– ¿Tienes hijos?
– Una hija -omitió el caso del hijo. Lo evitaba continuamente, incluso evitaba su recuerdo-. Está casada. Embarazada de cuatro meses.
– ¿Su primer hijo?
– Sí.
– Enhorabuena. Pronto serás abuelo.
– Gracias.
Sería abuelo de un nieto del que apenas podría disfrutar. Tendría que verlo como a su hija, de vez en cuando, a mediodía. El marido de su hija prefería no encontrarse al suegro en casa. De hecho, comía fuera para no coincidir con él.
Ana le pidió disculpas, tenía que ir a hablar con un hombre que acababa de entrar al club. El Jennifer tenía dos barras, una más grande y con más ajetreo, más hombres y mujeres, y la otra, más pequeña y tranquila, en la que Miralles tenía por costumbre tomar su copa. Observó a Ana, ahora dándole la espalda, mientras hablaba con el cliente.
Calculó que no tenía más de veintidós o veintitrés años. Era alta y muy bien formada, delgada, los hombros anchos y rectos, como los de una nadadora profesional, muy atractiva. Una mujer que destacaba entre las demás, incluso por su forma de vestir. El hombre se fue y Ana volvió con Miralles.
– Era un cliente que conocí la semana pasada. Ha venido a decirme que pasará más tarde.
Mintió. Le había dicho al hombre que volviera más tarde, sobre las diez de la noche, porque estaba ocupada.
– En la medida de lo posible prefiero a los clientes habituales. Me dan más confianza. No soy prostituta. Quiero decir que lo que hago es circunstancial. Cuando pueda lo dejo.
«Cuando pueda lo dejo», una frase que Miralles había oído en boca de muchas prostitutas. Lo piensan, pero no lo hacen. Fuera del ambiente tienen pocas posibilidades. Como mucho pueden ser empleadas de comercio o mujeres de la limpieza o cualquier oficio similar; o irse a vivir con un hombre, generalmente un soltero que, entrado en años, palia su soledad con una mujer sin darle importancia a su pasado. Miralles sintió curiosidad por saber si Ana pertenecía a alguna red organizada de proxenetas, pero no se atrevió a preguntárselo.
– En Moscú estudié idiomas. Hablo inglés y español. Bueno, y alguna palabra en valenciano.
– Tu español es muy bueno.
– ¿Cuál es tu especialidad?
– Siempre me he dedicado a sucesos.
– ¿No te han atraído otras facetas del periodismo?
– No.
La pregunta adecuada hubiera sido si le interesaba su trabajo, si alguna vez había sentido interés por el periodismo. Durante unos años, quizá los ocho o diez primeros, se sintió satisfecho de ser periodista. Después se convirtió en pura rutina. Valencia era una ciudad poco noticiable, su sociedad civil apenas prestaba atención a la prensa. Según un estudio realizado en los años ochenta, sólo el siete por ciento de la población compraba diarios regularmente. En la actualidad el porcentaje era más alto, pero no mucho más. La televisión, en cambio, disfrutaba de audiencias espectaculares. Pero a Miralles le daba igual, hacía dos años que tenía el televisor estropeado.
– Ser periodista es un trabajo digno -dijo Ana-, requiere objetividad y ética. En mi país, las mafias han asesinado a muchos periodistas. Aunque, claro, aquí la situación es diferente.
Claro. Aquí aún no hacía falta matarlos, los compraban. El poder se aprovechaba de la rivalidad entre los grupos de comunicación. Los grupos tenían intereses económicos y el poder premiaba o castigaba su fidelidad otorgando un trato de favor a la prensa amiga. Era una vieja historia, quizá tan antigua como el oficio de Ana.
No tenía respuestas para las preguntas de Ana sobre el periodismo. Y si tenía, no le apetecía dárselas. Ana era joven, tenía ideas y opiniones algo ingenuas. Era una lástima que una mujer como ella tuviera que ganarse la vida haciendo de puta cuando podía ganársela, por ejemplo, como traductora en las muchas ferias comerciales que tenían lugar en la ciudad. Pero él no era nadie para dar consejos. Por propia voluntad no había tenido ambiciones profesionales. La comodidad de no asumir responsabilidades lo había llevado a ser un simple redactor de por vida. Aún más: la falta de orgullo había hecho que ahora mismo fuese un mantenido, una especie de pedigüeño de la profesión.
– ¿Hace mucho que vienes por aquí?
– No podría decirte exactamente cuánto tiempo; pero sí, mucho.
– ¿Cambian de club las mujeres muy a menudo?
– Las que van por libre se quedan más tiempo. Según cómo les vaya. ¿Tú…?
– Voy por libre, sí. Hace tres meses que llegué a España. Llevo quince días en Valencia. Antes había estado en Barcelona -Ana encendió otro cigarrillo. Fumaba tanto como él, pero se tragaba el humo-. Si me va bien me quedaré. Me gusta la ciudad, no es muy grande y tiene buen clima.
En la barra sólo quedaban el camarero, Ana, Miralles y tres mujeres que parecían sudamericanas. Se fueron a la otra barra precisamente cuando entraba un individuo vestido con cazadora de cuero negro y vaqueros ajustados. Jesús Miralles lo conocía, era uno de los tres dueños del Jennifer. Se hacía llamar Rafi. Se sentó al otro lado de la barra, casi enfrente de ellos. El camarero le sirvió una copa.
– Quizá deberías irte a la otra barra.
– ¿Por qué?
– El hombre que tenemos delante es uno de los dueños. No le gusta que las mujeres pierdan el tiempo.
– Estoy contigo.
– No soy del todo un cliente. Él lo sabe. Como has visto, las mujeres que estaban aquí se han ido a la otra barra.
Ana se volvió y se encontró con la mirada y la sonrisa de Rafi.
– No lo había visto nunca.
– Viene de vez en cuando. Tiene más clubes. Evita tener problemas con él.
– Parece que te conoces muy bien el ambiente.
– Gajes del oficio -dijo Miralles. Se bebió el whisky que aún le quedaba de un trago. Después pagó las consumiciones-. Tengo que irme.
El camarero le devolvió el cambio y le dijo a Ana:
– A Rafi le gustaría tomarse una copa contigo.
Se lo dijo sugiriéndole que lo aceptara. Ana miró a Miralles, como si le preguntara lo que debía hacer. Pero no le dijo nada. El camarero esperaba una respuesta. Miralles sonrió y dijo:
– Antonio siempre da buenos consejos -se fue.
Antes de salir del local vio que Ana se dirigía a Rafi. El camarero y Miralles se miraron. Antonio quería evitarles problemas a las mujeres. Ya en el coche, reflexionó sobre el motivo que podía haber llevado a Ana a hablar con él. Era extraño que una joven tan atractiva perdiera el tiempo con un hombre al que ni siquiera había intentado sacarle la consumición de una copa. Además, mientras habían estado hablando, la otra barra estaba llena de clientes.
5
Juan Lloris estaba en casa, sentado en uno de los sillones del salón-comedor. Hojeaba una biografía de Leonardo da Vinci. Tres años atrás había hojeado la de Julio César, e incluso había leído algunos capítulos de la de la familia Borja. Le gustaba hojear biografías de grandes personalidades de la historia. Se saltaba todos los capítulos que narraban su infancia. Era algo que no le interesaba. Carecía del hábito de la lectura y se impacientaba con todo lo que no remitiera a la esencia del personaje. Sin embargo, había leído la biografía completa de José Fouché, elemento clave de la revolución francesa. Fouché le fascinó. Pero ya no recordaba casi nada de su vida, sólo que era un individuo astuto y frío. Leonardo da Vinci no le entusiasmaba. Tenía un problema: era maricón. Sabía que no existía incompatibilidad entre ser homosexual y ser inteligente, pero aquel defecto le incomodaba. No entraba en sus esquemas. Así que no tardaría en dejar el libro. De hecho, no retenía nada de lo que estaba leyendo. Con todo, prefería mirar las hojas a hablar con su mujer. No tenían mucho que decirse.
Su mujer se llamaba María Jesús. No era una persona culta, pero leía a menudo. En ciertas temporadas leía mucho. Pongamos que se refugiaba en la lectura como pasatiempo para atenuar su soledad. Era una mujer de poca vida social en la ciudad. Valencia nunca le había gustado. Era de costumbres sencillas y hubiera preferido quedarse en Alzira.