– ¡Que aproveche! -lo saludó un pletórico Juan Lloris.
– Gracias, Juan.
– ¿Quién era el que acaba de salir?
– Un proveedor.
– Estoy hasta los huevos de repetir que tienen que ir a las oficinas centrales.
– De ahora en adelante lo hará.
Lloris se fue a su despacho, dejó la maleta sobre la mesa y gritó:
– Hostia, Oriol, ¿quién ha colgado estos cuadros?
– Yo. ¿Te gustan?
– Son de puta madre. Eso es pintura y no la porquería aquella de la exposición -un silencio y, a continuación, otra pregunta a gritos-. ¡¿Qué hace aquí esta foto?!
Oriol fue hasta su despacho. Lloris tenía en sus manos la foto familiar.
– Pensando en la gente del Front, he creído conveniente ponerla a la vista. Ahora que tanto se han moderado, una foto tradicional de familia quizá sea un detalle oportuno.
– Correcto, pero sólo un rato. Me pone frenético ver a mi hijo. Por cierto, ¿qué has sacado en claro con él?
– Deja que acabe de almorzar y te lo explico.
– Pues aire, figura.
A veces, a Oriol le reventaba tener que trabajar para un individuo tan espontáneo y grosero. No se acostumbraba, pero le ayudaba saber que era algo circunstancial.
16
Francesc Petit llevaba el traje azul oscuro de las grandes ocasiones. Bajo la chaqueta, en vez de la camisa de color azul claro, también usual en los acontecimientos de cierta relevancia, llevaba una blanca y una corbata estampada de colores vivos, nueva en el repertorio, que destacaba el aspecto hoy jovial del secretario general. Estaba en el despacho del partido, leyendo un breve informe que, a toda prisa, había confeccionado para él Vicent Marimon con todo lo que sabía de Juan Lloris. El informe se centraba en la actividad profesional del constructor, inmejorable desde un punto de vista económico. De su vida personal no decía casi nada, excepto que había nacido en Alzira y que era el prototipo de empresario que, como la mayoría de los que empezaron en los años sesenta, se había «hecho a sí mismo».
Petit hubiera querido un informe más completo de su trayectoria cívica, pero, además del escaso margen de tiempo que había tenido Marimon, era imposible saber mucho al respecto debido a la escasa vida social de Lloris. El secretario de finanzas sí consiguió, en cambio, descubrir las malas relaciones del empresario con los dos partidos mayoritarios, pese a que desconocía los motivos. Aquello le hizo reflexionar. Los desacuerdos podían deberse tanto al especial carácter de Lloris como al hecho de que no comulgaba con los programas electorales. No obstante, la cita llenaba de dudas al secretario general. ¿Por qué un empresario de nivel económico tan elevado se interesaba por ellos? Lo más lógico era que una persona con aquel perfil simpatizara con los conservadores, o bien con los socialistas, que habiendo gobernado y como principal partido de la oposición tenían al menos la posibilidad de recuperar el poder. En la breve conversación telefónica que mantuvo con Oriol Martí, el secretario general no había sacado nada en claro. Pero, al fin y al cabo, no perdía nada con la entrevista.
La situación en que se encontraban el Front y él personalmente no admitía dilaciones al decidirse a aceptar el encuentro con Lloris. Por eso ni siquiera le pidió a Oriol tiempo para pensárselo. Quizá las cosas estaban cambiando en el país y algunos empresarios, por fin, se daban cuenta de que ellos también se beneficiarían de una política valencianista. Desde hacía años, demasiados años, los empresarios le daban la espalda a la posibilidad de formar un gran partido nacional. Y por supuesto los nacionalistas, con la política radical que los había caracterizado, tampoco facilitaban la adhesión. Pero no siempre fue así.
En 1929, la parte más moderna y más valencianista de la patronal -encabezada por el industrial y banquero Ignasi Villalonga- fundó el Centre d'Estudis Econòmics Valencians, una auténtica «factoría del conocimiento», para proporcionar solidez intelectual a un criterio «integral» de los intereses económicos valencianos. O sea, para fortalecer el poder autóctono. El economista Romà Perpinyà, amigo de Ignasi Villalonga, fue el hombre fuerte de la operación. Las reivindicaciones del CEEV se centraban en las infraestructuras para mejorar el tejido productivo en el País Valenciano. Reclamaron la conexión ferroviaria de amplitud europea, la mejora del puerto de Valencia, la conexión con Europa por Canfranc, una buena carretera a Madrid… Reivindicaciones más o menos parecidas a las de la patronal catalana, su principal referente. El CEEV adujo que Barcelona había tenido dos exposiciones universales, y que Sevilla, siempre a punto para robarle a Valencia el puesto de tercera ciudad del Estado, recibía muchas ayudas. El CEEV reclamaba, en definitiva, un proceso de modernización económica y social. Algunas de sus reivindicaciones seguían vigentes incluso hoy en día.
Francesc Petit anhelaba una organización empresarial como aquélla, capaz de crear el CEEV. Era consciente de que no se podía hacer un país sin burguesía, sin tejido empresarial. Era de los convencidos de que el Front tenía que abrirse a los sectores económicos. Entonces, ¿por qué negarse a hablar con grandes empresarios? Si lo habían hecho los socialistas, ¿por qué ellos no? En los últimos veinte años la política había dado un giro radical. Los antiguos dogmas habían caído por su propio peso. Se había empeñado en hacer del Front un partido normal, aceptado por la sociedad y en consonancia con los nuevos tiempos. Además, había advertido por activa y por pasiva que hablaría y se fotografiaría con quien hiciera falta con tal de sacar al Front del gueto. Ahora bien: ¿todo valía? Era obvio que no. Pero nada de cerrarse puertas sin saber qué hay al otro lado.
La puerta de su despacho se abrió y sorprendió a Petit en un mar de divagaciones. Era el responsable de prensa.
– Francesc, Horaci Guardiola está subiendo.
– ¿Horaci? ¿Qué hace aquí?
– No lo sabemos. No hay ninguna reunión prevista y Núria me ha dicho que tampoco tiene cita contigo.
– Si pregunta por mí decidle que no estoy.
– Francesc, tienes el coche delante de la puerta.
Petit hizo un gesto de asco.
– No sé qué cojones querrá ahora.
Núria entró al despacho.
– Horaci quiere hablar contigo.
– ¡Que pase, coño, que pase!
Núria y el responsable de prensa salieron. Petit miró qué hora era: las once y cinco de la mañana, y a las doce tenía la reunión con Juan Lloris. Apareció Horaci con su sonrisa de líder izquierdista trasnochado, que no se sabía a ciencia cierta si era una mueca permanente o un tic que se le disparaba ante la adversidad.
– Buenos días, Francesc.
– Buenos días. ¡Qué sorpresa! Agradable, claro -añadió también una sonrisa forzada-. ¿Qué te trae por Valencia?
– He venido a la Diputación, a resolver temas del Ayuntamiento, y ya que estaba aquí… -se sentó, pero no ante la mesa del despacho sino en el sillón negro de la entrada, como si también le interesara remarcar las distancias físicas-. Te veo muy atractivo.
El secretario general se ajustó el nudo de la corbata.
– Tengo una reunión.
– Por tu indumentaria parece importante.
– Psé…
– Tú no te pones traje si no vas a negociar con un banco.
– ¿Qué quieres decir?
– Yo soy quien debería hacer las preguntas.
– Horaci, está bien que me controles políticamente, pero mi vida privada…