frente a cualquier peligro, real o imaginario. Es cierto que siempre había sido audaz y en las vacaciones que pasaba en el campo de las Carrasco, unas solteronas amigas de abuela Elena, me había acostumbrado a experiencias muy duras: corría a campo traviesa y a galope sobre una yegüita que me habían dado y que yo misma la había bautizado con un nombre que me gustaba: Desprecio. Y no tenía miedo de las vizcacheras, aunque varias veces rodé por culpa de las cuevas. Tenía un rifle calibre 22, para cazar, y un matagatos.
Sabía nadar muy bien y a pesar de todas las recomendaciones y juramentos salía a nadar mar afuera y tuve que luchar contra la marejada más de una vez (me olvidaba decirte que el campo de las viejuchas Carrasco daba a la costa, cerca de Miramar). Y sin embargo, a pesar de todo eso, de noche temblaba de miedo ante monstruos imaginarios. Bueno, te decía, decidí escaparme y esconderme en la casa de la calle Isabel la Católica. Esperé la noche para poder treparme por la verja sin ser advertida (la puerta estaba cerrada con candado). Pero probablemente alguien me vio, y aunque al comienzo no le haya dado importancia, pues, como te imaginarás, más de un muchacho por curiosear habría hecho antes lo que yo estaba haciendo en ese momento, luego, cuando se corrió la voz por el barrio y cuando la policía intervino, el hombre habrá recordado y habrá dado el dato. Pero si las cosas fueron así, debe haber sido muchas horas después de mi escapada, porque la policía recién apareció en el caserón a las once. Así que tuve todo el tiempo para enfrentar el terror. Apenas me descolgué de la verja entré hacia el fondo bordeando la casa, por la antigua entrada cochera en medio de yuyos y tachos viejos, de basura y gatos o perros muertos y hediondos. Me olvidaba decirte que también había llevado mi linterna, mi cuchillito de campo, y el matagatos que el abuelo Pancho me regaló cuando cumplí diez años. Como te decía, bordeé la casa por la entrada cochera y así llegué a los fondos. Había una galería parecida a la que tenemos acá. Las ventanas que daban a esa galería o corredor estaban cubiertas por persianas, pero las persianas estaban podridas y algunas casi caídas o con boquetes. No era difícil que la casa hubiese sido utilizada por vagos o linyeras para pasar la noche y hasta alguna temporada. ¿Y quién me aseguraba que esa misma noche no viniesen algunos a dormir? Con mi linterna fui recorriendo las ventanas y puertas que daban a la parte trasera, hasta que vi una puerta a cuya persiana le faltaba una hoja. Empujé la puerta y se abrió, aunque con dificultad, chirriando, como si hiciese muchísimo tiempo que no fuese abierta. Con terror, pensé en el mismo instante que entonces ni los vagos se habían atrevido a refugiarse en aquella casa de mala fama. En algún momento vacilé y pensé que lo mejor seria no entrar en la casa y pasar la noche en el corredor. Pero hacía mucho frío. Tenía que entrar e incluso hacer fuego, como había observado en tantas vistas. Pensé que la cocina sería el lugar más adecuado, porque, de ese modo, sobre el suelo de baldosas podría prender una buena fogata. Tenía también la esperanza de que el fuego ahuyentase a las ratas, animales que siempre me asquearon. La cocina estaba, como todo el resto de la casa, en la última ruina. No me sentí capaz de acostarme en el suelo, aun amontonando paja, porque imaginé que allí era más fácil que se acercara alguna rata. Me pareció mejor acostarme sobre el fogón. Era una cocina de tipo antiguo, semejante a la que tenemos nosotros y a ésas que todavía se ven en algunas chacras, con fogones para carbón y cocina económica. En cuanto al resto de la casa, la exploraría al día siguiente: no tenía en ese momento, de noche, valor para recorrerla y además, por otra parte, no tenía objeto. Mi primera tarea fue juntar leña en el jardín; es decir: pedazos de cajones, maderas sueltas, paja, papeles, ramas caídas y ramas de un árbol seco que encontré. Con todo eso preparé una fogata cerca de la puerta de la cocina, cosa que no se me llenara de humo el interior. Después de algunas tentativas todo anduvo bien, y apenas vi las llamas, en medio de la oscuridad, sentí una sensación de calor, físico y espiritual. En seguida saqué de mi bolsa cosas para comer. Me senté sobre un cajón, cerca de la hoguera, y comí con ganas salamín con pan y manteca, y después dulce de batata. Mi reloj marcaba ¡recién! las ocho. No quería pensar lo que me esperaba en las largas horas de la noche.