Rafi intervino en el momento adecuado. «No te preocupes», le dijo, «conozco muy bien a esta clase de mujeres». En un abrir y cerrar de ojos, Franziska desapareció de la vida de Lloris. Pocas noches después, en la barra de Suso's, el empresario quiso saber qué había sido de ella, con miedo de verse implicado en asuntos turbios. Entonces Rafi le contó una historia: Franziska era húngara, casada con un compatriota, y ambos tenían pasaportes y papeles falsos. Ciertamente estaba embarazada, pero de su marido. Su plan consistía en vivir del dinero que le sacarían al empresario. Cómo lo había descubierto Rafi, eso era una cuestión menor por la que Lloris no se interesó. Lo cierto es que el problema ya no existía. Rafi lo había salvado del compromiso y le estaba agradecido. ¿Qué podía hacer por él? Sus hermanos querían trasladarse a la ciudad con sus familias. ¿No les alquilaría unos cuantos pisos a un precio asequible? Los tuvo gratis. Si algo le sobraba a Lloris eran pisos. Poco después, Rafi vio un local, en la carretera que iba de Valencia a Picaña, ideal para montar otro club. Casualmente, la planta baja estaba en un edificio que Lloris acababa de construir. El local pertenecía a una de las múltiples sociedades del empresario dedicadas al alquiler y venta de naves industriales y bajos comerciales, cuyo accionista principal era su mujer, María Jesús. No se lo podía ceder gratis. Rafi lo entendió. Acordaron un alquiler inferior al precio de la zona. Quería montar una cafetería, le dijo. Desde entonces, Lloris y Rafi tenían una amistad secreta pero importante, además de fructífera. Lloris poseía a todas las mujeres que deseaba, con discreción y sin tener que pagar por ellas.
Juan Lloris apuró el coñac. Se levantó lanzando a la vez un suspiro, como quien hace algo habitual y la rutina acaba apoderándose de él. Pero no era exactamente así, le apetecía hacerlo. Era un hombre fuerte, ni alto ni bajo, cebado durante su adolescencia y juventud, mediante la ardua tarea del albañil. Tenía unos brazos y unos hombros fuertes, su pecho aún se mantenía firme, pero su barriga, prominente aunque no visible en exceso, distorsionaba un poco un cuerpo que había sido atlético. Empezó a subir la escalera cuando Rafi ya estaba arriba. Entró en la habitación, iluminada de rojo oscuro. Justo al entrar, a su derecha, había un sofá tapizado de negro. A la izquierda, una pequeña puerta comunicaba la estancia con otra. Lloris se quitó la ropa, se puso un albornoz y encendió una minicadena musical con un compacto de coplas de Rocío Jurado. Después se encendió un puro y se sentó en el sofá, ante una cama enorme, de dos metros de ancho por dos de largo.
Entró Asha y le dedicó una sonrisa. Llevaba bragas y sostén transparentes. Era una marroquí morena, de pelo largo y muy negro. Pequeña pero proporcionada. Sentada en una esquina de la cama, Asha se pintó los labios. Entonces entró Ana. Acto seguido Rafi dejó una cubitera con una botella de vino blanco a los pies del empresario y salió. Lloris bebió un poco de vino directamente de la botella. Después hizo un gesto con la cabeza, como los que hacían los emperadores romanos para que empezara el espectáculo. Asha le acarició los brazos a Ana, le quitó el sostén, la tendió suavemente en la cama y empezó a chuparle los pezones, alternando uno y otro. En el silencio de la habitación se oían los débiles gemidos de Ana. Lloris se abrió el albornoz. En una mano tenía la botella (volvió a beber: el hormigueo del alcohol se convirtió en una sensación más fuerte), con la otra rozaba lentamente sus testículos. Le excitaba el contraste entre las dos mujeres: una morena, la otra de piel blanquísima. Asha era pequeña y de formas rotundas, Ana alta y delgada, con un cuerpo de simetría perfecta. Ambas mujeres practicaron juegos de toda clase con sus lenguas. Entonces Lloris se tendió a su lado, aún con el albornoz. Con espeso tacto dejó correr su mano por la espalda de Ana, recorrió el dibujo de sus nalgas, de sus muslos, de sus talones. Impaciente, su mano tocaba el cuerpo de arriba abajo. Las mujeres estaban una encima de otra, palpándose y besándose en los labios, lamiéndose el cuello y la nuca, ambas ya gimiendo con estridencia. Lloris, furioso, se deshizo del albornoz. Bebió y dejó la botella en el suelo. Comprobó la erección de su pene, potente y firme. Separó las piernas de Ana, que le daba la espalda. Entonces la rusa lo detuvo: «El condón», le dijo. Pero no quería penetrarla. Hizo que recuperara su anterior posición y, arrodillado y con ambas manos en los hombros de ella, se tendió sobre su cuerpo, rozándose continuamente. Ana se mantuvo bocabajo en la cama cuando Asha cambió de posición, alisándose contra la espalda de Lloris, componiendo un sándwich, los tres tendidos cubriendo la cama durante un intervalo intenso.
Cuarenta minutos después, sentado en la mesa de la planta baja mientras bebía una copa de coñac y hojeaba el suplemento dominical de un periódico, Rafi oyó pasos en el piso de arriba. Cuando entró en la habitación Lloris estaba en la cama con el albornoz puesto. Del suelo recogió una bolsita de plástico con el semen del empresario. Desde el asunto con Franziska tenía por costumbre, si le habían practicado sexo oral, que la mujer no se llevara el semen en la boca. No se fiaba y adoptaba medidas extremas.
– ¿Cómo ha ido?
– Quiero a estas dos siempre -dijo Lloris con voz relajada.
Las tendría.
El empresario volvió a encender el puro. Permaneció en la cama, abierto de piernas, observando la pared de enfrente con la mirada plácida que da un cuerpo satisfecho. Rafi le trajo la cubitera con la botella de vino. En la puerta de la calle, Asha y Ana esperaban un taxi. Hasta ese momento, las dos mujeres apenas se habían dicho nada. Cada una había llegado a la casa por su cuenta, pero ahora se irían juntas. Ana le preguntó a Asha hacia dónde iba. La marroquí le dijo que vivía en el barrio de Russafa. La rusa iba hacia la otra punta, por la zona del puerto, pero dijo que Russafa le caía cerca de casa. Subieron al taxi y Ana le ofreció un cigarrillo. Se mostraba amable y procuraba tratarla atentamente. Quería hablar con Asha de ciertos temas del trabajo y trataba de ganarse su confianza. Pero no lo haría aquella noche, sería precipitarse demasiado.
Por precaución (Rafi siempre le advertía que no viniera con su coche, un Jaguar verde oscuro que, obviamente, llamaría la atención en un barrio como Torrefiel), Juan Lloris cogió un taxi hasta un parking del centro de la ciudad. Apenas el taxi dobló la esquina, Rafi fue a otra casa de planta baja de la manzana, que, como el resto de las del mismo lado, era del constructor.
Rafi pertenecía a lo que en el argot gremial se conoce como «comité de bienvenida», una pequeña organización subsidiaria de la mafia de trata de blancas. Compartía el negocio con Enriqueta del Toro, Enri, amante y mujer de confianza. Desde hacía unos años, su unión había dado extraordinarios frutos. Enri tenía dotes excepcionales de comedianta, como Rafi había podido comprobar con el cebo que ambos le prepararon a Juan Lloris. De modo que pronto se dio cuenta de que las características de Enri ofrecerían mejores prestaciones económicas si la alejaba de la barra del prostíbulo donde trabajaba, propiedad suya.