– Gracias, Tito.
– Por cierto, quiero pedirle un favor.
– Tú dirás.
– Le he llamado porque no quería que mis padres se enteraran.
– No lo sabrán, tranquilo.
– Es que a mi padre no le convienen los sofocos, es diabético. Y otra cosa: estoy limpio.
– La empresa pagará la multa.
– No, si ya lo suponía, que la pagaría. Lo que quiero decir es que me he quedado sin un duro. La gasolina de Sueca a Mislata, la entrada del concierto, los gin-tonics…
– Pero ¿tú no bebes «birras»?
– Hombre, de vez en cuando me alegro el cuerpo con una marca guay.
Después de suspirar, Cordill le dio un billete de diez mil pesetas.
En cambio, Lluís Lloris le había dado un gran disgusto a su padre:
– ¡No tiene nombre que te dediques a estas cosas!
– Soy músico.
– ¡Sois un atajo de gamberros!
– Mi hijo no es ningún gamberro -protestó su madre.
La señora María Jesús de Lloris iba en el asiento del acompañante. Le bastó ver a su hijo para interesarse por su estado de salud. Pero excepto un hedor insoportable a huevos podridos, que pese al frío de la madrugada les obligó a bajar las ventanillas, el niño no presentaba síntomas preocupantes.
– ¡Eso, eso, defiéndelo! -exclamó desbocado Juan Lloris-. La culpa de todo no es suya, es tuya. ¡Si le hubieras dado una educación como Dios manda no iría por ahí jodiendo la marrana!
– Quizá si tú te hubieras preocupado por su educación…
– ¡Si tiene todo lo que ha querido es porque yo he trabajado como un cabrón!
– Por favor, Juan, modera tu lenguaje. No somos carreteros.
– La culpa de que este monigote sea así es toda tuya. ¿Quién le aconsejó que estudiara piano? ¡Tú, sólo tú! -inconscientemente, quizá por una especie de trauma, Lloris asociaba el piano a la fábrica de mangos de guitarra en la que había trabajado cuando era adolescente-. ¿Qué coño de carrera es ésa? Yo quería que estudiara Económicas, Medicina o Arquitectura, una carrera de provecho y no esa mariconada del piano -detuvo el coche ante un semáforo en rojo. Entonces se volvió hacia los asientos de atrás-. Pero se te ha acabado hacer el vago. A partir de mañana vendrás a trabajar conmigo. Y no creas que te pondré en un despacho como a un señorito. ¡De eso nada! Irás a la obra. Empezarás por abajo, como hice yo a los quince años, y sabrás lo que cuesta ganarse la vida.
Entonces intervino Oriol Martí. No quería ni imaginarse a otro Lloris en la empresa.
– Juan, cálmate. No es bueno hablar las cosas en caliente.
– Si tiene que ir a trabajar contigo o no, también lo decidiré yo -dijo su madre.
– ¡Tú no decidirás nada! Ya has visto el resultado de tus decisiones.
El semáforo se puso en verde. Juan Lloris pisó el acelerador.
– No me levantes la voz. No soy una de tus empleadas.
– Por favor… -Oriol trató de intervenir de nuevo.
– Soy mayor de edad -el hijo-, puedo hacer lo que quiera y lo haré. Te guste o no.
– ¿Chulerías a mí? -Juan Lloris aparcó el coche a un lado de la calle-. Si quieres hacer lo que quieras, tendrás que mantenerte tú.
– Pues vale.
– ¿«Pues vale»? Perfecto. Que no se te ocurra pedirme ni un duro. Ni a mí ni a tu madre.
– Su madre hará lo que le parezca mejor para su hijo -se opuso María Jesús.
– Ése es el problema: has hecho de él un inútil, un hombre sin ética ni principios, un… ¡Si te hubiera dado una hostia cuando hacía falta!
– ¡Basta, Juan! ¡Se acabó la discusión! -la energía de su madre sorprendió incluso a su padre-. No te consiento que le hables en esos términos, no…
– Señora, tranquilícese -Oriol, ahora sí, decidido a intervenir antes de que fuera tarde-. Le ruego que lo deje en mis manos.
La señora calló. Sentía un gran respeto por el asesor de su marido. Juan Lloris arrancó el coche.
– Juan, para el coche -ordenó Oriol-. Lluís y yo nos tomaremos una copa y hablaremos.
– A ver si le haces hablar como un hombre -protestó su padre deteniendo el vehículo.
– Descuida. Nos veremos mañana en la oficina. ¿Vamos, Lluís?
– Sí.
– Buenas noches, señora -se despidió cortésmente Oriol.
Ambos bajaron. El coche se fue. Entonces Oriol pidió un taxi con el móvil.
– Conozco un pub que te encantará -le dijo el asesor a Lluís-. ¿Hace una birra?
– Psé…
Fueron a Ánimas, un pub que la flor y nata de la ciudad había convertido en el local de moda. No había mucha gente. Se sentaron en una de las pequeñas mesas cercanas al piano. Una camarera les trajo dos cervezas. Oriol conocía bien el local. Antes de sentarse, habló unos minutos con la relaciones públicas y después se reunió con Lluís, que observaba la decoración.
– ¿Te gusta?
– Es una horterada.
Ánimas tenía muñecas de porcelana colgando por todas partes. El ambiente era más bien oscuro y las muñecas, con caras que parecían necesitar un exorcista, otorgaban un toque tétrico al conjunto. Las pequeñas mesas eran de madera negra, como las paredes, y las cortinas rojas. Un Cristo con los brazos extendidos y de tamaño apreciable se mantenía suspendido tras la barra.
– Pues es el local de moda en la ciudad.
– La gente es muy cursi.
– Bien, dejémoslo en que nuestro gusto es distinto al tuyo. ¿Y la cerveza?
Lluís dio un trago.
– Normal.
– A tu edad, es lógico que seas crítico.
– Oriol, déjate de discursos y gánate el sueldo que te paga mi padre.
Oriol sonrió. Se sirvió cerveza. Disuadir al hijo de Lloris requería otro tipo de esfuerzo, pero prefirió ir al grano:
– Sólo quiero pedirte un favor. En realidad es un intercambio de favores. Sé que necesitas la nave industrial que te dejó tu padre para ensayar con el grupo.
– Sí, es cierto, la necesito. Pero me da igual perderla. Que se la meta por el culo.
Oriol bebió un poco de cerveza. No quería que Lluís notara que sus provocaciones hacían mella en él.
– Si la necesitas, no te puede dar igual.
– Depende de lo que me quieras pedir. No estoy dispuesto a todo.
– No te resultará difícil aceptar el intercambio.
– Dispara -bebió directamente de la botella.
– Se trata de la canción que presentabas hoy en Mislata. Quiero que durante un tiempo no la toquéis en público.
– ¿Por qué?
– Tu padre, por razones que no vienen a cuento, necesita una temporada de tranquilidad, sin verse salpicado por escándalos de ningún tipo. Con la canción, todas y cada una de tus actuaciones irán precedidas por un escándalo, circunstancia que os hará aparecer en muchos medios, sobre todo a medida que se acerquen las fallas. Los periodistas averiguarán enseguida que eres hijo del empresario Juan Lloris e inevitablemente sus negocios se verán afectados.
– ¿Quieres decir que, por el hecho de que yo arme un escándalo, él venderá menos pisos?
– No. Es otra cosa, negocios que exigen una buena imagen.
– ¿Qué negocios?
– Negocios con implicaciones sociales. Negocios que se deben llevar a cabo con la connivencia del poder político (y ahora estoy haciéndote una confidencia que espero que respetes). Con una canción contra las falleras pones a tu padre entre la espada y la pared. Es muy ofensiva. Atenta contra una de las esencias de la ciudad, contra uno de sus emblemas más populares. La Administración Pública se implica mucho en lo de las fallas. Ya sé que es una festividad muy desfasada en algunos aspectos, que muchos jóvenes pasáis de ese montaje social, pero ahora mismo hay normas que no pueden transgredirse sin tener un montón de problemas. Mira, Lluís, no te pido que la retires, sólo que, de momento, la dejes en la nevera. Tienes más repertorio.
– ¿Sabes? No le debo nada a mi padre. La única persona que se ha preocupado por mí es mi madre.