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– ¿Como Front Nacionalista Valencia?

– Sí.

– Será difícil convencer a nuestra militancia para que acepte la propuesta. No hay buenos precedentes. Hace unos años también nos prometisteis rebajar el porcentaje de acceso al Parlament del cinco al tres por ciento y no lo hicisteis.

– Había otra ejecutiva.

– Tú formabas parte de ella.

– Pero no mandaba.

– ¿Ahora sí?

– Si te he citado es por algo, ¿no? De todas formas, ésa es una discusión posterior. Ya llegará el momento de hablar de ello. El tema Petit es nuestra prioridad.

– De acuerdo, pero no pactaré nada que no hayamos firmado.

– Hablas como un secretario general.

13

Durante muchos años, Joaquim Cordill se dedicó a su oficio de químico hasta que una firma alemana compró la empresa. Entonces lo nombraron administrador de Gramoxín. Sin embargo, no quiso abandonar el trabajo de investigación y, dos años más tarde, presentó a la firma un nuevo producto, Gramarròs, cuya aceptación inicial se había visto reducida por la salida al mercado de otros productos.

Cordill introdujo unas modificaciones en la fórmula inicial de Gramarròs. A pesar de las reticencias de los accionistas alemanes ante el producto, los convenció para que se comercializara. Pero el nuevo Gramarròs, pese al lanzamiento publicitario -radio, prensa y televisión-, no alcanzó las ventas previstas por los alemanes. Con un poco de tiempo, Cordill estaba convencido de que el producto tendría una buena acogida en un colectivo, el de los agricultores, caracterizado por una ancestral desconfianza hacia las novedades.

El tiempo que necesitaba el nuevo Gramarròs no era el que los accionistas estaban dispuestos a darle. Los alemanes habían comprado una empresa más o menos rentable con el objetivo de aumentar sus beneficios, circunstancia que, desde que Cordill era el administrador, no se había producido.

Presentía que su destitución era inminente, quizá antes del verano o, como muy tarde, en septiembre. Y no sólo estaba en peligro su puesto de administrador, sino también, probablemente, su puesto de trabajo; una situación angustiosa. A punto de cumplir los cuarenta y ocho, no tenía la edad más apropiada para buscar no ya el mismo trabajo en otra empresa (su fracaso con el nuevo producto, además, se lo ponía aún más difícil), sino cualquier otro para el que, obviamente, no estaba preparado ni le apetecía estarlo.

Las perspectivas eran malas, prácticamente irreversibles. Si a la modificación de Gramarròs no le daban el tiempo que él consideraba necesario, se encontraría pasando un mal trago. A lo que había que añadir su situación personaclass="underline" separado desde hacía dos años, con dos hijos, se había comprado una casa en el pueblo de Gilet. Nada del otro mundo: un adosado con garaje, dos plantas y unos metros de patio, pero la hipoteca, la pensión mensual a su ex mujer y los gastos generales le auguraban un futuro nefasto. Lo peor de todo era que, sin tiempo, cualquier iniciativa empresarial, especialmente las relacionadas con productos agrícolas, se revelaba estéril.

Sentado en su despacho estiró las piernas y miró la puerta, como si esperara que la solución mágica entrara en cualquier momento. Entró Paqui, una de las auxiliares administrativas, con un café que dejó sobre la mesa, como cada mañana. A Paqui le pareció pensativo, de modo que lo saludó con un bon dia que obtuvo una respuesta maquinal y se fue. Solían hablar durante cinco o diez minutos de temas sin ninguna relación con su trabajo. Ya hacía varios días que Paqui encontraba a Joaquim pensativo. Ella esperaba que le confiara su problema. Entre ambos había confianza. Incluso había algo más que eso: un afecto que Paqui no sabía a ciencia cierta si era un interés personal, puesto que Joaquim era algo introvertido.

Cordill bebió un sorbo de café mientras hojeaba con desgana la revista El Camp Valencià. La cerró e inició la lectura de los diarios. En El Liberal se topó con la entrevista al empresario Juan Lloris, en la sección de economía. Leyó los titulares, los destacados… pero, de repente, como despertado de su ensimismamiento por una señal de alerta, volvió al titular, al nombre del empresario: Juan Lloris. Descolgó el teléfono y marcó el número de la sucursal de Sueca. Preguntó por Tito. Un empleado le dijo que estaba almorzando en el bar de la esquina. Mentira, estaba durmiendo en la casa de la otra esquina, donde vivía. Cordill dejó un recado para que, cuando volviera, le llamara. Era urgente. El empleado salió como una bala a buscarlo. Diez minutos después, Tito se puso en contacto con la central de la ciudad. Se lo pasaron a Joaquim.

– ¿Tito?

– Perdone, señor Cordill, estaba almorzando.

– No hacía falta que pararas.

– Tranquilo, cuando acabemos volveré al bar.

– Gracias, Tito. Tendrías que hacerme un favor. Quiero que me aclares si Lluís Lloris, el del grupo Gramoxín, es hijo del empresario de la construcción Juan Lloris. En el diario El Liberal hay una foto de ese hombre, en la sección de economía. Me parece que sería más rápido si le enseñaras la foto y le preguntaras si es su padre.

– Recortaré la foto y que me firme un autógrafo.

– Hazlo como te dé la gana, pero es urgente.

– Mañana le puedo decir algo. Gramoxín actúa hoy en la sala Metropolitan, presentan La follera mayor. No tengo entrada, pero sé cómo se pueden conseguir. ¿Quiere venir?

– No, no… Prefiero que vayas tú.

– Señor Cordill…

– Dime, Tito.

– Volveré muy tarde.

– Tendrás la mañana libre. Pero hoy mismo, apenas sepas lo que quiero, me llamas al móvil aunque sean las cinco de la madrugada. Es muy importante.

– No se preocupe, le llamaré. Sé cómo averiguarlo.

Cordill no era supersticioso, pero inmediatamente después de colgar, con dos dedos de cada mano, tocó madera sobre la mesa. Su estado de ánimo mejoró bastante. Apuró el café y se levantó a pasear por el despacho. Recordó las palabras de Lluís Lloris: «Si te pones tonto, mi padre te compra la empresa». Con menos, con mucho menos, ya bastaría. Enseguida lo asediaron las dudas: quizá sólo era una coincidencia en los apellidos (volvió a tocar la mesa con los dedos). Pero de lo contrario, si era su hijo, tendría como mínimo la posibilidad de negociar. Abrió el documento de clientes en su ordenador y encontró a Juan Lloris. Antes de que él fuera nombrado administrador había sido cliente. El mejor: casi mil doscientas hanegadas de arroz.

* * *

En el rostro de su hija, Inés, Jesús Miralles encontró la displicencia de siempre: una sonrisa habitual y a la vez un gesto de fatiga. Padre e hija se besaron y uno diría que, también en ese gesto, había mil años de fatiga. Jesús Miralles pasó al comedor y se sentó a la mesa.

Inés Miralles vivía en un piso modesto y con ruidos exteriores, orientado hacía la carretera de Alicante, la salida sur de la ciudad. Era un piso pequeño, pero pronto lo dejarían para irse a un nuevo hogar que su marido, un pequeño empresario de materiales de aislamiento, se había aventurado a comprar aprovechando la bonanza económica. La entrada que ya habían abonado y la futura venta del piso les concedían la posibilidad de una hipoteca asumible mientras el negocio fuera bien.

Durante unos cuantos años, hasta que Inés fue adolescente, la familia Miralles disfrutó de un estatus económico, si no magnífico, al menos comparable al de una familia de clase media. Pero el juego, la bebida y, en definitiva, la vida disoluta del padre los condujo por otro rumbo económico, situación que, años después, fue agravada por la adicción a la heroína del hijo pequeño. Madre e hija jamás le perdonaron a Jesús que se desentendiera de los problemas. Llevó una vida al margen de las enormes dificultades, sociales y económicas, que sufrió la familia. A causa de ello, Inés no pudo ir a la universidad.