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Una semana antes había llovido a cántaros, muchísima agua que llegó a hacer que los campos se colmaran e inundaran los pequeños caminos de tierra. La climatología mediterránea funcionaba así en la zona: ciclos de sequía larguísimos e intervalos de lluvia breves pero muy intensos que echaban a perder todas las cosechas. Ocurría desde tiempo inmemorial, pero nadie era capaz de preverlo.

– Caguendéu, sinyoret, no sabe cuántos años llevaba sin ver un ullal con agua fresca.

El tío Granero vertió el agua de la cazuelita y la llenó en el ullal. Gram tomó un baño.

– No todo se está perdiendo, Granero -dijo con un deje de satisfacción Juan Lloris, cuando en realidad quería decir que en su coto las cosas perduraban porque se hacían pensando en la recuperación y mejora del medio.

¡Un ullal con agua fresca! Seguro que no había otro en toda la Albufera. El tío Granero empezó a perchar con aire de melancolía.

– Cuando yo era niño -dijo, y entonces Juan Lloris dejó la Scott en el suelo de la barca y se encendió un puro. Siempre que Granero empezaba una frase con las palabras «cuando yo era niño» el monólogo tendía a ser bastante largo-. Cuando yo era niño mi madre me enviaba a los ullals a buscar agua para los segadores. Era fresca, clara, limpia y buena como Dios, sinyoret. Seguro que usted también ha bebido de los ullals -Lloris con la vista hacia adelante, de nuevo abstraído-. Salía a cazar durante horas sin agua, siempre encontraba algún ullal que otro al que amorrarme. Quién me iba a decir que acabaría comprando el agua. Yo, que me he pasado la vida rodeado de agua -el tío Granero esperó en vano que Lloris respondiera. El humo se esparcía con rapidez apenas salir de su boca. Quizá al señorito no le interesaba aquella conversación-. Hoy no haremos rata -la expresión «no hacer rata» significaba falta de presas-. Hace sesenta años, tal día como ayer, día de San Vicente, la Albufera estaba llena a rebosar. El otro sinyoret, Manuel Navarro, que en paz descanse, vino a cazar con mi padre y entre los dos mataron de una sentada ocho coes de junç, dieciocho bragats, seis morells, cuatro boixos, tres ascles, veintidós collverds, dieciséis piulos y tres civerds.

¿De dónde sacaba tanta memoria aquel hombre? A Lloris le parecía extraordinario que Granero, a su edad, tuviera la cabeza tan despejada. Probablemente, el mecanismo de su cerebro evitaba problemas y almacenaba recuerdos.

– Ahora ya no vienen piulos -continuó Granero-, ni coes, y se ven pocos bragats… en cambio este año he visto una roseta.

Lo dijo con un deje no de tristeza, sino de displicencia evocativa, y Juan Lloris decidió remediarlo:

– No te quejes, por lo menos tienes salud. Te conservas muy bien para tu edad.

– ¿Sabe por qué, sinyoret?

– No -dio una calada con fuerza, intentó retener el humo pero el viento lo esparció.

– Por el pescado -sonrió como si acabara de formular su más valioso secreto-. Como pescado por la mañana, a mediodía y por la noche. Por la mañana llisa con ajo, a mediodía llisa con cebolla y por la noche llisa con cebolla y ajo y un chorrito de aceite. Mi mujer me aparta las espinas.

El tío Granero siempre había comido pescado. Antes por necesidad, ahora porque había hecho de la necesidad un placer.

– ¿No te aburres con tanto pescado?

– También como tenca. Y los domingos mi mujer hace paella.

Evitó decir que también comía anguilas, muy de vez en cuando. Quedaban más bien pocas, y sólo se encontraban con tesón y paciencia. Evitó decirlo porque las anguilas que comía la gente eran ya criadas y a Granero le parecía un lujo, quizá el único que se permitía, el simple hecho de comerse las de la Albufera. A Juan Lloris se le fue el pensamiento a la comida. No pensaba en el superávit de llises de Granero, sino en las paellas que preparaba su mujer, Maria. Eran paellas hechas con el talento de los años. Y los ingredientes, el agua y el fuego que atizaba para sofreír las verduras y la carne, y sobre el que ponía el arroz justo cuando se debilitaba. Daba igual que cocinara para tres personas o para quince, la paella siempre estaba en su punto. L'espardenya, l'all-i-pebre, l'arròs de colp i volta… La cocina tradicional hallaba en ella sutiles manos. No entendía la tozudez de Granero con la llisa, pero es bien sabido que este tipo de gente se aferra a la rutina y a las costumbres.

El tío Granero y Juan Lloris no se dieron cuenta de que Gram se había detenido, señalando un pequeño colectivo de collverds al otro lado de los cañares. El perro ladró tras esperar en vano que le prestaran atención y las aves volaron sin que su dueño tuviera tiempo de coger la escopeta. Mientras la cogía a Lloris se le cayó el puro en la bragueta. Lanzó un manotazo instintivo tan enérgico para no quemarse los pantalones que el puro fue a parar al agua. Qué raro está el señorito, pensó el tío Granero. Desde que había aparecido sin previo aviso a las diez de la mañana le parecía inquieto. No es que no lo fuera, desde siempre, pero hoy lo veía nervioso, intranquilo, y por momentos taciturno. No obstante, Granero nunca entraba en temas personales a no ser que Lloris se los consultara. De vez en cuando le pedía su opinión y Granero se alegraba de poder darle consejo. No era algo habitual en Lloris, ni mucho menos, lo de pedir consejo. Y menos a un hombre como él, que apenas sabía leer y escribir. Pero entendía las inquietudes del señorito. Los quebraderos de cabeza que implicaba dirigir una gran empresa, la responsabilidad del patrón ante los suyos. ¿Valía la pena malvivir así? Para Granero, acostumbrado a pensar en una soledad sobria, las cosas eran más simples, más sencillas. Granero no entendía el anhelo de aquellos hombres que, teniéndolo todo, ambicionan aún más a riesgo de perder lo conseguido. Desde su austera perspectiva era imposible comprender la necesidad vital de aventura, la obstinación y la incontestable seguridad que otorga el éxito permanente.

El modesto Granero sufría por el poderoso Juan Lloris Martorell como si su estabilidad dependiera de ello. Había nacido en el coto de Navarro -ahora coto de Lloris- y allí quería morir. Aquello sería posible gracias a la generosidad del señorito, que compró la finca de los herederos en quiebra del empresario maderero Celedonio Navarro con la familia del tío Granero como parte de la operación. De no haber sido así, Granero y su mujer María se tendrían que haber buscado una casa en algún pueblo de los alrededores de la Albufera; de no haber sido así, tendría que haber ido a buscar trabajo a los polígonos industriales en los que se habían convertido los pueblos antes agrícolas de las cercanías; de no haber sido así, la hija del tío Granero, Maria Granero, no hubiera encontrado trabajo en la empresa de Lloris. Ni ella ni su marido. De no haber sido así, si no hubiera comprado a la familia del tío Granero como parte de la operación, Juan Lloris hubiese tenido dificultades, enormes dificultades, para encontrar a un par de buenos masoveros. Las parejas jóvenes no querían saber nada de una vida aislada entre arrozales. Estaban hartos de la vida que habían llevado sus padres. Además, carecían del carácter servicial que demostraban ellos, siempre cumplidores y respetuosos para con los patrones.

Cuando pensaba en ello, Juan Lloris se lamentaba por la edad del tío Granero. Demasiado viejo. ¿Quién se haría cargo de todo cuando él muriera? ¿Una pareja de filipinos, que tan de moda estaban entre el servicio casero? ¿Una pareja de sudamericanos? ¿Quizá una de moros? Personal poco fiable. No obstante, tenía gente así contratada en alguna de sus sociedades promotoras. Pero aquello era otra cosa. Allí, en las obras, estaban controlados. Sin embargo aquí, en el coto, la iniciativa propia era algo imprescindible. Sin la costumbre de trabajar en un medio tan especial la negligencia estaba asegurada. Y lo que era aún peor: la desconfianza que genera. Además, el tío Granero hacía de masovero y de capataz: sabía cuidar de los campos de arroz; sabía de todo lo relacionado con el coto. Había otra ventaja añadida: pese a la diferencia social entre uno y otro, ambos hablaban el mismo lenguaje, circunstancia que conducía a la complicidad, a los afectos que los hermanaban más allá de las distancias de todo tipo que a priori los tendrían que separar. Aquello era imposible con otras culturas tan radicalmente distintas. Porque ésa era otra cuestión: un moro, por ejemplo, ¿a santo de qué tendría que tratar todo aquello con cariño y comprensión? Cumpliría y punto. Si es que cumplía, claro. El factor humano, pensaba a menudo Lloris; algo que echaba de menos en su gremio. En los momentos de preocupación, de tristeza o de reflexión, el coto y el tío Granero eran el antídoto que necesitaba. Entre la naturaleza se sentía lejos y protegido, a salvo de los maniqueísmos. En el silencio del coto resonó el canturreo de un móvil, las notas de una popular canción del Fary. Del bolsillo superior de su cazadora, Lloris sacó el teléfono. Escuchó con atención y, tras unos instantes, dijo: