El llamado comité de bienvenida explotaba una parte del negocio de la trata de blancas. Rafi se disponía a explicarles aquella parte a las tres mujeres que, la noche de aquel día, habían aterrizado en el aeropuerto de Manises después de una escala en Madrid. Cuando Rafi entró en la casa, las tres mujeres, de nacionalidad sudamericana, estaban en la mesa comiendo lo que les había preparado una mujer mayor, con cara arrugada y lívida de ex prostituta. Enri le presentó a las mujeres a Rafi. Las tres se levantaron para saludarlo con respeto. Les ordenó que siguieran cenando. Eran tres jóvenes entre los dieciocho y los veinte años.
– De ahora en adelante vuestros nombres serán Milagros, Remedios y María -se lo dijo en tono indiferente, señalando a cada una según el nombre que le correspondía.
Acto seguido, y bajo la atenta mirada de las jóvenes, enumeró sus condiciones de trabajo. Un cincuenta por ciento sería para ellas y el cincuenta restante para la organización. Si querían un pasaporte con identidad falsa, tenían que pagar medio millón de pesetas, dinero que se les descontaría de su cincuenta por ciento. Añadió enseguida que era conveniente tenerlo. Así podrían trabajar en prostíbulos de ciudad o de carretera. De lo contrario sólo lo harían en casas privadas de la organización. Les aconsejó que consiguieran documentación, aunque les advirtió que, si las detenían y las trasladaban a una comisaría, no les serviría de mucho, ya que si la policía contactaba con el supuesto país de origen del pasaporte descubriría el engaño. Él podía proporcionarles documentos más seguros, y por lo tanto más caros (justo el doble), que eran una copia exacta de la identidad de otra persona existente en otro país. Con estos documentos, no tendrían ningún problema legal. Eran una garantía absoluta, por eso eran más caros. En total, tenían que pasar obligatoriamente dos años trabajando para la organización. Después, serían libres.
– ¿Entendido?
Las tres jóvenes asintieron. A continuación, con una arrogancia innata, les dijo -en su voz había un deje de amenaza- que esperaba de ellas lo mejor de lo mejor.
– Viviréis separadas, cada una en un piso distinto, con otras colegas de otros países -añadió.
Esa condición casi siempre provocaba las quejas de las mujeres, pero era irrenunciable. Rafi se lo hizo saber antes de que las jóvenes abrieran la boca. Habiéndolo aclarado, Enri dejó tres móviles sobre la mesa.
– Por si tenéis algún problema -dijo-. Los gastos del móvil son cosa vuestra. Mañana os abriremos una libreta de ahorro.
Rafi les explicó que lo hacían todo para facilitarles la integración en un país que desconocían. Enri también les dio el número de teléfono de un abogado por si tenían algún problema con las autoridades. Pero sólo tenían que utilizarlo en caso de necesidad.
– De momento os quedaréis aquí hasta que decidamos en qué pisos viviréis. El alojamiento en esta casa es gratuito, pero tendréis que compartir el alquiler del piso con vuestras colegas. Nadie tiene que saber cuál es vuestra dirección -Rafi se sirvió un poco de vino-. ¿Tenéis alguna pregunta?
No formularon ninguna.
8
El coche del President de la Generalitat se detuvo ante la puerta del Museo de Bellas Artes, conocido también con el nombre de San Pío V. Detrás, un coche con cuatro guardaespaldas dio un frenazo ruidoso. Con diligencia, los cuatro hombres se situaron entre la puerta del museo y el vehículo presidencial. Algunos de los invitados que entraban al museo se detuvieron tras los guardaespaldas. Pasándose la chaqueta y con una amplia sonrisa, el President, acompañado por el Conseller de Cultura y por Júlia Aleixandre, saludó al director del museo, que había ido a recibirlo. Entró en el Pío V, saludó rutinariamente a todo el mundo que se le acercaba hasta que se encontró de frente con Francesc Petit -de uniforme oficiaclass="underline" traje azul-, le dedicó un minuto largo muy aprovechado por la prensa gráfica. Por los gestos parecía que el President estaba a punto de reventar de satisfacción por hablar con el secretario general del FNV. Petit, ante la presencia de la prensa gráfica, mantenía una actitud de cortesía. Júlia advirtió al President que el acto debía empezar. Pasaba un cuarto de hora de lo previsto.
En el espacio que da acceso al museo, en la sala de la cúpula, el director acompañó al President hasta el lugar desde donde tenía que dirigirse a los invitados. El director cogió el micrófono y fue muy breve. En cambio, el comisario de la exposición se alargó un poco con detalles sobre la influencia de los artistas renacentistas que se apreciaba en los autores expuestos. El President miraba al comisario como si le interesaran sus palabras. Entonces Francesc Petit se situó detrás de Júlia Aleixandre, en la segunda fila.
– Después quiero hablar contigo -le dijo en voz baja. Júlia hizo un gesto afirmativo.
Sin dejar de sonreír, el President, cuando por fin terminó el comisario, se sacó un folio del bolsillo de la chaqueta y dirigió unas palabras al público, en castellano, sobre la exposición Dibujos valencianos del siglo XVII. Dijo que la exposición planteaba una faceta poco conocida, pero no por ello menos importante, de los artistas valencianos allí representados. Remarcó que la exposición era una muestra de la esplendorosa época del Barroco y que servía como punto de referencia del quehacer artístico predominante en aquella época. Como de costumbre, el President añadió unas cuantas perogrulladas y algún que otro tópico, pero fue breve y conciso. Una vez hubo terminado, el comisario y el director del museo le dieron toda clase de explicaciones técnicas y estéticas de los dibujos de Ribera, Ribalta y Esteve Marc, entre otros artistas expuestos. Pero los murmullos del público, cuando no las voces demasiado altas, dificultaban su concentración.
Hasta cierto punto, el aspecto del público congregado respondía al de personas que parecían dedicarse a profesiones liberales, algunos estudiantes y los asiduos a las inauguraciones de arte, que venían a ser los mismos perros con distintos collares. En un rincón, Oriol Martí observaba la técnica de un dibujo. Buscó a Júlia con la mirada, pero no la encontró. Francesc Petit se la había llevado a la puerta del museo.
– Dedícame unos minutos.
– Tengo que estar con el President. Ven al despacho.
– No ha habido una sola vez, ni una, que haya hablado contigo sin que se haya enterado la prensa.
– Ya sabes cómo son, están en todo. ¿Es importante?
– Sí. Tengo un poco de prisa por aclararlo. Pero no quiero hablar aquí, hay demasiada gente conocida.
Júlia hizo como si dudara. Miró su reloj.
– Deja que me despida del President.
– Muy bien. Mientras tanto voy a por mi coche.
Diez minutos después, Júlia subía al coche de Francesc Petit, un Seat Ibiza cuyo interior se encontraba en un estado lamentable, cosa que no le pasó precisamente desapercibida. Oriol Martí vio cómo se marchaban. Intentaba recordar la cara del acompañante.
– ¿Adónde vamos?
– A ninguna parte. Si no te importa, hablaremos aquí, en el coche.
Petit cruzó el primer puente del cauce del Turia. Se detuvo en el semáforo en rojo que había ante las Torres de Serranos. A la derecha estaba la moderna sede central de los socialistas, inaugurada hacía un año. Un numeroso grupo de gente, que pertenecía al comité nacional, charlaba en la puerta. Antes de tomar la antigua circunvalación, se fijó en el grupo: había personas de todas las edades y, por su aspecto, de diversa condición social. En el Front, sin embargo, abundaba una homogénea composición de intelectuales críticos. Petit envidiaba la mezcla social de los militantes del Partido Socialista. Sabía que era una de las claves del éxito político.