Выбрать главу

Pero, excepto en esos tiempos de intercambio y de confusión, resulta milagroso que tantas especies de seres puedan nacer, desenvolverse y morir sin conocerse, sin odiarse ni estimarse, en las mismas regiones del universo; como esos múltiples mensajes telefónicos que, según dicen, pueden enviarse por un solo cable sin mezclarse ni entorpecerse, gracias a ingeniosos mecanismos.

De modo (pensaba Bruno) que tenemos en primer término a los hombres sentados y pensativos de las plazas y parques. Algunos miran el suelo y se distraen por minutos y hasta por horas con las numerosas y anónimas actividades de los animalitos ya mencionados: examinando las hormigas, considerando sus diversas especies, calculando qué cargas son capaces de transportar, de qué manera colaboran entre dos o tres de ellas para trabajos de mayor dificultad, etc. A veces, con un palito, con una ramita seca de esas que fácilmente se encuentran en el suelo en los parques, esos hombres se entretienen en apartar a las hormigas de sus afanosas trayectorias, logran que alguna más atolondrada suba al palito y luego corra hasta la punta, donde, después de pequeñas acrobacias cautelosas, vuelve para atrás y corre hasta el extremo opuesto; siguiendo así, en inútiles idas y venidas, hasta que el hombre solitario se cansa del juego y, por piedad, o más generalmente por aburrimiento, deja el palito en el suelo, ocasión en que la hormiga se apresura a buscar a sus compañeras, mantiene una breve y agitada conversación con las primeras que encuentra para explicar su retardo o para enterarse de la Marcha General del Trabajo en su ausencia, y en seguida reanuda su tarea, reincorporándose a la larga y enérgica fila egipcia. Mientras el hombre solitario y pensativo retorna a su meditación general y un poco errabunda que no fija demasiado su atención en nada: mirando ya un árbol, ya un chico que juega por ahí y rememorando, gracias a ese niño, remotos y ahora increíbles días de la Selva Negra o de una callejuela de Pontevedra que baja hacia el sur; mientras sus ojos se nublan un poco más, acentuando ese brillo lacrimoso que tienen los ojos de los ancianos y que nunca se sabrá si se debe a causas puramente fisiológicas o si, de alguna manera, es consecuencia del recuerdo, la nostalgia, el sentimiento de frustración o la idea de la muerte, o de esa vaga pero irresistible melancolía que siempre nos suscita a los hombres la palabra FIN colocada al término de una historia que nos ha apasionado por su misterio y su tristeza. Lo que es lo mismo que decir la historia de cualquier hombre, pues ¿qué ser humano existe cuya historia no sea en definitiva triste o misteriosa?

Pero no siempre los hombres sentados y pensativos son viejos o jubilados.

A veces son hombres relativamente jóvenes, individuos de treinta o cuarenta años. Y, cosa curiosa y digna de ser meditada (pensaba Bruno), resultan más patéticos y desvalidos cuando más jóvenes son. Porque ¿qué puede haber de más pavoroso que un muchacho sentado y pensativo en un banco de plaza, agobiado por sus pensamientos, callado y ajeno al mundo que lo rodea? En ocasiones, el hombre o muchacho es un marinero; en otras es acaso un emigrado que querría volver a su patria y no puede; muchas veces son seres que han sido abandonados por la mujer que querían; otras, seres sin capacidad para la vida, o que han dejado su casa para siempre o meditan sobre su soledad y su futuro. O puede ser un muchachito como el propio Martín, que empieza a ver con horror que el absoluto no existe.

O también puede ser un hombre que ha perdido a su hijo y que, de vuelta del cementerio, se encuentra solo y siente que ahora su existencia carece de sentido, reflexionando que mientras tanto hay hombres que ríen o son felices por ahí (aunque sea momentáneamente felices), niños que juegan en el parque, allí mismo (los está viendo), en tanto que su propio hijo está ya bajo tierra, en un ataúd pequeño adecuado a la pequeñez de su cuerpo que quizá, por fin, había dejado de luchar contra un enemigo atroz y desproporcionado. Y ese hombre sentado y pensativo medita nuevamente, o por primera vez, en el sentido general del mundo, pues no alcanza a comprender por qué su niño ha tenido que morir de semejante manera, por qué ha de pagar alguna remota culpa de otros con sufrimientos inmensos, angustiado su pequeño corazón por la asfixia o la parálisis, luchando desesperadamente, sin saber por qué, contra las sombras negras que comienzan a abatirse sobre él.

Y ese hombre sí que es un desamparado. Y, cosa singular, puede no ser pobre, hasta es posible que sea rico, y hasta podría ser el Gran Banquero que planeaba la formidable Operación con divisas fuertes, a la que se habrá referido antes con desdén e ironía. Desdén e ironía (ahora le era fácil entender) que, como siempre, resultaban excesivos y en definitiva injustos. Pues no hay hombre que en última instancia merezca el desdén y la ironía; ya que, tarde o temprano, con divisas fuertes o no, lo alcanzan las desgracias, las muertes de sus hijos, o hermanos, su propia vejez y su propia soledad ante la muerte. Resultando finalmente más inválido que nadie; por la misma razón que es más indefenso el hombre de armas que es sorprendido sin su cota de malla que el insignificante hombre de paz que, por no haberla tenido nunca, tampoco siente nunca su carencia.

VI

Es cierto que desde los once años no entraba en ninguna dependencia de la casa y mucho menos en aquella salita que era algo así como el santuario de su madre: el lugar donde, al salir del baño, permanecía las horas radiotelefónicas y donde completaba los preparativos para sus salidas. Pero, ¿y su padre? Ignoraba sus costumbres en los últimos años y lo sabía encerrado en su taller; para ir al baño no era imprescindible pasar por la salita, pero tampoco era imposible. ¿Jugaba acaso con la posibilidad de que su marido la viese así? ¿Formaba parte de su encarnizado odio la idea de humillarlo hasta ese punto?