– Te enseñaré la casa -dijo el empresario.
Le mostró el salón con antiguos utensilios del campo colgando de las paredes, las sillas tradicionales de anea, la bodega, las vitrinas con varias escopetas -señaló especialmente la Scott, comprada en la casa Pourcey, de Londres-, la planta superior con otro salón, éste rodeado de ventanas que ofrecían una vista prácticamente completa de la Albufera. Se lo enseñó todo con una superioridad afectada. Después, condujo a Pérez hasta los sillones cercanos a una chimenea que llenaba de calidez el ambiente. Entonces le ofreció un puro que Pérez aceptó de buen grado.
– ¿Una copa, José Luis?
– Si tienes ron, perfecto -y acuciado por la curiosidad-: disculpa mi indiscreción, Juan, pero todo esto te habrá costado un ojo de la cara.
Lloris le sirvió una copa de ron con hielo.
– Compré la casa y las mil hanegadas del coto.
– ¡Mil hanegadas!
– Un poco más de mil. Me costó mucho dinero, pero ha valido la pena. Es mi paraíso particular.
– Bueno, alguna fiestecita que otra te habrás echado aquí -risita de complicidad que contrastó con el semblante serio de Lloris. Pérez entendió que se había pasado-. Me parece una gran inversión.
Te quedarás con las ganas de saber lo que me costó, José Luis.
– Escucha, Juan -Pérez intentaba alargar el prólogo. Júlia le había ordenado tener mano izquierda-, ¿el arroz es rentable?
– No, pero ayuda a mantener el equilibrio ecológico.
Ahora simuló respeto por el medio natural, precisamente un tipo del que contaban que, una vez, encontró ruinas romanas entre los cimientos de un edificio que empezaba a construir y no dejó ni rastro de ellas.
– Gracias a hombres como tú, la Albufera aún es un lugar agradable.
Sólo un lameculos como él podía decir aquello.
– Así es, José Luis. Pero nadie me lo ha agradecido.
– Al final, la honestidad y la constancia tienen su premio, Juan.
– Premios, premios… ¿Para qué sirven?
¿Para qué sirven? Me hace venir aquí a darle un premio que ha exigido y ahora el falso de mierda se hace el desinteresado.
– Juan, los premios reconocen la trayectoria de las personas y sin duda te los mereces todos. Mira, la junta directiva de la Cámara, a propuesta mía, hemos pensado entregarte este año, en nuestra gala de La gran noche de la economía valenciana, que encabeza el President de la Generalitat, el premio a la Innovación.
– No sé si soy merecedor…
– ¡Calla, hombre, calla! ¡Por supuesto que lo eres, Juan! -Pérez miró el puro-. Esto tira muy bien.
– Es un Hoyo de Monterrey. Como aquí hay tanta humedad se conservan intactos. En fin… como te decía, no sé si soy merecedor…
– No se hable más, Juan. ¡Por el amor de Dios! Un hombre como tú, que ha creado tanta riqueza y puestos de trabajo, con una vida dedicada a la empresa, ¿cómo quieres no ser merecedor?
¡Hijos de la gran puta!, ¿por qué no me lo habéis dado antes? El de la Innovación. ¿Qué coño de premio era ése?
De repente, a Lloris le dio un pronto de los que le hacían enviarlo todo al cuerno. Suspiró y echó un par de largas caladas. Recordó el consejo de Oriol y se contuvo. Se calmó simplemente viendo a Pérez, y a todo lo que representaba, en actitud sumisa. La escena aliviaba su orgullo herido.
– Mira, Juan, ciertos miembros de la junta directiva (no hace falta dar nombres, estaría muy feo) habían pensando que compartieras el premio a la Innovación con Vicent Martínez, el de Punt Mobles, pero, honestamente, yo creo que, en cierto modo, sería cometer una pequeña injusticia contigo, pese a que Martínez también tiene méritos acumulados. Como es la primera vez que lo recibes, mejor que sea en solitario, ¿no crees?
¡Malnacidos! Encima querían que compartiera el premio:
– Francamente, José Luis, a mí no me importaría compartir el premio con el tal Martínez.
– De ninguna manera. Insisto en que sería no ya una injusticia, sino un agravio al que me opongo como presidente de la Cámara y, sobre todo, como buen amigo tuyo.
Si eres amigo mío, ¿por qué no me has incluido en tu candidatura?
– Gracias, José Luis.
– No hay de qué, Juan. Para servirte.
Servir, eso es lo único que sabes hacer.
– Juan, los empresarios debemos estar unidos. Al fin y al cabo tenemos una responsabilidad social muy importante. Hay que proyectar una buena imagen. No es bueno que estemos divididos. En cierto modo, este premio que te damos está en esa línea, en la línea de la unidad. De hecho, ha habido gente que estaba en contra de que te lo diéramos (no hace falta dar nombres, para no crear mal ambiente), pero, por suerte, ha imperado el criterio de la unidad. Estaría muy bien, Juan, que sólo presentáramos una candidatura…
– En definitiva, queréis que retire la mía.
– Sí, pero no queremos vencedores ni vencidos. No pretendemos que aparezcas como perdedor, en absoluto. Eso nunca. Eres un gran empresario, queremos reconocértelo. Pero la gente no entendería que, si siempre ha habido una candidatura, ahora se presentaran dos. No es bueno, Juan, no es bueno.
Juan Lloris se levantó del sillón y se acercó a la chimenea, de espaldas a ella. Tenía las piernas y los pies un poco fríos. Las casas de campo son húmedas, y las del marjal aún más. Ahora tenía que aprobar lo que tanto le molestaba, de manera que sólo por fastidiar, únicamente para abrir un paréntesis de misterio que preocupara a Pérez, se mantuvo en silencio creando un ratito de expectación. Se frotó las piernas.
– Juan, para ti no supone ningún problema retirar la candidatura. Eso sí, insisto en que nosotros te daremos las gracias públicamente y valoraremos el gesto para que tu imagen salga reforzada.
Juan Lloris seguía frotándose las piernas. José Luis Pérez miró qué hora era.
– Tendrías que darme una respuesta, Juan.
Ahora ya me han dado el premio, ¿y si no retirara mi candidatura? Sería interesante ver cómo reaccionarían.
Pérez se frotó las manos y miró de nuevo su reloj.
– Supongo que me dais el premio a cambio de que retire mi candidatura -Pérez se encogió un poco más. Dio una calada. Lloris quería oírle negándolo, como a un Judas, pero no hubo respuesta-. Está bien, la retiro.
El presidente suspiró, dejó el puro en el cenicero y se levantó con una amplia sonrisa y con los brazos abiertos se acercó a Lloris para estrecharlo. El empresario se quedó quieto. Pérez rebosaba satisfacción. Lo que había conseguido lo revalorizaba ante Júlia Aleixandre, o eso creía él. Ella sabía que todo el mérito era de Oriol. Pérez sólo era una correa de transmisión.
– Juan, lo que acabas de hacer te honra.
– Espero que sea valorado.
Pero ni Pérez ni ningún miembro de la junta directiva, ni mucho menos el poder político, lo valorarían como Lloris esperaba. La consigna era mantenerle alejado, y el intercambio de favores no era sino un paso más en la estrategia.
– Puedes estar seguro de que los miembros de la junta te corresponderemos como mereces -le quitó las manos de los hombros-. Me gustaría quedarme un poco más, el sitio es fantástico, pero a las cuatro y media tengo una reunión inaplazable.
– Lo entiendo -dijo Lloris con evidentes ganas de que se fuera.
José Luis Pérez cogió el puro del cenicero. El empresario lo acompañó hasta el coche. El tío Granero abrió la verja. Pérez abrió la puerta del vehículo. Antes de entrar quiso volver a darle un abrazo, pero Lloris detuvo sus manos.
– ¿Qué miembros de la junta estaban en mi contra?
Todos, pero el premio era una orden de presidencia de la Generalitat.
– Boix, Ruiz Baixauli, Mico Planells y Soro Martínez. Una minoría, Juan. Los demás estábamos a favor tuyo. Confío en tu discreción.
– Descuida.