– Seríais muy partidarios de pactar con los socialistas a cualquier precio, pero los destrozasteis cuando gobernaban. No me niego a un pacto postelectoral con ellos, pero en base a un programa y no por el hecho de que sean socialistas o digan serlo. Ya conocéis la complejidad nacional de nuestro país. Esto no es Cataluña, ni Euskadi, ni siquiera Galicia. En el pasado, por un mimetismo estúpido, cometimos errores monumentales que han retrasado veinte años nuestra normalidad. Y a los demás les pusimos en bandeja de plata una política que nos correspondía hacer a nosotros. Estuvimos ciegos, como lo estáis vosotros ahora, dándoles alcaldías a los socialistas en las últimas elecciones…
– ¿Hubieras preferido un pacto con la derecha?
– Horaci, no tergiverses mis palabras. Lo que quiero decir es que como mínimo podríais haber negociado mejores condiciones a cambio de darles las alcaldías. ¡Que se las ganen!
Francesc Petit dirigía su arenga, sobre todo, al grupo de indecisos, dos mujeres y un hombre. Sólo hacía falta fijarse en sus caras para saber que estaban de su parte. Cada uno de sus movimientos tácticos, cada una de sus palabras en la reunión del ejecutivo, estaban preparadas con sumo cuidado.
– Nuestro electorado no hubiera entendido un pacto con la derecha -respondió Horaci.
– Teníais cuatro años por delante para explicarlo. La derecha os ofrecía mejores condiciones. Ahora tendríais más poder municipal, pero vuestro papanatismo lo impidió. Lo que quiere la gente es trabajo bien hecho.
– ¿No importa la ideología?
– Importa hacer una política que la gente entienda. Quitaos de encima el catecismo ideológico y trabajad en la dirección que pide la gente, es decir, lo que ha hecho la izquierda en general y más en concreto los socialistas. Desde que hacemos una política pragmática, casi hemos doblado nuestros porcentajes. Si estamos equivocados, ya se verá en las próximas elecciones.
– Esperamos que presentes la dimisión si no accedemos al Parlament. Al fin y al cabo, toda tu política se orienta a ese objetivo.
– No te precipites, Horaci. Aún falta mucho tiempo.
Tiempo era algo que Francesc Petit no tenía en exceso. Habló de nuevo con Vicent Marimon en el despacho, a pesar de que ya llegaba tarde a una exposición de cerámica valenciana en el Palau del Marqués de Dos Aigües. Con mucho gusto se iría a casa a leer, o a tumbarse en el sofá, incluso cualquier porquería de la TW le sentaría mejor que ponerse traje y corbata y sonreír a discreción, pero desde que el partido tenía el firme propósito del interclasismo Petit aparecía por todas partes. Estábamos en la época de la normalización política.
– No quiero saber cómo lo harás, ya tengo muchos quebraderos de cabeza, pero arréglalo, Vicent. Siempre has sabido de dónde sacar dinero.
– Francesc, estamos al límite -Vicent Marimon sufría por la angustia de su amigo y secretario general-. No hago otra cosa que pensar en cómo salir de ésta.
– O tenemos el dinero, o es el fin del proyecto.
El fin del proyecto y el suyo personalmente, profesionalmente. Tenía cuarenta años y un oficio, el de historiador, que no había ejercido jamás. No se imaginaba yendo a mendigar un puesto de trabajo.
– Quizá con menos dinero también haríamos una buena campaña. Es cuestión de imaginación.
– Vicent, antes teníamos imaginación y ya ves qué resultados. En la era de la comunicación, o te exhibes o no existes.
– Aún no sé de dónde sacaré el dinero para pagar la última encuesta y la campaña de carteles y vallas publicitarias. Debemos diez millones que confiaba pagar con el crédito de Bancam.
– Organiza una derrama entre militantes.
– ¿Otra? ¿Te has vuelto loco?
– No sé… Tú mismo… Pero tiene que haber algún modo -se desesperó Francesc Petit.
Vicent Marimon suspiró y se dejó caer en el sofá. Ser el secretario de finanzas de un partido como el Front no era ningún juego de niños. No veía ninguna solución, porque todas estaban exprimidas al máximo. La política pragmática era cara.
Ana acompañó a Asha la noche que habían estado con Juan Lloris porque quería saber dónde vivía. Quedaron en tomar una copa después de su próximo encuentro con el empresario. Sin embargo, Ana no esperó a que tuviera lugar ese encuentro y fue a buscarla a su barrio, Russafa. Sabía en qué edificio vivía, pero no el piso ni la puerta. Pretendía hacerle creer que el encuentro era casual, como si Ana, que aún conocía poco la ciudad, hubiera descubierto que el mercado del barrio era el sitio ideal para ir de compras.
Asha vivía muy cerca del mercado. Enfrente del edificio había un bar. Desde la barra, Ana veía el portal. Pidió un café con leche y esperó la salida de Asha. Una hora más tarde, la marroquí salió de allí con otra joven. Ana pagó la cuenta. Asha se dirigió sola hacia el mercado. Entonces, cuando la otra joven se había distanciado, Ana caminó deprisa y, atravesando en un instante la calle por la punta del mercado, entró justo por la parte contraria. La buscó y la encontró en una parada de frutas y verduras. Se puso cerca de ella, en la cola de una charcutería, y esperó a que Asha se diera cuenta de su presencia.
– ¿Ana?
Con la excusa del ruido en el mercado, Ana hizo como si no la hubiera oído. Incluso cambió de posición, situándose de espaldas a ella. La marroquí se le acercó y la cogió por un brazo.
– ¿Ana?
Entonces la rusa se volvió y simuló sorpresa.
– Hola, Asha. Qué casualidad, ¿no?
– Vivo aquí cerca.
– Claro, no me acordaba. De hecho, he venido a este mercado porque la otra noche, cuando te dejé, lo descubrí.
– Es muy bueno. Hay de todo.
– Sí, es magnífico. Comparado con los mercados de mi país… ¿Tienes prisa?
Asha miró el reloj.
– No.
– Podríamos tomarnos un café.
– ¿No has venido a comprar?
– Hay demasiada cola. Volveré más tarde.
Ana cogió una de las dos bolsas de Asha. Cruzaron la calle y volvieron al bar donde había estado.
– Parece mentira que haga tan buen día en pleno invierno -comentó Ana.
– Yo estoy acostumbrada.
– Tu país también es muy caluroso. ¿Cuánto llevas aquí?
– Pronto hará tres años.
Tres años. Ana pensó que posiblemente Asha vino siendo menor de edad. No le preguntó cuántos años tenía. Por encima de cualquier otra cosa pretendía que el encuentro y la conversación fueran lo más normales posible. Pese a todo, había ido a buscarla con un propósito muy concreto.
– En cambio yo aún llevo pocos días. Necesito un plano para moverme por la ciudad. Pero pronto la conoceré bien, no es muy grande. Si conocieras Moscú… ¿Qué tal se vive en este barrio?
– Muy bien. El piso es pequeño pero céntrico.
– ¿Vives sola? Quiero decir si vives con un hombre o tienes hijos.
– No. Con tres colegas.
– Así el alquiler os saldrá más barato -Asha no respondió, aunque Ana lo había dejado caer prácticamente como una pregunta-. ¿Quieres un café?
– Prefiero una Coca-Cola.
Ana trajo el pedido desde la barra. Preparaba todos y cada uno de los detalles con la atención que el encuentro exigía.
– Así que llevas aquí tres años.
– En abril hará tres, sí.
– ¿Siempre trabajando en las barras? -se dio cuenta de que la pregunta quizá era demasiado directa, pero ya no podía rectificar y fue un poco más allá-. ¿En el mismo local o en varios?
– Se nota que eres nueva.
– Sí, lo soy. En mi país era estudiante.
– Yo soy prostituta desde los quince años -lo dijo con naturalidad, como si estuviera convencida de que en esta vida sólo podía ser puta. Bebió un poco de Coca-Cola, lentamente, con gestos pausados-. Trabajar mucho tiempo en un mismo local es prácticamente imposible. Incluso en la misma ciudad.