– Hay indicios.
– No bastan para acusarle.
– Pero sí para hacer un reportaje que obligue a la policía a investigar.
– Entiendo tu preocupación, pero la obsesión por encontrar a tu hermana hace que te precipites. ¿Por qué no pones una denuncia?
– Porque me matarían.
– ¿Quiénes?
– Ellos.
– ¿Rafi?
– No. La mafia rusa. Quizá me equivoque, pero tengo que intentarlo de otro modo. Si la policía actuara con firmeza, se verían forzados a dejar libres a todas las mujeres que tienen secuestradas.
– De un modo u otro, las tienen secuestradas a todas.
– De distintas formas. La mayoría no puede irse porque está en un círculo vicioso. No pueden ganarse la vida al margen de ellos. Ya eran prostitutas en su país o estaban dispuestas a serlo al venir.
– Vienen engañadas.
– Lo sé.
– Un secuestro, en el fondo. No tienen adónde ir.
– El caso de Tataina es distinto. Fue una venganza -dijo la rusa con voz agrietada.
Ana cerró los ojos. Miralles calló esperando sus lágrimas, pero entonces la rusa apagó su cigarrillo y se encendió otro.
– Me gustaría tomarme un café -pidió.
– Enseguida te lo traigo.
Se habían quedado solos en la sala. Miralles trajo dos cafés y sacó su petaca.
– Tómatelo con un poco de coñac. Te irá bien.
La actitud del periodista había cambiado en el transcurso de la conversación. La desconfianza o prevención inicial se había convertido de repente en delicadeza. Lo que el caso de Ana tenía de periodístico no le importaba. Eran su drama y su impotencia, que tanto se parecían a los suyos propios -aunque por otros motivos-, lo que motivaba la solidaridad en él. Las heridas quizá cicatrizan, pero el dolor supura. Por eso sabía de su sufrimiento, por eso mismo reconocía su angustia.
– ¿Por qué se han vengado a través de tu hermana?
Ana se bebió el café de un trago. Hizo una mueca. No estaba acostumbrada a tomarlo con coñac.
En Moscú, sus padres tenían una tienda de electrodomésticos y de muebles con siete empleados. Pese a la crisis económica, el negocio no iba viento en popa pero más o menos funcionaba. Un día, un joven muy bien vestido preguntó por su padre. Era de la mafia y había ido a exigirle un porcentaje de sus beneficios a cambio de proteger su negocio. Su padre se negó y le denunció a la policía. Días después, un policía de uniforme fue a la tienda y le aconsejó a su padre que pagara. Indignado, su padre escribió una carta al jefe de policía para quejarse. No obtuvo respuesta. El hombre de la mafia se volvió a presentar, pero su padre no transigió. Al día siguiente, Tataina desapareció. Su padre quiso negociar su liberación con la mafia. Le dijeron que recibiría noticias de ellos: lo asesinaron. ¿Cómo podía denunciar el secuestro de Tataina? Jamás la encontraría, pero quería hacerles todo el daño que pudiera.
– Te aseguro que comprendo tu estado de ánimo. Estoy decidido a ayudarte, pero necesitamos más indicios para acusar a Juan Lloris. Es una imputación muy fuerte para que un diario la publique sin pruebas fehacientes. Nuestra responsabilidad sería enorme.
– Sé que Rafi está en contacto con ellos. Fuera de Rusia, la mafia dispone de organizaciones subsidiarias con gente de los países en los que opera. Si una de las casas es de Lloris, está implicado.
– Lo estaría, en efecto. Pero lo que hace falta saber es hasta qué punto. De todos modos, me pregunto por qué una persona tan rica tendría necesidad de meterse en asuntos tan peligrosos.
– Por ambición. Cuanto más dinero tienen, más quieren. Las redes de prostitución son un negocio muy lucrativo.
– Estamos hablando de una persona que, por lo que sé, intenta alcanzar un prestigio social considerable…
– ¿Quieres ayudarme?
Nerviosa, Ana levantó la voz. Enseguida rectificó cogiéndole el brazo en un gesto de disculpa.
– Supongo que lo tenías planificado desde el principio. El hecho de que me conocieras, de que te ganaras mi confianza, no fue algo casual.
– No lo fue. Sé quién eres, conozco tu historia familiar. Sabía que lo entenderías.
– Lo entiendo y haré lo que pueda para echarte una mano. Pero ni puedo ni debo tomar solo una decisión así. Es demasiado importante.
– Tengo una duda.
– ¿Cuál?
– El diario no implicará a Lloris sin pruebas concluyentes. Es un personaje importante.
– Es obvio que no lo implicarán sin pruebas. Pero si una sola de las casas donde alojan mujeres ilegales es suya, en el diario saldrá su nombre.
– ¿Hay publicidad de las empresas de Lloris en este diario?
– No lo sé, apenas lo leo. No le encubrirían a cambio de no quitar la publicidad. Jamás lo han hecho. En un caso así, la información es más importante que cualquier volumen de publicidad contratada.
– ¿Estás seguro?
– Te diré algo: cuando escriba el reportaje, me pondré en contacto con un inspector de policía. El mismo día que se publique, los detendrán. Prácticamente a la misma hora que la prensa llegue a los quioscos.
– ¿Lo harás?
– Sí, pero no se lo diré al director. ¿Lo dudas?
– Quizá me lo has dicho para tranquilizarme.
– Te aseguro que hablaré con el inspector -Miralles sacó una pequeña cartera de su bolsillo. Le mostró una tarjeta con el nombre del inspector y el de su comisaría-. Es un contacto mío desde hace muchos años.
– ¿Cuánto hace que no habláis?
– No te preocupes, me recuerda perfectamente -Miralles se guardó la cartera-. Me reuniré con el director.
– ¿Ahora?
– Mañana a mediodía. Comeremos juntos y le contaré lo que me has dicho. Hay mucha confianza entre nosotros.
– Gracias. Muchísimas gracias.
– Ana… ¿cómo has conocido mi historia?
– Por el camarero de la barra pequeña del Jennifer. Te aprecia mucho. Es un buen amigo tuyo.
– Antonio. ¿Por qué lo hizo?
– Pensaba que me acercaba a ti porque quería sacarte el dinero. Ya sabes, la jovencita que encandila a un hombre maduro y lo lleva a la ruina.
– Ya hace mucho que estoy en la ruina.
15
Además de aleccionar a Lloris en lo que tenía que decir y en cómo debía comportarse, Oriol Martí también se encargó de preparar la escenografía del encuentro con los responsables del Front. Lo primero que hizo al llegar al despacho fue darle a la secretaria la mañana libre. Después de quince años en la empresa, a Elvira se la tenía que tratar mejor. Más aún ante la extrañeza que mostró. Al fin y al cabo era persona de confianza de Juan Lloris. Así pues, Oriol rectificó minutos después y le dijo que necesitaban el despacho para una reunión y que, dado que las personas convocadas no deseaban testigos al margen de ellos dos, le rogaba, con la educación que Oriol sabía utilizar cuando era necesario, que viniese a primera hora de la tarde. Empleada modelo, Elvira no tuvo inconveniente en volver después de comer.
La oficina de Lloris en el Edificio Europa era más bien particular, separada de las oficinas oficiales de las empresas del grupo, situadas en la calle San Vicente, entre la Plaza de la Reina y la del Ayuntamiento. Desprovista de cuadros, Oriol había comprado tres en El Corte Inglés el día anterior y había colgado dos en el despacho de Lloris y el otro en el pasillo. Eran cuadros con motivos valencianos. Una elección mediante la que Oriol pretendía que la imagen del empresario se adecuara a la de un hombre con ideas vagamente nacionalistas, pero no demasiado cercano a aquel otro tipo de empresario que se consideraría ilustrado y de estética moderna. Adaptar la escenografía al carácter de los convocados quizá hubiera dado una imagen prefabricada.
De un cajón de la mesa del empresario, Oriol rescató la foto familiar, de la primera comunión de Lluís. La dejó al lado de una foto de Lloris cazando en el coto, enmarcada y situada en un lugar preferente de la mesa. Dio unos pasos atrás para ver el efecto que causaba en consonancia con el cuadro, un paisaje de la Albufera, colgado detrás del asiento de Lloris. Después, llamó por teléfono para que le subieran un bocadillo de tortilla a la francesa y una mineral sin gas.