– Compra.
Pronunció la palabra de manera pausada, pero la repitió varias veces de forma imperativa. No era una operación de bolsa, negocio que no le interesaba. Como pobre que había sido, le obsesionaban las propiedades. Intentaba comprar un solar que le ofrecía su corredor de confianza, Sebastià Aisval. Cada corredor que trabajaba con él tenía una misión. Aisval sólo le ofrecía solares de compra-venta inmediata. El corredor compraba, hacía un pago como señal y tres o cuatro meses más tarde todo se formalizaba en la notaría, pero con otro comprador. Con el traspaso, Lloris ganaba unos cuantos millones para la caja B del grupo de empresas, dinero negro. Ese tipo de operaciones le gustaba muchísimo. Eran limpias, rápidas, especulativas.
El tío Granero perchaba con lentitud, con paciencia, con la misma que empleaba Gram en descubrir aves ocultas pese a la falta de interés de su amo. Hoy no harían rata. Eso pensaba Granero mientras perchaba, mientras observaba las espesas franjas de hierbas acuáticas que atravesaban algunos arrozales, campos inundados que no dejaban ver los márgenes, como si la Albufera se hubiese prolongado dos o tres quilómetros más allá de sus límites naturales (o no tan naturales, porque las turbinas, desecando terrenos, habían convertido en campos trozos considerables del lago), siguiendo el vuelo de una pareja de collverds que quizá buscaba nido para reproducirse. En toda aquella extensión pronto tendría lugar la planta del arroz, la posterior fumigación para combatir las plagas de cada año, la cosecha durante el verano, el balance final quizá deficitario… Aquello era el paisaje y la vida del tío Granero. Y tiempo, todo el tiempo del mundo. ¿Alguna afición casi escondida, además del trueque de pescado por otros alimentos, sobre todo verduras, que a lo largo de los años se había convertido en algo profesional? Pues sí: el tío Granero era versaor y creador de refranes autóctonos -había hecho cientos-, habilidad literaria oral que aprendió de su padre, que mucho tiempo atrás fue, también, cantaor d'albaes. Granero esbozó una sonrisa muy íntima, muy suya. Levantó ligeramente la cabeza e intentó redondear un verset para dedicárselo al señorito. Para avivarle el ánimo, más que nada. Pero también para demostrarse que aún tenía el cerebro afilado. La técnica era pensar en el sujeto del verset y construir la rima. Hizo un esfuerzo, pero las palabras no se ajustaban al fin escogido. ¿Qué coño pasaba? ¿Era la edad? No, no. Con la edad mengua la fuerza física, pero la imaginación se mantiene. Especialmente si, como en su caso, está entrenada. Su padre construyó versets hasta los noventa años, poco antes de morir ahogado en la melancolía de un paisaje que se devoraba a sí mismo. Quizá el problema era que no ejercía regularmente. Para él sólo era un entretenimiento casi íntimo. Apretó los dientes, como si pretendiera exprimir al máximo un vocabulario limitado. Gram acabó de desconcentrarlo. Ladró de nuevo. El tío Granero y Juan Lloris desviaron la vista justo a tiempo para ver el majestuoso vuelo de una garza. El perro no entendía de aves protegidas e intentó perseguirla.
– Gram… ¡Caguendéu! -gritó Granero.
En el sonido de aquellas palabras, el perro captó inmediatamente el reproche. Puso el rabo entre las piernas y esperó una nueva orden, que Granero le dictó enseguida. Entonces continuó la búsqueda entre los cañares. ¿Hubiera entendido Gram la voz imperativa de un moro o de un filipino?, pensó al acto Juan Lloris. Aquel caguendéu era tan autóctono que cualquier traducción lo hubiera privado de todo efecto disuasivo.
Dos horas de caza y Lloris no había disparado ni una sola vez con su Scott, una escopeta paralela con cañón de setenta y tres milímetros y de una estrella, de cuatro millones de pesetas, comprada en Londres. Las quimeras matan a las personas, pensó Granero, todavía esforzándose por sacar punta a sus dotes creativas.
Dos homes van en esta barca,
ni un porta escopeta
ni l'altre és poeta [1]
Los tenía fáciles, los versets, pero nada le vino a la cabeza.
2
Los batacazos electorales hacen posible la unidad política. El Front Nacionalista Valencià aunaba a los grupos nacionalistas dispersos. No eran grupos ideológicamente homogéneos, pero compartían la defensa de los intereses autóctonos, aunque desde perspectivas sociales distintas. Unitat Valencianista era la cabeza visible del Front. A su vez, la Unitat era la resultante de varios grupos de tendencias ideológicas dispares pero con objetivos políticos siempre autóctonos. De esa convergencia nació el Front a finales de la década de los ochenta. En principio fue un nacionalismo socialmente radical que no dio los frutos electorales esperados pese a la unidad de acción de los numerosos grupos que lo integraban. Entonces, en el congreso de 1994, Francesc Petit, que lideraba el Front desde su constitución, empezó a ubicarlo políticamente tanto desde el ángulo nacional como desde el social.
No le resultó fácil al historiador Francesc Petit llevar a cabo una reconversión política que a algunos sectores del Front, anclados en el puritanismo ideológico, les pareció una renuncia inadmisible. Eran sectores que provenían de grupos de izquierda muy radicalizados que comprendían muy a su pesar la evolución como estrategia para llegar al poder, aunque les costaba mucho compartirla. Sectores, por otra parte, que habían llegado a constituirse en corriente interna junto a otros grupos que, sin ser tan radicales, coincidían en la necesidad de relevar a Petit de la secretaría general.
Sin embargo, los resultados electorales de 1997 -el Front triplicó el número de votos de la anterior legislatura- acallaron, aunque no desmovilizaron, a las voces disidentes. A pesar de ello, se produjo la inevitable escisión -con gran regocijo por parte de la dirección- de un pequeño grupo de militantes que constituyó un minúsculo partido sin representar grandes pérdidas para la coalición. La mayor parte de la disidencia, sin embargo, permanecía en el Front.