– Muy buenas, Joan. Por primera vez, las encuestas nos dan más del cinco por ciento.
– Casi el seis -infló la encuesta Marimon.
– La cosa va mejorando -se alegró Lloris. La verdad es que eran un atajo de desgraciados, pero también su única alternativa-. ¿Cuesta mucho una campaña?
– ¿En dinero?
Petit contestó a la pregunta con una pregunta idiota, pero intentaba disimular el hipotético interés que les había llevado a aceptar la entrevista.
– Sí, en dinero.
– Joan, si tuviéramos sólo la cuarta parte del que disponen socialistas y conservadores, ya les plantaríamos cara.
– ¿De cuánto disponen?
– Seguro, seguro, de quinientos millones de pesetas.
– Como poco -Marimon, la ayuda oportuna.
¿Quinientos millones? Un momento, Lloris frunció el ceño. Lo primero que le vino a la cabeza fue rebajar la cantidad de la maleta como mínimo a la mitad. Sin embargo, la mirada que le dirigió Oriol le hizo desistir. El plan era llenarlos de billetes, para que pudieran decidir el Govern. Son desgraciados hasta para pedir.
– Así que necesitáis unos cien millones de pesetas.
– ¿Cómo lo sabes?
– Hombre, como has dicho que sólo con la cuarta parte…
Marimon, sentado junto a Petit, le dio un golpecito en la rodilla. La señal era inequívoca: tenían que entrar en materia. Como buen secretario de finanzas (más bien mago de las finanzas), intuía que era el momento oportuno para destaparse. ¿Qué perderían? Petit lo entendió:
– Joan, ¿podemos hablar en confianza?
– Totalmente, Francesc.
– Te contaré un asunto interno del partido, nadie lo sabe excepto los miembros de la ejecutiva. Bancam nos ha denegado un crédito de ciento veinticinco millones de pesetas. Abusando de tu confianza, queríamos pedirte un favor. Estoy pensando que tú, con tu nivel empresarial, si hablaras con ellos…
– Trabajamos con otras entidades.
Oriol usó sus reflejos para cortar de cuajo la tentación de Lloris de solucionar el tema sin que le costara un duro. Con ciento veinticinco millones no irían a ninguna parte, en las elecciones. Alcanzar el cinco por ciento no le solucionaba nada al empresario. Además, no era el mismo favor interceder que dar; menos aún lo que tenían previsto darles. Había que jugar fuerte: cuatrocientos millones a cambio de la posibilidad de estar cerca de los grandes negocios, que eran de miles de millones.
– Es una pena -se lamentó Marimon-. Mirad, con la sinceridad y confianza con las que se ha expresado Francesc, os diré que estamos con el agua al cuello. Hablo con conocimiento de causa. Soy el secretario de finanzas y no veo la forma (las tenemos todas exprimidas) de obtener esa cantidad.
– Más sinceridad, imposible -remató el secretario general.
Como se suele decir, la pelota estaba en el tejado del empresario. Pero con los empresarios ya se sabe: quieren que el personal se lo gane.
– ¿Qué cantidad haría falta para llevar a cabo una buena campaña?
– ¿Cómo de buena?
– Una campaña digna.
– Para digna, digna, la de socialistas y conservadores.
Más sinceridad, imposible, tendría que haber vuelto a añadir Petit. Mira por dónde, no eran tan desgraciados. Entonces Oriol, que sólo podía hacer señales con la mirada, le insinuó a Lloris que había llegado el momento crucial. En cambio, para Lloris era un momento, si bien no podríamos decir que normal, por lo menos conocido. Durante algunos de sus años como empresario, en pleno régimen franquista, también recurrió a la maleta, aunque de tamaño menor, ya que entonces las ambiciones eran personales y no de interés colectivo, como ahora. Dada su delicadeza, pues, y más bien su costumbre, cogió la maleta de debajo de la mesa y, levantándose (satisfecho como un viajante que muestra su producto estrella), la dejó en su butaca. Como era giratoria, la maleta hizo un vaivén, a derecha e izquierda, seguida por los ojos incrédulos, expectantes, de Marimon y de Petit. Lloris detuvo la butaca con una mano firme sobre la maleta.
– Aquí tenéis bastante dinero para una campaña digna.
Ahora el problema consistía en saber a qué cantidad se refería. ¿Les permitiría hacer una campaña tan digna como la de conservadores o socialistas? Marimon midió con la mirada el tamaño de la maleta. Era como aquellas que llaman de fin de semana, pero para dos personas.
– Joan -la voz de Petit era débil, como si viniese desde muy lejos y de ella sólo llegara un eco-, ¿cómo de digna?
El empresario puso la maleta sobre la mesa y la abrió:
– Cuatrocientos millones.
La impresión inicial hizo que Francesc Petit se quedara clavado a la silla. Todo lo contrario de lo que le pasó al secretario de finanzas, que se levantó catapultado por una fuerza interior. Cogió un fajo de billetes (comprobó que eran todos de diez mil pesetas). Aunque era economista no se imaginaba que esa cantidad (además de no haberla visto jamás junta) pudiera caber en una maleta de tamaño normal.
– Un momento, un momento… -Petit pidió calma con las manos, a pesar de que en el piso no había habido alboroto alguno. En realidad, se la pedía a sí mismo-. Eso, como es lógico, exigirá un favor por nuestra parte. Cuatrocientos millones no se dan así como así.
Oriol habló para reconducir la situación:
– Entendemos tu desconfianza. Nos satisface mucho que la demuestres, porque es un signo de vuestra honestidad, pero Joan no pide nada a cambio.
– ¿Por qué?
– Por dos razones: la primera es que es un valencianista convencido de vuestros ideales, ahora más de acuerdo con la realidad y con los suyos propios. Y la segunda, porque su estatus económico le permite ser altruista. Si buscara favores, evidentemente no hubiera acudido a vosotros.
– En efecto, Francesc, eso es evidente -reafirmó Marimon, sin parar de contar con la vista los fajos de billetes.
– Tenéis que saber que el Lloris empresario se negó a dar comisiones cuando intervino en obras públicas.
– ¿A quién? -quiso saber Petit.
– No hace falta decirlo.
– También me negué a colaborar en la compra de un barco al rey.
Lloris lo dijo con cierto orgullo, a pesar de que a aquellas alturas de la historia a los nacionalistas les daba exactamente igual el dilema entre república y monarquía. Los procesos políticos alteran las prioridades.
– Debo confesar que estoy aturdido -se sinceró Petit, aún sentado. Quería levantarse, pero sufría una especie de conmoción general.
– Si supone un problema para vosotros… -Lloris hizo amago de cerrar la maleta.
Vicent Marimon se lo impidió.
– No, no es eso -con delicadeza, apartó las manos del empresario de la maleta-. Tenéis que comprender que no nos ofrecen una maleta como ésta todos los días.
– ¿Los tenemos que devolver, aunque sea sin intereses? -preguntó Petit.
– No -respondió Oriol con firmeza.
– Pero… es que este dinero, esta cantidad, nos obliga moralmente a estar en deuda.
– Ninguna obligación, ni moral ni de cualquier otro tipo -repitió Oriol.
– Mirad -Petit se levantó-, no tengo ninguna experiencia con donaciones -le pareció demasiado fuerte decir «maletas»- y desconozco lo que se debe hacer en estos casos. Pero me cuesta creer (por mucho que tú, Joan, seas un valencianista convencido y te sobre el dinero) que no tengamos la necesidad de devolver el favor. ¿Qué pasará, por ejemplo, el día que una de vuestras empresas participe en cualquier subasta en alguna de las poblaciones en donde mandamos o decidimos?
– Pues que tendréis que elegir la mejor oferta -dijo Oriol con absoluta naturalidad.
– ¿Así de fácil? ¿No recibiremos una llamada recordándonos los cuatrocientos millones?
– Escucha, Francesc -dijo Oriol, sabedor de que una maleta con aquel contenido no se olvida-, en el caso de que quisiéramos que nos devolvierais el favor, si no queréis no podríamos demostrar que os hemos dado el dinero.