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Lloris no le explicó a Granero que el Cabanyal había sido abandonado a conciencia por el Ayuntamiento hasta quedar en un estado de degradación tal que se hacía necesaria la intervención proyectada con el pretexto de una salida al mar. No le explicó que el Cabanyal había sido declarado, a propuesta de la Generalitat, entonces con Govern socialista, «bien de interés cultural» en 1993; que la prolongación al mar que se pretendía partía el barrio en dos y que, sobre todo, había otros posibles accesos al mar. Pero esas consideraciones eran minucias sentimentales en una ciudad que, durante el franquismo, había demolido el Palau de Ripalda y las construcciones contiguas de la antigua Feria de Muestras para levantar edificios horrorosos, uno de ellos conocido como La Pagoda, justo al lado de donde vivía el actual President de la Generalitat; hizo la segunda prolongación de la Avenida Blasco Ibáñez arrasando un montón de casas de arquitectura tradicional valenciana; convirtió la céntrica calle de Colón, repleta de edificios de finales del siglo XIX y principios del XX, en una calle de edificios banales; y no le importó permitir un edificio con fachada de cristal en el mismo centro neurálgico de la ciudad, en la Plaza del Ayuntamiento, donde hay también edificios racionalistas con influencias art-déco.

Lloris dirigió la avioneta hacia el aeropuerto sin explicarle, tampoco, los lugares en los que, por no estar cerca del poder ni haber sido agraciado por él, no pudo construir: la zona de la Avenida de Francia, revalorizada por la Ciutat de les Arts i les Ciències; el barrio de Orriols (más de dos mil quinientas viviendas); la urbanización de la huerta de Campanar -que las asociaciones de vecinos no pudieron detener pese a la presencia de alquerías de indudable valor patrimonial-, y todas las obras públicas o negocios turísticos que llevaba a cabo la Generalitat. No hacía falta explicarlo. Aquel día Lloris buscaba una reconciliación, un reconocimiento en sí mismo y con el tío Granero, la única persona que le entendía, que le valoraba tanto como su grandeza exigía. Durante todo el vuelo, el tío Granero apenas se había movido del asiento, con el caliquenyo apagado en la boca, escuchando con atención, eso sí, las explicaciones del sinyoret. Cuando aterrizaron, Lloris abrió otra puerta y ayudó al tío a bajar.

– Granero, éstos son mis poderes -exclamó en un arranque de arrogancia. Y le preguntó-: ¿qué te ha parecido? Por todo eso, y por lo que aún me queda por hacer, me han dado el premio a la Innovación.

Con la mirada perdida y la cara pálida, el tío abrió los brazos y dio un paso adelante para abrazarlo. Lloris también lo abrazó y ambos se fundieron en un solo ser justo cuando al tío se le escapó un vómito. La llisa de mediodía de Granero corrió por la espalda del empresario.

Llevó al tío Granero al coto y aprovechó para ducharse y cambiarse de ropa. Después se fue al Hotel Inglés, en el centro de la ciudad. El corredor Sebastià Aisval lo esperaba en una mesa del bar. Hacía tres cuartos de hora que estaba allí, pero Lloris le había llamado para avisar de que llegaría un poco tarde. Desde la advertencia de Oriol sobre las operaciones especulativas, se reunía con Aisval en cafeterías. Como dueño y señor de su grupo de empresas -su mujer tenía acciones, pero no contaba para nada-, podía hacer con su dinero lo que le diera la gana. Ahora bien, no quería desautorizarle. Oriol le era de gran utilidad.

Sebastià Aisval era un hombre joven, alto, pelirrojo, viril y con una buena química con Lloris. Para él no existían las estaciones del año. Casi siempre llevaba camisa, con dos botones desabrochados por debajo del cuello, enseñando el abundante vello de su pecho y una cadena de oro que flotaba en la espesura. Ambos eran de pueblo, cosa que en Valencia, ciudad hostil hacia la gente de comarcas, unía mucho. Ambos eran autodidactas pero grandes negociantes. El lenguaje que utilizaban era tan parecido, reunía tantas complicidades, que con una mirada, una llamada telefónica, se entendían a la perfección. Aisval lo había convocado porque tenía una operación magnífica. Aunque para los corredores todas las operaciones son grandes negocios, Aisval sólo le ofrecía a Lloris lo que realmente valía la pena. En esos asuntos, al constructor no le gustaba que le hicieran perder el tiempo. El corredor desplegó un plano fotocopiado sobre la mesa.

– ¿Qué es lo que hay, Sebas?

– Una perita en dulce, señor Lloris. Mire, estos terrenos están frente a la cárcel de Picassent, pero al otro lado de la carretera. El Ayuntamiento los ha destinado a un polígono industrial. Están junto a la misma carretera de Alicante. Para un polígono, la situación es excelente.

– ¿Y el precio?

– Oportunidad única. Aún no lo han reparcelado, es el momento de comprar. La hanegada está entre dos millones y medio y tres.

– ¿De quién son?

– La mayoría de labradores de cierta edad, casi todos retirados. Sus hijos no se dedican a la agricultura. Y ellos tampoco. La naranja está fatal. El virus de la tristeza está muy extendido en la zona. Además, la reparcelación será muy cara. Muchos no podrán pagarla.

– ¿Seguro que reparcelarán?

– Segurísimo, ayer mismo lo aprobaron y me ha faltado tiempo para llamarle. De no ser así no le hubiera dicho nada. Expropiarán el sesenta por ciento para infraestructuras. El terreno que quede se venderá a precio de oro. Hacen falta más polígonos. Mire, se pueden hacer dos cosas: quedarse los solares para edificar naves y después alquilarlas o venderlas, o vender el solar cuando esté reparcelado.

– ¿Cuánto calculas que se puede sacar?

– Por lo bajo, siete u ocho veces más de lo que costarán. Eso sí, hace falta esperar un par de años. Dar tiempo a que vayan haciendo el polígono. Pero vale la pena.

Aisval sacó de una cartera la lista de propietarios con sus nombres, teléfonos y domicilios.

– Si me da la orden, empiezo a comprar ya.

– Dos millones y medio por hanegada.

– Quizá no todos quieran vender a ese precio.

– Como mucho ofréceles doscientas cincuenta mil pesetas más. Y compra todos los que vendan a ese precio.

– Son parcelas pequeñas, tendré que hablar con mucha gente -le señaló el plano-. ¿Qué parte le gusta más?

– La más barata. Espabila. Por mi parte, tendrás un dos por ciento de comisión.

– Usted, señor Lloris, puede darme lo que quiera.

11

El Centre del Carme es, en conjunto, una de esas construcciones en las que conviven, en total armonía, diferentes estilos arquitectónicos. Lo más emblemático que hay es el claustro gótico, con capiteles que representan figuras llenas de expresividad y de significados alegóricos. A través de éste y por un corto pasaje se accede a otro claustro, de estilo renacentista, que hasta hace poco era el eje central de distribución de las aulas que constituían la Escuela de Bellas Artes, lugar preferente de reunión para antiguos alumnos.

Según se entra a este claustro, en el ala derecha, se encuentra la puerta de la Galería Embajador Vic, donde se presentaba una maqueta de Miquel Navarro llamada Ciutat roja. La instalación, ejecutada en hierro y pintada de un ocre enrojecido, se componía de un sinfín de pequeñas piezas distribuidas sobre el plano horizontal del suelo, dibujando estructuras geométricas que evocaban las disposiciones tácticas de las legiones romanas. Entre las pequeñas figuras destacaban dos elementos verticales, estratégicamente situados para crear tensiones dentro del grupo escultórico.