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– Hubo un tiempo en que éramos amigos.

Sus ojos, pensativos, se iluminaron, mirando a lo lejos.

– Recuerdo una vez, en el Parque Retiro… Vos tendrías… a ver… cuatro, tal vez cinco años… eso es… cinco años… querías andar solo en los autitos eléctricos, pero yo no te dejé, tenía miedo de que te asustaras con los choques.

Rió suavemente, con nostalgia.

– Después, cuando volvíamos a casa, subiste a una calesita que estaba en un baldío de la calle Garay. No sé por qué siempre te recuerdo de espaldas, en el momento en que, a cada vuelta, acababas de pasar frente a mí. El viento agitaba tu camisita, una camisita a rayas azules. Era ya tarde, apenas había luz.

Se quedó pensativo y después confirmó, como si fuera un hecho importante:

– Una camisita a rayas azules, sí. La recuerdo muy bien.

Martín permanecía callado.

– En aquel tiempo pensaba que con los años llegaríamos a ser compañeros, que llegaríamos a tener… una especie de amistad…

Volvió a sonreír con aquella pequeña sonrisa culpable, como si aquella esperanza hubiera sido ridícula, una esperanza sobre algo que él no tenía ningún derecho. Como si hubiese cometido un pequeño robo, aprovechando la indefensidad de Martín.

Su hijo lo miró: los codos sobre las rodillas, encorvado, con su mirada puesta en un punto lejano.

– Sí… ahora todo es distinto…

Tomó entre sus manos un lápiz que estaba sobre la cama y lo examinó con expresión meditativa.

– No creas que no te comprendo… ¿Cómo podríamos ser amigos? Debes perdonarme, Martincito…

– Yo no tengo nada que perdonarte.

Pero el tono duro de sus palabras contradecía su afirmación.

– ¿Ves? Me odias. Y no creas que no te entiendo.

Martín hubiera querido agregar: "no es cierto, no te odio", pero lo monstruosamente cierto era que lo odiaba. Ese odio lo hacía sentirse más desdichado y aumentaba su soledad. Cuando veía a su madre pintarrajearse y salir a la calle canturreando algún bolero, el aborrecimiento hacia ella se extendía hasta su padre y se detenía al fin en él, como si fuera el verdadero destinatario.

– Por supuesto, Martín, comprendo que no puedas estar orgulloso de un pintor fracasado.

Los ojos de Martín se llenaron de lágrimas.

Pero quedaban suspendidas en su gran rencor, como gotas de aceite en vinagre, sin mezclarse. Gritó:

– ¡No digas eso, papá!

Su padre lo miró conmovido, extrañado de su reacción.

Casi sin saber lo que decía, Martín gritó con encono:

– ¡Éste es un país asqueroso! ¡Aquí los únicos que triunfan son los sinvergüenzas!

Su padre lo miró callado, con fijeza. Después, negando con la cabeza, comentó:

– No, Martín, no creas.

Contempló el lápiz que tenía entre sus manos y después de un instante, terminó:

– Hay que ser justos. Yo soy un pobre diablo y un fracasado en toda regla y con toda justicia: no tengo ni talento, ni fuerza. Ésa es la verdad.

Martín empezó a retraerse de nuevo hacia su isla. Estaba avergonzado del patetismo de aquella escena y la resignación de su padre empezaba a endurecerlo nuevamente.

El silencio se volvió tan intenso y molesto que su padre se incorporó para irse. Probablemente había comprendido que la decisión era irrevocable y, además, que aquel abismo entre ellos era demasiado grande y definitivamente insalvable. Se acercó hasta Martín y con su mano derecha le apretó un brazo: habría querido abrazarlo, pero, ¿cómo podía hacerlo?

– Y bien… -murmuró.

¿Habría dicho algo cariñoso Martín de saber que aquéllas eran realmente las últimas palabras que oiría de su padre?

¿Sería uno tan duro con los seres humanos -decía Bruno- si se supiese de verdad que algún día se han de morir y que nada de lo que se les dijo se podrá ya rectificar?

Vio cómo su padre se daba vuelta y se alejaba hacia la escalera. Y también vio cómo, antes de desaparecer, volvió su cara, con una mirada que años después de su muerte, Martín recordaría desesperadamente.

Y cuando oyó su tos, mientras bajaba las escaleras, Martín se tiró sobre la cama y lloró. Sólo horas más tarde tuvo fuerzas para terminar de arreglar su bolsa marinera. Cuando salió eran las dos de la mañana, y en el taller de su padre vio luz.

– "Ahí está -pensó-. A pesar de todo vive, todavía vive."

Caminó hacia el garaje y pensó que debía sentir una gran liberación, pero no era así; una sorda opresión se lo impedía. Caminaba cada vez más lentamente. Por fin se detuvo y vaciló. ¿Qué es lo que quería?

VIII

Hasta que volví a verla pasaron muchas cosas… en mi casa… No quise vivir más allá, pensé irme a la Patagonia, hablé con un camionero que se llama Bucich ¿no le hablé nunca de Bucich? pero esa madrugada… En fin, no fui al sur. No volví más a mi casa, sin embargo.

Se calló, rememorando.

– La volví a ver en el mismo lugar del parque, pero recién en febrero de 1955. Yo no dejé de ir en cada ocasión en que me era posible. Y sin embargo no me pareció que la encontrase gracias a esa espera en el mismo lugar.

– ¿Sino?

Martín miró a Bruno y dijo:

– Porque ella quiso encontrarme.

Bruno no pareció entender.

– Bueno, si fue a aquel lugar es porque quiso encontrarlo.

– No, no es eso lo que quiero decir. Lo mismo me habría encontrado en cualquier otra parte. ¿Entiende? Ella sabía dónde y cómo encontrarme, si quería. Eso es lo que quiero decir. Esperarla allá, en aquel banco, durante tantos meses, fue una de las tantas ingenuidades mías.

Se quedó cavilando y luego agregó, mirándolo a Bruno como si le requiriera una explicación.

– Por eso, porque creo que ella me buscó, con toda su voluntad, con deliberación, por eso mismo me resulta más inexplicable que luego… de semejante manera…

Mantuvo su mirada sobre Bruno y éste permaneció con sus ojos fijos en aquella cara demacrada y sufriente.

– ¿Usted lo entiende?

– Los seres humanos no son lógicos -repuso Bruno-. Además, es casi seguro que la misma razón que la llevó a buscarlo también la impulsó a…

Iba a decir "abandonarlo" cuando se detuvo y corrigió: "a alejarse".

Martín lo miró todavía un momento y luego volvió a sumirse en sus pensamientos, permaneciendo durante un buen tiempo callado. Luego explicó cómo había reaparecido.

Era ya casi de noche y la luz no le alcanzaba ya para revisar las pruebas, de modo que se había quedado mirando los árboles, recostado sobre el respaldo del banco. Y de pronto se durmió.

Soñaba que iba en una barca abandonada, con su velamen destruido, por un gran río en apariencia apacible, pero poderoso y preñado de misterio. Navegaba en el crepúsculo. El paisaje era solitario y silencioso, pero se adivinaba que en la selva que se levantaba como una muralla en las márgenes del gran río se desarrollaba una vida secreta y colmada de peligros. Cuando una voz que parecía provenir de la espesura lo estremeció. No alcanzaba a entender lo que decía, pero sabía que se dirigía a él, a Martín. Quiso incorporarse, pero algo lo impedía. Luchó, sin embargo, por levantarse porque se oía cada vez con mayor intensidad la enigmática y remota voz que lo llamaba y (ahora lo advertía) que lo llamaba con ansiedad, como si estuviera en un pavoroso peligro y él, solamente él, fuese capaz de salvarla. Despertó estremecido por la angustia y casi saltando del asiento.