Oriol también tenía unas cuantas preguntas para Júlia. No obstante, prefirió esperar. Durante el resto de la cena hablaron de asuntos personales. Después Júlia lo llevó a la cafetería Plaza. Aún era pronto y había poca gente. La música era suave, el ambiente tranquilo. Júlia pidió dos whiskys.
– Y bien, ¿qué pretendía Francesc Petit? -después de lo que le había contado, Júlia le debía una confidencia-. A primera vista parece un contacto extraño, aunque a ti te gusta controlarlo todo.
– La reunión ha sido a petición suya. Bancam le ha denegado un crédito al Front y me pide que interceda.
– Puedes hacerlo.
– Sí, claro. Pero en política todo tiene un precio.
– Me lo imagino.
Oriol no preguntó nada más sobre el tema. Todo lo que había querido saber se lo acababa de decir Júlia. Cambió de conversación, sólo por unos minutos, ya que le propuso ir a tomar otra copa en un lugar muy interesante, en una población cercana a la ciudad. Júlia miró su reloj y le rogó que la disculpara: mañana sería un día cargado de trabajo. Oriol lo lamentó sinceramente. Se ofreció a llevarla a casa, pero ella prefirió ir en taxi dado que tenía el coche junto al San Pío V.
Y eso hizo: fue hasta el museo, cogió el coche y, siguiendo el río, fue a parar a la estación central de autobuses. Sacó una bolsa de deporte del maletero y buscó uno de los aseos de la estación. Se quitó el vestido y se puso unos vaqueros ajustados, una camisa blanca, una chaqueta de ante marrón claro y unas zapatillas deportivas, también blancas. Se pintó los labios de un rojo violento y, después de ponerse unas gafas oscuras, volvió al coche. Se fue a la zona de Pelayo, a la calle del mismo nombre, hacia el final, cerca del paso subterráneo que unía la Gran Vía con la Plaza de España. Aparcó justo delante de Caña y Azúcar, un local de salsa.
Como a todas partes, también a Valencia había llegado la obsesión por la salsa. En los últimos años habían surgido como setas varios locales especializados en aquel ritmo. Pero Caña y Azúcar era diferente, pese a que había locales más amplios, limpios y cómodos. Sin embargo, a Caña y Azúcar -pequeño, con el techo a baja altura y aspecto piojoso- acudían colombianos, ecuatorianos, cubanos, dominicanos y, en general, gente que apreciaba la auténtica salsa y no la salsa de moda. Caña y Azúcar tenía quince años de antigüedad; era la pionera de ese tipo de salas.
Júlia entró al local. Eligió un taburete a media altura de la barra. En ese momento, sonaba una cumbia. Pidió un Pampero, su ron preferido. Entonces se puso de cara a la pista: había unas pocas parejas bailando. Las observó durante un rato, el mismo rato que hacía que un cubano, sentado al extremo de la barra, la observaba. Sus miradas se encontraron. Él sonrió, ella no, pero tampoco había en su gesto una actitud de rechazo; el cubano se le acercó. Como excusa para presentarse le preguntó qué bebía, ella se lo dijo, le hizo otra pregunta, y otra y otra; los cubanos, y en general todos los sudamericanos, hablan por los codos. A Júlia le apetecía bailar. Se lo dijo con una expresión facial en la que confluían todas las pasiones. Entonces el cubano, negro tirando a mulato, no muy alto, habló con el disc-jockey. Acto seguido sonó una bachata, un ritmo de los que se bailan en el territorio de una baldosa con los cuerpos fundiéndose el uno en el otro. Él la cogió de la mano y se la llevó al lugar más oscuro de la pista. Le preguntó cómo se llamaba, pero Júlia le respondió pegándose a su cuerpo como un cromo a un álbum. «Me llamo Evelio», dijo el cubano, como si el nombre o la nacionalidad fueran algo importante para ella. Evelio le introdujo una mano por debajo de la chaqueta, en la espalda. Júlia se sentía incitada por la plasticidad de sus movimientos. Estuvieron bailando un buen rato, quizá una hora; una hora hacía que Júlia notaba el miembro de Evelio, a veces con más intensidad, otras con menos, pero lo notaba. A ratos, Evelio recibía su respiración lenta, pesada y excitada. Sin soltarla, pero esta vez cogiéndola por los hombros, la llevó de nuevo a la barra. Pidió dos rones y se los bebieron al acto. Evelio hizo amago de pedir un par más, pero ella dijo que ya era suficiente. Júlia llamó al camarero y pagó las consumiciones. Sin decirle nada, sin ni siquiera despedirse, se fue hacia la salida. Él observó cómo se iba. En la puerta, ella se dio la vuelta, lo miró y se dirigió hacia el coche. Evelio intuyó una señal, un gesto cómplice. La siguió. Júlia lo esperaba dentro del vehículo, en el asiento del conductor. Él entró. Trató de quitarle las gafas, pero ella se opuso echando la cabeza hacia atrás. Pasaron un par de minutos sin decirse nada. Después de aquel intervalo de tiempo, Evelio se abrió la bragueta lentamente, tan lentamente que a Júlia le pareció una eternidad. Con cierta imprecisión se sacó el miembro (para resumir, diremos que era un miembro caribeño) y, mientras la miraba, se lo acariciaba. Júlia levantó un poco sus gafas, lo suficiente para comprobar el tamaño del miembro de Evelio. Él puso cara de borde y le dijo:
– Chupa la pinga, bonita, chúpala.
Como parecía que se lo estaba pensando, Evelio le puso una mano en la nuca para conducirla hasta el lugar deseado. Ella miró el miembro por un instante, indecisa, pero no hubo que obligarla. De hecho, su cabeza dejó atrás la mano.
9
En política, si te dan palmaditas en la espalda probablemente es para comprobar por dónde te la van a romper. Francesc Petit tuvo esa sensación cinco minutos antes de que empezara la reunión del comité ejecutivo del Front, tan pronto como Horaci Guardiola, promotor e impulsor del sector más izquierdista y más radicalmente nacionalista del partido, lo saludó. Petit le correspondió con un gesto amable. Pero los saludos se quedaron en eso, ya que el secretario general se fue enseguida a su despacho. Le dijo a uno de sus empleados que el inicio de la reunión se aplazaría diez minutos y que avisara a Vicent Marimon.
El secretario de finanzas entró al despacho con cara de pocos amigos. Apenas dejar la cartera sobre la mesa hizo un gesto de fatiga.
– ¿Qué te pasa, Vicent?
– ¡No puedo estar en todo, coño! Acaba de venir la señora de la limpieza quejándose de que le debíamos tres semanas.
– A ver si ahora salimos en los periódicos, por no pagarle a la señora de la limpieza. ¿Tan mal estamos de dinero?
– No es eso. Voro, que es el encargado de pagarle, está de vacaciones, y no se nos había ocurrido a nadie.
– ¿Lo has solucionado?
– Sí, pero me fastidia tener que encargarme de estas mariconadas.
– Olvídalo, pero que no vuelva a suceder. Escucha, he hablado con Júlia Aleixandre del crédito.
– Por cómo lo dices ya sé qué te ha pedido a cambio.
– No, no, peor aún. No quieren un acuerdo postelectoral. La señorita desea que les devolvamos las ocho alcaldías que les dimos a los socialistas.
– ¿No le has dicho que la mayoría de esas alcaldías dependen de concejales nuestros de la facción crítica?
– Eso sería dejarles claro que nuestras disidencias internas son más graves de lo que imaginan. Generaría mucha desconfianza en mí.
– ¡No son tan graves! Controlamos el partido.