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– ¿Cómo, cómo? -preguntó Bruno. "Vine para verte", dijo Martín que dijo Alejandra. Ella se sentó en el césped. Y Martín ha de haber manifestado mucho asombro en su expresión porque la muchacha agregó:

– ¿No crees acaso, en la telepatía? Sería sorprendente, porque tenés todo el tipo. Cuando los otros días te vi en el banco, sabía que terminarías por darte vuelta. ¿No fue así? Bueno, también ahora estaba segura de que te acordarías de mí.

Martín no dijo nada. ¡Cuántas veces se iban a repetir escenas semejantes: ella adivinando su pensamiento y él escuchándola en silencio! Tenía la exacta sensación de conocerla, esa sensación que a veces tenemos de haber visto a alguien en una vida anterior, sensación que se parece a la realidad como un sueño a los hechos de la vigilia. Y debía pasar mucho tiempo hasta que comprendiese por qué Alejandra le resultaba vagamente conocida y entonces Bruno volvió a sonreír para sí mismo.

Martín la observó con deslumbramiento: su pelo renegrido contra su piel mate y pálida, su cuerpo alto y anguloso; había algo en ella que recordaba a las modelos que aparecen en las revistas de modas, pero revelaba a la vez una aspereza y una profundidad que no se encuentran en esa clase de mujeres. Pocas veces, casi nunca, la vería tener un rasgo de dulzura, uno de esos rasgos que se consideran característicos de la mujer y sobre todo de la madre. Su sonrisa era dura y sarcástica, su risa era violenta, como sus movimientos y su carácter en generaclass="underline" "Me costó mucho aprender a reír -le dijo un día-, pero nunca me río desde dentro".

– Pero -agregó Martín mirando a Bruno, con esa voluptuosidad que encuentran los enamorados en hacer que los demás reconozcan los atributos del ser que aman-, pero ¿no es cierto que los hombres y aun las mujeres daban vuelta la cabeza para mirarla?

Y mientras Bruno asentía, sonriendo para sus adentros ante aquella candorosa expresión de orgullo, pensó que así era en efecto, y que siempre y donde fuese Alejandra despertaba la atención de los hombres y también de las mujeres. Aunque por motivos diferentes, porque a las mujeres no las podía ver, las detestaba, sostenía que formaban una raza despreciable y sostenía que únicamente podía mantenerse amistad con algunos hombres; y las mujeres, por su parte, la detestaban a ella con la misma intensidad y por motivos inversos, fenómeno que a Alejandra apenas le suscitaba la más desdeñosa indiferencia. Aunque seguramente la detestaban sin dejar de admirar en secreto aquella figura que Martín llamaba exótica pero que en realidad era una paradojal manera de ser argentina, ya que ese tipo de rostros es frecuente en los países sudamericanos, cuando el color y los rasgos de un blanco se combinan con los pómulos y los ojos mongólicos del indio. Y aquellos ojos hondos y ansiosos, aquella gran boca desdeñosa, aquella mezcla de sentimientos y pasiones contradictorias que se sospechaban en sus rasgos (de ansiedad y de fastidio, de violencia y de una suerte de distraimiento, de sensualidad casi feroz y de una especie de asco por algo muy general y profundo), todo confería a su expresión un carácter que no se podía olvidar.

Martín también dijo que aunque no hubiese pasado nada entre ellos, aunque sólo hubiera estado o hablado con ella en una única ocasión, a propósito de cualquier nimiedad, no habría podido ya olvidar su cara en el resto de su vida. Y Bruno pensaba que era cierto, pues era algo más que hermosa. O, mejor dicho no se podía estar seguro de que fuera hermosa. Era distinto. Y resultaba poderosamente atractiva para los hombres, como se advertía caminando a su lado. Tenía cierto aire distraído y concentrado a la vez, como si estuviera cavilando en algo angustioso o mirando hacia adentro, y era seguro que cualquiera que tropezase con ella debía preguntarse, ¿quién es esta mujer, qué busca, qué está pensando?

Aquel primer encuentro fue decisivo para Martín. Hasta ese momento, las mujeres eran o esas vírgenes puras y heroicas de las leyendas, o seres superficiales y frívolos, chismosos y sucios, ególatras y charlatanes, pérfidos y materialistas ("como la propia madre de Martín", pensó Bruno que Martín pensaba). Y de pronto se encontraba con una mujer que no encajaba en ninguno de esos dos moldes, moldes que hasta ese encuentro él había creído que eran los únicos. Durante mucho tiempo le angustió esa novedad, ese inesperado género de mujer que, por un lado, parecía poseer algunas de las virtudes de aquel modelo heroico que tanto le había apasionado en sus lecturas adolescentes, y, por otro lado, revelaba esa sensualidad que él creía propia de la clase que execraba. Y aún entonces, ya muerta Alejandra, y después de haber mantenido con ella una relación tan intensa, no alcanzaba a ver con claridad en aquel gran enigma; y se solía preguntar qué habría hecho en aquel segundo encuentro si hubiera adivinado que ella era lo que luego los acontecimientos revelaron. ¿Habría huido?

Bruno lo miró en silencio: "Sí, ¿qué habría hecho?" Martín lo miró a su vez con concentrada atención y después de unos segundos, dijo:

– Sufrí con ella tanto que muchas veces estuve al borde del suicidio.

"Y, no obstante, aun así, aun sabiendo de antemano todo lo que luego me sucedió, habría corrido a su lado."

"Por supuesto", pensó Bruno. "¿Y qué otro hombre, muchacho o adulto, tonto o sabio, no habría hecho lo mismo?" -Me fascinaba -agregó Martín- como un abismo tenebroso y si me desesperaba era precisamente porque la quería y la necesitaba. ¿Cómo ha de desesperarnos algo que nos resulta indiferente?

Quedó largo rato pensativo y luego volvió a su obsesión: se empecinaba en recordar (en tratar de recordar) los momentos con ella, como los enamorados releen la vieja carta de amor que guardan en el bolsillo, cuando ya está alejado para siempre el ser que la escribió; y, también como en la carta, los recuerdos se iban agrietando y envejeciendo, se perdían frases enteras en los dobleces del alma, la tinta iba desvaneciéndose y, con ella, hermosas y mágicas palabras que creaban el sortilegio. Y entonces era necesario esforzar la memoria como quien esfuerza la vista y la acerca al resquebrajado y amarillento papel. Sí, sí: ella le había preguntado por dónde vivía, mientras arrancaba un yuyito y empezaba a masticar el tallo (hecho que recordaba con nitidez). Y después le habría preguntado con quién vivía. Con su padre, le respondió. Y después de un momento de vacilación, agregó que también vivía con su madre. "¿Y qué hace tu padre?" le preguntó entonces Alejandra, a lo que él no respondió en seguida, hasta que por fin dijo que era pintor. Pero al decir la palabra "pintor" su voz fue levemente distinta, como si fuese frágil, y temió que el tono de su voz hubiese llamado la atención de ella como debe llamar la atención de la gente la forma de caminar de alguien que atraviesa un techo de vidrio. Y que algo raro notó Alejandra en aquella palabra lo probaba el hecho de que se inclinó hacia él y lo observó.

– Te estás poniendo colorado -comentó.

– ¿Yo? -preguntó Martín.

Y, como sucede siempre en esas circunstancias, enrojeció aun más.