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La policía llegó a las once. No sé si, como te dije, alguien habría visto que un chico trepaba la verja. También es probable que algún vecino haya visto fuego o el humo de la hoguera que encendí, o mis movimientos por allí dentro con la linterna. Lo cierto es que la policía llegó y debo confesarte que la vi llegar con alegría. Quizá si hubiese tenido que pasar toda la noche cuando todos los ruidos externos van desapareciendo y cuando tenés de verdad la sensación de que la ciudad duerme, creo que me hubiera enloquecido con la corrida de las ratas y los gatos, con el silbido del viento y con los ruidos que mi imaginación podía atribuir también a fantasmas. Así que cuando llegó la policía yo estaba despierta, arrinconada arriba del fogón y temblando de miedo.

No te puedo decir la escena en mi casa, cuando me llevaron. Abuelo Pancho, el pobre, tenía los ojos llenos de lágrimas y no terminaba de preguntarme por qué había hecho semejante locura. Abuela Elena me retaba y al mismo tiempo me acariciaba, histéricamente. En cuanto a tía Teresa, tía abuela en realidad, que se la pasaba siempre en los velorios y en la sacristía, gritaba que debían meterme cuanto antes de pupila, en la escuela de la avenida Montes de Oca. Los conciliábulos deben de haber seguido durante buena parte de esa noche, porque yo los oía discutir allá en la sala. Al otro día supe que la abuela Elena había terminado por aceptar el punto de vista de tía Teresa, más que todo, lo creo ahora, porque pensaba que yo podía repetir aquella barbaridad en cualquier momento; y porque sabía, además, que yo quería mucho a la hermana Teodolina. A todo esto, por supuesto, yo me negué a decir nada y estuve todo el tiempo encerrada en mi pieza. Pero, en el fondo, no me disgustó la idea de irme de esta casa: suponía que de ese modo mi padre sentiría más mi venganza.

No sé si fue mi entrada en el colegio, mi amistad con la hermana Teodolina o la crisis, o todo junto. Pero me precipité en la religión con la misma pasión con que nadaba o corría a caballo: como si jugara la vida. Desde ese momento hasta que tuve quince. Fue una especie de locura con la misma furia con que nadaba de noche en el mar, en noches tormentosas, como si nadase furiosamente en una gran noche religiosa, en medio de tinieblas, fascinada por la gran tormenta interior.

Ahí está el padre Antonio: habla de la Pasión y describe con fervor los sufrimientos, la humillación y el sangriento sacrificio de la Cruz. El padre Antonio es alto y, cosa extraña, se parece a su padre. Alejandra llora, primero en silencio, y luego su llanto se vuelve violento y finalmente convulsivo. Huye. Las monjas corren asustadas. Ve ante si a la hermana Teodolina, consolándola, y luego se acerca el padre Antonio, que también intenta consolarla. El suelo empieza a moverse, como si ella estuviera en un bote. El suelo ondula como un mar, la pieza se agranda más y más, y luego todo empieza a dar vueltas: primero con lentitud y en seguida vertiginosamente. Suda. El padre Antonio se acerca, su mano es ahora gigantesca, su mano se acerca a su mejilla como un murciélago caliente y asqueroso. Entonces cae fulminada por una gran descarga eléctrica.

– ¿Qué pasa, Alejandra? -gritó Martín, precipitándose sobre ella.

Se había derrumbado y permanecía rígida, en el suelo, sin respirar, su rostro fue poniéndose violáceo, y de pronto tuvo convulsiones.

– ¡Alejandra! ¡Alejandra!

Pero ella no lo oía, ni sentía sus brazos: gemía y mordía sus labios.

Hasta que, como una tempestad en el mar que se calma poco a poco, sus gemidos fueron espaciándose y haciéndose más tiernos y lastimeros, su cuerpo fue aquietándose y por fin quedó blando y como muerto. Martín la levantó entonces en sus brazos y la llevó a su pieza, poniéndola sobre la cama. Después de una hora o más Alejandra abrió sus ojos, miró en torno, como borracha. Luego se sentó, pasó sus manos por la cara, como si quisiera despejarse, y quedó largo rato en silencio. Mostraba tener un cansancio enorme.

Después se levantó, buscó píldoras y las tomó.

Martín la observaba asustado.

– No pongas esa cara. Si vas a ser amigo mío tendrás que acostumbrarte a todo esto. No pasa nada importante.

Buscó un cigarrillo en la mesita y se puso a fumar. Durante largo tiempo descansó en silencio. Al cabo preguntó:

– ¿De qué te estaba hablando?

Martín se lo recordó.

– Pierdo la memoria, sabes.

Se quedó pensativa, fumando, y luego agregó:

– Salgamos afuera, quiero tomar aire.

Se acodaron sobre la balaustrada de la terraza.

– Así que te estaba hablando de aquella fuga.

Fumó en silencio.

– Conmigo no ganaban ni para sustos, decía la hermana Teodolina. Me torturaba días enteros analizando mis sentimientos, mis reacciones. Desde aquello que me pasó con el padre Antonio inicié una serie de mortificaciones: me arrodillaba horas sobre vidrios rotos, me dejaba caer la cera ardiendo de los cirios sobre las manos, hasta me corté en el brazo con una hoja de afeitar. Y cuando la hermana Teodolina, llorando, me quiso obligar a que le dijera por qué me había cortado, no le quise decir nada, y en realidad yo misma no lo sabía, y creo que todavía no lo sé. Pero la hermana Teodolina me decía que no debía hacer esas cosas, que a Dios no le gustaban esos excesos y que también en esas actitudes había un enorme orgullo satánico. ¡Vaya la novedad! Pero aquello era más fuerte, más invencible que cualquier argumentación. Ya verás cómo terminaría toda aquella locura.