– Porque Bancam les ha denegado un crédito. No tienen ni un duro. Pronto estarán endeudados hasta las cejas. Ofréceles tu ayuda y te deberán un gran favor.
– Les doy el dinero a cambio de que ellos…
– No, no, Juan. A cambio de nada.
– ¡Mecaguendéu, Oriol, no te entiendo!
– En política, las cosas se hacen de otro modo. Recuerda cómo te pedían comisiones por las obras que te adjudicaron los socialistas.
– Los mandé a la mierda.
– Cometiste un error, pero ésa es otra historia. Al Front le darás el dinero porque eres un gran valencianista. Como te sobra, eres un altruista en tus convicciones. No puedes comprar un favor de manera directa. Los ofenderías. Si les das el dinero, te estarán inmensamente agradecidos.
– El agradecimiento no basta para mí.
– Claro que no. Ellos lo sabrán. Hay muchas maneras de agradecértelo, pero buscarán la fórmula más natural.
– ¿Cuál?
– En la adjudicación de obras, preferirán favorecer los intereses de una empresa valenciana.
– No seré la única que licitará.
– En ese aspecto, el trato de favor a empresas, los conservadores y los socialistas tienen mucho que callar. Tendrán que admitir que el Front también lo haga. Y aún más si el empresario, además de ayudarlos decisivamente, es un gran patriota.
– Siempre he hablado en valenciano.
– Incluso a tu hijo.
– Ni me lo nombres. ¿Qué has arreglado con él?
– Dejémoslo. Ya está solucionado. ¿Qué te parece la propuesta?
– Es mucho dinero.
– Todo a una carta. Cuando no quedan posibilidades, no hay más remedio que arriesgarse.
– Con cuatrocientos millones podría comprar un buen solar.
– Que no supondría nada al lado de las posibilidades que tenemos por delante. De acuerdo en que es una realidad frente a una hipótesis. Pero un solar no es ninguna solución, mientras que un partido decisivo en la política gracias a ti te abre todas las puertas.
Lloris resopló lentamente con la mirada perdida. Después recuperó su viveza de carácter y dijo:
– Habla con ellos.
– Ya lo he hecho. El secretario general y el de finanzas vendrán a tu despacho mañana a las doce.
– ¿Les has dicho que les daré cuatrocientos quilos?
– No. Les he dicho que estás muy interesado en hablar con ellos.
– ¿Qué cara han puesto?
– Supongo que de extrañeza, los he convocado por teléfono. Pero vendrán. Tampoco es que tengan muchas alternativas.
Extrañado, incluso con un ligero desconcierto, recibió Jesús Miralles la noticia de la jefa de redacción de sucesos, Adelina Pujalt, que después de colgar el teléfono de la sección le anunció que una señorita llamada Ana lo esperaba en el hall del periódico. Antes de ir, Miralles le dijo a Adelina que ya había terminado todo lo que tenía que hacer.
La recepción de El Liberal estaba en la planta baja, con una telefonista y un vigilante jurado tras una enorme mesa alargada. De una de las paredes colgaba un cuadro del inevitable Sanleón, homenaje enrevesadamente abstracto a la imprenta que quizá él entendiera. Los asientos eran pocos y estaban ocupados. Ana esperó al lado de la puerta giratoria. Desde la escalera que bajaba de la redacción, Miralles le hizo una señal a Ana para que subiera. El periodista agradeció que la rusa vistiera discretamente, ya que mientras se dirigía al hall se la había imaginado con una de las minifaldas que solía llevar en el club Jennifer.
– ¿Sorprendido?
– Un poco, sí -más que sorprendido estaba perturbado. Se le notaba en las manos, no sabía qué hacer con ellas-. Te enseñaría la redacción, pero estamos en hora punta.
– No vengo de visita. ¿Podemos hablar en un despacho?
– No tengo, pero podemos hacerlo en la sala de café.
En la sala había unos cuantos periodistas. La entrada de Ana llamó la atención de los hombres y provocó la curiosidad de las colegas. Miralles y Ana tomaron asiento en una pequeña mesa cercana a la entrada. Al periodista no le pareció oportuno sentarse en un rincón para darle más normalidad a la visita.
– Bien… -Miralles no sabía qué decir. Se le veía inquieto y ni siquiera se le ocurrió preguntarle si quería tomar un café o un refresco-. Debes de haber venido por algo importante.
– Sí. Necesito tu ayuda.
– ¿Confías en mí, o es que no tienes a nadie más?
– Confío en ti.
Ignoró la respuesta. Se fijó en sus manos. Nunca las había visto claramente. Sus dedos eran pulcros y delgados. Desde que la había conocido sentía que no se había acercado a él gratuitamente.
– Soy sólo un redactor.
– Pido ayuda a la persona.
– Lo haré… si puedo.
– Debes saber, en primer lugar, que no soy prostituta. Lo hago porque busco a mi hermana.
– Diría que no es la mejor forma de hacerlo.
– No lo sé. Lo he intentado de otras y no me ha dado resultado.
– ¿Y ahora sí?
– No la he encontrado, pero sé algo. Y sobre todo tengo esto.
Del bolsillo de la chaqueta se sacó un recorte de periódico con una entrevista a Juan Lloris.
– La hemos publicado nosotros.
– Por eso me he decidido a venir.
– ¿Qué problema hay?
– Está metido en la trata de blancas.
Miralles observó a Ana de cabo a rabo. Sacó su paquete de cigarrillos y le ofreció uno. Ana lo rechazó, prefería fumar rubio. Le dio fuego, se encendió el suyo y miró a sus colegas para asegurarse de que no la habían oído.
– Es un importante constructor -dijo-. Escucha, para hacer una acusación así hacen falta pruebas contundentes. Estás acusando a uno de los hombres más ricos de la ciudad. ¿Estás segura?
– No, no lo estoy del todo. Pero tengo indicios. Rafi, que sí está metido hasta el fondo, le proporciona mujeres.
– Además de no ser un delito es una práctica habitual. En todo caso tendrías que denunciar a Rafi.
– Si está implicado, sería mucho más efectivo denunciar al constructor.
– ¿Por qué?
– Con un hombre como él, los diarios se volcarán en la noticia y la alarma social por la trata de blancas adquirirá una dimensión enorme. Tengo entendido que es algo tan habitual que los medios de comunicación de masas apenas le dedican espacio. Pero si Juan Lloris estuviera implicado, y creo que lo está, todo sería muy distinto. Entonces la policía se tomaría el caso más en serio.
– Pero ¿qué te hace pensar que Lloris está implicado?
– Soy una de las mujeres que Rafi le lleva al constructor. Algunas veces he ido con otra mujer. Siempre a la misma casa, en un barrio llamado Torrefiel. Todas las casas de ese lado de la calle son de Lloris. Lo he comprobado. Rafi utiliza una para ocultar a mujeres que la mafia de la prostitución trae del extranjero.
– ¿Las ocultan allí?
– Sólo los primeros días, hasta que las meten en un piso de la organización. He hablado con una de las mujeres que han estado allí.
– ¿Y qué te ha dicho?
– No mucho. Acaba de llegar, hace unos días. No suelen hablar demasiado. Están aterrorizadas. Pero sé que han pasado muchas por aquella casa.
– ¿Y tú crees que tu hermana ha estado allí?
– No lo sé. Hace tiempo que la busco y ya he perdido la esperanza de encontrarla. La he buscado por Madrid, por Barcelona y ahora por Valencia. Sé que está en España, pero ignoro dónde. Ya no sé dónde buscarla. Tengo la sensación de que encontrarla es imposible. Estoy desesperada por la impotencia. Lo único que sé es que, si hay un gran escándalo, la presión social obligará a la policía a tomarse más en serio el desmantelamiento de las redes de prostitución.
– Durante unas semanas, después volverá la desidia. Ana, quizá estés forzando las cosas.