Gramoxín era un grupo francotirador. Igual componían rock duro, pop-rock o rock tradicional. Dependía del local. En Valencia la sala mejor preparada para grupos de rock duro era la Metropolitan, situada en el polígono industrial de Mislata. Pero hoy Gramoxín actuaba en un local del barrio del Carme. Hasta la misma puerta del local, llamado Radio Xinxinati, llegó Joaquim Cordill, cuarenta y siete años, administrador de la empresa Gramoxín, especializada en arrasar las malas hierbas, aunque últimamente no arrasaba muchas, al menos no con la eficacia de antaño. No obstante, la empresa aún conservaba parte de su fama. Con todo, los agricultores, por experiencia, sabían que la marca Gramoxín ya no era lo que fue. Con el tiempo, las hierbas se transformaban a la defensiva, y la empresa Gramoxín no daba con la manera de hacerles frente. Se necesitaban dos o tres pasadas de herbicida para volver a encontrar la contundencia perdida. Demasiada paciencia.
Paciencia era lo que Joaquim Cordill había tenido con el grupo Gramoxín. Hasta tres cartas les había enviado pidiéndoles, rogándoles, que cambiaran de nombre. Dada la situación del mercado, ya sólo faltaba que un grupo con aquellas peculiaridades les hiciera publicidad.
Antes de entrar, Cordill leyó el cartel que anunciaba la actuación del grupo, colgado en la fachada: «Hoy, actuación de Gramoxín por 500 kochinas pesssetas. Bebercio aparte». El cartel era bastante indicativo de la estética del grupo, pensó Joaquim. Entró tras pagar las 500 pesetas. El local apestaba a humo de tabaco rubio, lo cual le molestó. Hacía tres meses y doce días que no fumaba, después de treinta años siendo fumador compulsivo; a veces, aún se llevaba la mano al bolsillo de la americana buscando el paquete.
El local era estrecho y largo, por lo menos hasta llegar a un fondo donde un simulacro de cortina de plástico oscuro no dejaba ver más allá. A mano izquierda había una barra. Dos chicas y un chaval con un piercing en la nariz y otro en el labio inferior atendían al público. Casi todo lo que servían era cerveza. A la derecha, pequeñas mesas negras de metal. Cordill pidió un gin-tonic de Larios. Se oía el ruido del grupo tras la cortina. Con el gin-tonic en mano y esquivando las embestidas de una legión de jóvenes que saltaba al ritmo de Gramoxín, Cordill enseñó su entrada y un joven apartó un trozo de cortina para que pasara. Se sentía extraño e incómodo en aquel lugar, pero nadie se fijaba en él.
Gramoxín cantaba en inglés una canción que Cordill, por supuesto, desconocía. El estruendo era enorme, ya que la sala no era muy grande. Miró el pequeño entarimado donde actuaba el grupo, a la izquierda, al lado de los servicios. Lluís Lloris llevaba unos vaqueros anchos y caídos, una camiseta de colores que la oscuridad del local difuminaba, zapatillas deportivas y el pelo largo y liso, como si se lo lavara los días impares para darle un poco más de espesor. Lluís terminó la canción: se oyeron algunos aplausos, un breve silencio y la voz de un tío:
– ¡En castellano, mamón!
Entonces Lloris, un poco más adelantado que el resto del grupo, se dio la vuelta para decirles algo a sus compañeros y tocaron de nuevo:
A tu puta madre la han visto
en el barranko de Masssanasssa
chupándosela a un moro
con una polla como una carcasssa.
Joaquim Cordill intuyó que era la famosa canción El novio de tu madre, muy celebrada por la peña, como pudo comprobar gracias a tres manchurrones de cerveza que le ensuciaron la americana a resultas de los saltos del personal. Quizá la letra era del tío Granero. Quienes encabezaban las preferencias musicales de Cordill eran los Rolling Stones y Bruce Springsteen. Y en cuanto a la canción protesta, especialidad que descansaba en el baúl de los recuerdos, Raimon y Ovidi Montllor. Dejó el vaso en una mesa y se fue al lavabo. A distancia, situando los pies donde no hubiera un charco de orines, intentó mear dentro del inodoro -por llamarlo de alguna forma-, pero casi todo fue a parar directamente al suelo. Por unas gotas más no pasaba nada. Cuando volvió a la sala el vaso estaba vacío. Miró alrededor, intentando enfrentarse al sospechoso. Nada, nadie. El personal saltaba e iba manchándolo todo de cerveza. Se salió a la barra. Pidió otro gin-tonic y procuró no perderlo de vista. «I ara, colla de bruts, ens n'anem a descansar una miqueta» [2], dijo Lluís Lloris, en su línea de descontextualización idiomática.
Cordill bebió un poco de gin-tonic. Un cigarrillo le hubiera sentado bien, pero con la densidad del humo del local estaba recuperando todo lo que no había fumado en tres meses. Alguien le tocó un hombro.
– Señor Cordill, ¿qué hace aquí?
Se encontró con Tito Pons, un joven empleado de la sucursal de Sueca. Le costó reconocerlo. Hacía tiempo que no lo veía, y además se había hecho algo en el pelo, ahora tipo erizo, y llevaba un par de pendientes no muy discretos en la oreja derecha. Se le pasó por la cabeza no decirle la verdad, pero aquello no tendría ningún sentido. ¿Qué iba a decirle, que era un fan de Gramoxín? En cualquier caso, Tito se podía imaginar el porqué de su presencia.
– ¿Qué tal, Tito? He venido a hablar con los del grupo.
– ¡Son de puta madre! El vocalista es cojonudo.
– Eso espero. Quiero negociar con ellos.
– ¿Por lo del nombre?
– En efecto. Escucha, Tito, ¿no habrás sido tú quien les ha sugerido el nombre?
– No, no, señor Cordill. No los conozco de nada. Me gustan, pero no me he hecho ni una puta birra con ellos.
– Me gustaría saber por qué han elegido Gramoxín.
– Es un nombre combativo. A matarlo todo, como el herbicida. Jiu, jiu…
El señor Cordill dio dos pasos atrás, como precaución para que la cerveza de Tito no le cayera encima. El empleado llevaba un ciego considerable. No era de extrañar: el local, la música… Los de la Ribera Baixa, además, tenían fama de mamar como nadie. Que bebiese, que se distrajese. Si los pedidos de los productos no mejoraban -sobre todo los de Gramarròs, el producto estrella y su apuesta personal- quizá no tendría más remedio que rescindirle el contrato (si antes no se lo rescindían a él). Le sabía mal. Mantenía un trato respetuoso hacia los trabajadores de la empresa, pero también se le exigían resultados.
– ¿Es famoso este grupo? -le preguntó.
– Son muy cañeros. Llevan a las tías de culo. Son los mejores, pero pasan de Los Cuarenta Principales y de la puta que los parió. Son puros y se cagan en todo. ¿Conoce la canción…?
– ¿El novio de tu madre?
– No, ésa es la penúltima. Ahora han sacado una que se llama La follera mayor -dejó la cerveza en la barra-. «Follera mayor, en el fondo eres la más bollera» -canturreó Tito, en un tono de voz inseguro, simulando tocar la guitarra con las manos-. Un escándalo, tío… señor Cordill. Están haciendo presentaciones privadas. Ya sabe, para tantear la opinión de los fans. Cuando estemos en fallas se armará un Cristo del copón.
– Me lo imagino. ¿Ya la han grabado?
– Todavía no. En fallas sacarán el compacto. ¡Caguendéu, la que se va a armar! Ya tuvieron una de las buenas con aquella de Municipal, bisexual -rió Tito, trazando un torpe gesto con la mano-. Mire, por allí viene.
Por allí venía Lluís Lloris, colgando de los hombros de dos chicas. Iba recibiendo felicitaciones y algún que otro insulto.