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– Cojonudo, compañero. Eres un crack -le dijo Tito-. Me molas mogollón.

– No serás de la acera de enfrente, ¿verdad? -le soltó Lluís Lloris.

– ¿Maricón yo? Soy de Sueca, tío. De la Ribera Baixa. Allí, si a una tía se le caen veinte duros al suelo, tiene que sacarlos del pueblo a patadas. ¿Quieres una birra, tío?

– Te la puedes meter por el culo.

– Y dale con el culo…

– Déjalo, Tito -intervino Cordill, estremecido ante el espectáculo que presenciaba-. Oye, me gustaría hablar contigo un momento -le dijo a Lluís.

– ¿Eres mánager?

– Soy el administrador de la empresa Gramoxín.

– Hostia, tenemos administrador y yo sin saberlo. ¿Te envía mi padre?

Lluís Lloris estaba cubierto de sudor, sus pupilas dilatadas y brillantes. Sus aletas nasales palpitaban sin cesar. ¿Cannabis? ¿Coca? ¿Drogas sintéticas? Quizá había nacido así. A Joaquim Cordill se le hacía difícil adivinar por qué tenía aquella cara.

– ¿No has recibido una carta mía? -le preguntó.

– ¿Una carta tuya? -miró a las chicas-. ¿Una carta suya? Tío, me envían millones de cartas. ¿Cómo quieres que me fije en la tuya?

Le ofreció la lengua a una de las chicas dejando ver una caries obvia. La otra le acariciaba el pecho, impaciente. Mientras esperaba que acabara la exhibición, Cordill bebió un poco más de gin-tonic. El resto del grupo pasó en dirección a la puerta, cada uno con dos o tres chicas. La fascinación sensual por la música. De haber vivido ahora, Mozart se hubiera quedado tísico, pensó el señor Cordill.

– Bueno, tío, ¿quieres un autógrafo? -le dijo Lloris a Joaquim.

– Podrías firmármelo en la polla -soltó Tito, defendiendo a su administrador-. Me emocionaría tanto que estaría veinte años sin lavármela.

– Escucha, Tito, ¿tendrías la amabilidad de ir a dar una vuelta? -le rogó Cordill.

– Vale, señor Cordill. Estaré en la entrada por si me necesita.

– Gracias.

– Adiós, tío -se despidió Lluís-. Está más rayado que una puta cebra.

– ¡Rayado lo estará el coño de tu madre! -contestó Tito.

– Un momento, un momento… -Cordill, pacificador.

– ¡Que te den por l'ojete, zo mamón! -gritó una de las chicas, monolingüe total.

Como premio, Lluís Lloris le dio un morreo. De nuevo Cordill tuvo que esperar bebiéndose el gin-tonic, que no soltaba ni por un momento. El mero hecho de pensar en alguien del local babeando su vaso le producía escalofríos.

– Soy el administrador de la empresa Gramoxín -lo intentó de nuevo-. Hacemos herbicidas y otros productos para el campo.

– Ah, sí. El tío Granero usa de eso.

– ¿Quién es el tío Granero?

– La reliquia más guay de la Albufera.

– Os he enviado tres cartas pidiendo que cambiéis el nombre del grupo. Hace muchos años que lo tenemos registrado y no lo podéis utilizar. Estáis infringiendo la ley de marcas y patentes. Para nosotros es algo muy serio. Si no os cambiáis el nombre, os llevaremos a los tribunales.

– ¿A los tribunales? -Lloris, partiéndose el culo.

– Preferiríamos no llegar a esa situación, pero…

– Tío, si os hacemos publicidad.

Cordill pensó en el próximo éxito del grupo, La fallera mayor.

– Mira -dijo-, si no entráis en razón no nos queda más remedio…

– Tío, me importa una mierda que nos demandéis. Si te pones tonto, mi padre te compra la empresa. ¿Vale?

– Escucha…

No hubo tiempo para nada más. Colgando de los hombros de ambas chicas, que parecían sacadas de un folleto de ayuda al tercer mundo, Lluís Lloris se fue. Al principio Cordill hizo amago de seguirlo, de detenerlo y de lanzarle una advertencia seria, pero lo dejó estar. Ni era el lugar adecuado para una conversación disuasoria ni, definitivamente, el vocalista era la persona indicada para entrar en razón. Salió del local. Fuera, cerca de la puerta, se encontró a Tito.

– ¿Cómo le ha ido, señor Cordill?

– Mal. Me ha mandado a la mierda.

– Normal.

– ¿Normal?

– O sea, cuando se habla con un pijo…

– Tito, ¿no sabes si tienen algún mánager, algún representante?

– No lo sé, son hijos de papá, por eso se cagan en todo.

– ¿Quién es el padre del cantante?

– Ni puta idea. Seguro que es de padre desconocido. ¿Hace una birra, señor Cordill?

– Gracias, tengo que irme.

– Yo me quedaré un poco más. En la segunda parte siempre acabamos todos a hostias.

Eran las dos de la madrugada, iba borracho perdido y aún tenía que desplazarse a Sueca, pero Joaquim Cordill no le dijo nada. También él había sido joven. Un joven distinto, con otras inquietudes, militante del partido comunista, comprometido con el retorno de la democracia y la libertad como paso previo en el proceso hacia el socialismo. Mientras iba al coche recordó algunos episodios vividos en el barrio del Carme. Las citas en el local Capsa, ya desaparecido. Las copas de madrugada en el Christopher Lee, con la progresía estudiantil de letras. El bar Gent, donde conoció a Empar, la primera mujer de quien se enamoró. Esbozó una sonrisa al pensar en ella. Planificaron vivir juntos, formar una pareja sin formalizarla, pero el verano de aquel año le dejó para ingresar en una comuna hippy. ¿Dónde estaría ahora, Empar? Muerta. Por sobredosis. Pero Cordill no lo sabía. Recordó que en la calle de Dalt la policía lo detuvo por primera vez, en una manifestación a favor de Puig Antich, militante anarquista ejecutado por la dictadura. El barrio del Carme había sido un símbolo de la izquierda valenciana y valencianista. Un lugar en el principio cardinal de la memoria. En gran medida, la lucha contra el franquismo y la transición democrática se urdieron en el barrio. Recuerdos, esperanzas y frustraciones, eso era el Carme para Joaquim Cordill. De todo aquello no quedaba nada, como si hubiera sido otra vida. O quizá sí: el Radio Xinxinati, tipos como Lluís Lloris o Tito, la parte más ostentosa del espíritu valenciano, la secuela innegable del fracaso de su generación.

7

La calle Montecarmelo está en el barrio de Torrefiel. En el lado izquierdo de la calle hay una hilera de casas, a la derecha edificios con pisos ocupados por emigrantes españoles que vinieron a Valencia a partir de la década de los sesenta. Torrefiel es un barrio habitado, en su mayoría, por familias de extracción social obrera mezcladas con una hornada de parejas jóvenes que se instalaron allí en los noventa. Para quien vive en el centro de la ciudad, e incluso para la gente de los pueblos de alrededor, Torrefiel es el culo del mundo. El mayor caos especulativo a la izquierda del río Turia, río que, en épocas pasadas, dividía socialmente a Valencia. Al sur del río quedaba la Valencia clásica; a la parte izquierda, la nueva Valencia, ocupada por emigrantes y otros colectivos que encontraban en los barrios periféricos viviendas al alcance de sus posibilidades económicas. Como casi todos los barrios periféricos, en estos momentos Torrefiel era, socialmente, una zona híbrida.

Las casitas del lado izquierdo de la calle Montecarmelo, ahora deshabitadas, habían sido compradas por Juan Lloris. Las adquirió en 1995 con la intención de construir un edificio con pisos de una categoría superior a la existente en el barrio. Lloris esperaba a que el barrio estuviera mejor comunicado -la futura Ronda Norte, que estaba previsto que enlazara con la Biblioteca Valenciana de San Miguel de los Reyes y, por la zona sur, con el centro estricto de la ciudad, pasaría cerca de la calle- para empezar a construir, o bien, en caso contrario, vender y conseguir una importante plusvalía. No tenía ninguna prisa. En Valencia, una ciudad que crecía en permanente conflicto con la huerta que la rodeaba, lo más adecuado era adquirir solares o terrenos dentro de la ciudad. En ese aspecto, Lloris era el empresario de la construcción que más había invertido. Invertir y esperar a que la demanda convirtiera el solar en un lugar altamente revalorizado.